sábado, 19 de octubre de 2019

Diario de un fiscal rural.- Tawfiq al-Hakim (1898-1987)

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II.-La sesión del cadí lento

«Al contraventor siguiente que compareció le dijo el cadí:
 -Tú, buen hombre, estás acusado de lavar tus ropas en el canal.
 -¡Excelencia! ¡Dios eleve tu puesto! Pero ¿es que vas a ponerme una multa por lavar mis ropas?
 -Porque las lavaste en el canal.
 -Pues, ¿dónde las iba a lavar?
 El cadí se quedó perplejo y pensativo, sin saber por dónde tirar. Comprendía que estos desgraciados, en aquellos pueblos, no tienen pilas en que se vierta el agua destilada y pura de las cañerías, porque les han hecho pasar toda su vida como bestias y, a pesar de ello, se les exige conformarse a una ley venida de fuera, según el último modelo. Se volvió a mí y me dijo:
 -La fiscalía...
 -No es de la competencia de la fiscalía averiguar dónde puede lavar este hombre sus ropas. Lo que la incumbe es ajustarse a la ley.
 El cadí apartó de mí la vista, se quedó un poco cabizbajo, meneó la cabeza y luego, rápidamente, como quien se sacude un gran peso de encima, concluyó:
 -Veinte piastras de multa. ¡Otro!
 El ujier pregonó un nombre de mujer y compareció una prostituta campesina. Llevaba pintadas las cejas con la madera de un fósforo y embadurnadas las mejillas con un escarlata rabioso, como ése de las cajetillas de los cigarrillos Samson. En el antebrazo desnudo llevaba tatuado un corazón traspasado por una flecha y en la muñeca se había puesto pulseras y aros de metal y de vidrios de colorines. El cadí la miró y le dijo:
 -Estás acusada de haberte parado delante de la puerta de tu casa.
 Contestó, poniéndose en jarras:
 -Entonces, alma mía, ¿es que pararse delante de la casa de una es delito?
 -Pero tú lo hacías para excitar a la multitud.
 -Desgraciadamente para mí, por vida de las barbas del cadí, en mi vida he visto multitud. No pasan multitudes por delante de mi casa.
 -Veinte piastras de multa. ¡Otro!
 Quzman Effendi pregonó el nombre del contraventor siguiente y apareció un labrador maduro. Por su turbante de chal azul rameado, su chilaba de cachemira, su manto de paño imperial y su calzado de elásticos amarillo chillón, se colegía que era un hombre bien acomodado. Apenas compareció, le interpeló el juez:
 -A ti, sayj, se te acusa de no haber inscrito tu perro en el plazo legal.
 El hombre carraspeó, movió la cabeza y balbuceó, como si quisiera excusarse y reclamar:
 -Hay que vivir para ver que los perros se inscriban como los campos, y que haya de tenérseles tanta consideración.
 -Veinte piastras de multa. ¡Otro!
Así pasaron los juicios de contravenciones, todos por este estilo. No vi que ninguno de los contraventores diese muestras de creer la realidad de lo que se les imputaba. Era una multa que les llovía del cielo, como las desgracias, y un tributo que pagaban porque la ley decía que había que pagarlo. Cuántas veces me he preguntado a mí mismo sobre el sentido de tal manera de juzgar.  
 Acabamos con las contravenciones y el ujier gritó:
 -¡Juicios de faltas!
 Miró en el orden del día, y llamó:
 -Umm al-Sa'd bint Ibrahim al-Yurf.
 Compareció una campesina vieja, que se arrastró por en medio de la sala hasta llegar al estrado, en el que se paró delante de Quzman Effendi, el ujier. Éste la enderezó al cadí, al que contempló con sus apagados ojos; pero no tardó en apartarse de él y en volver a pararse ante el anciano ujier. El cadí, con la cara metida entre los papeles, le interrogó:
 -¿Cómo te llamas?
 -Tu servidora Umm al-Sa'd.
 Lo dijo como dirigiéndose al ujier. Quzman Effendi le hizo un guiño y la enderezó de nuevo al estrado. El cadí volvió a interrogarle:
 -¿Profesión?
 -Mis labores.
 -Estás acusada de haber mordido en un dedo al sayj Hasan 'Ammara.
 La pobre mujer abandonó el estrado y dirigió de nuevo la palabra al ujier:
 -Por vida de tu respeto y de tus canas, yo no he hecho nada. Había jurado y perjurado que la dote de la chica no bajaría de los 20 luises.
 El cadí levantó la cabeza, se afianzó las gafas y la miró, exclamando:
 -Ven, háblame aquí. Yo soy el cadí, yo. ¿Diste el mordisco? Di sí o no. Una sola palabra.
 -¿Mordisco? ¡Dios me libre! Verdaderamente soy muy mula; pero todo, menos morder.
 El cadí ordenó al ujier:
 -Que venga el testigo.
 Apareció la víctima, con el dedo anular liado en una venda. El cadí le preguntó el nombre y la profesión y, haciéndole jurar que no diría más que la verdad, le pidió que aclarara el asunto. El hombre dijo:
 -Yo, señor cadí, no he tenido arte ni parte en nada. Lo único que pasó es que yo actué de buen componedor.
 Y se calló, como si hubiese sacado a la luz y revelado el secreto del asunto. El cadí, reprimiendo la cólera, lo miró fijamente y luego le reprendió y le ordenó que contara punto por punto lo ocurrido.»
     
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones del Viento, 2003, en traducción de Emilio García Gómez. ISBN: 84-933001-3-6.]

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