sábado, 5 de octubre de 2019

El acoso.- Alejo Carpentier (1904-1980)

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II

«La portentosa novedad era Dios. Dios, que se le había revelado en el tabaco encendido por la vieja, la víspera de su enfermedad. De súbito, aquel gesto de tomar la brasa del fogón y elevarla hacia el rostro -gesto que tantas veces hubiera visto perfilarse en las cocinas de su infancia- se le había magnificado en implicaciones abrumadoras. La mano traía, al sacar la lumbre, un fuego venido de lo muy remoto, fuego anterior a la materia que por el fuego se consumía y modificaba -materia que sólo sería una posibilidad de fuego, sin una mano que la encendiera. Pero si ese fuego presente era una finalidad en sí, necesitaba de una acción anterior para alcanzarla. Y esa acción, de otra, y de otras anteriores, que no podían derivar sino de una Voluntad Inicial. Era menester que hubiera un origen, un punto de partida, una Capitular del fuego que, a través de las eras sin cuento, había iluminado las caras de los hombres. Y ese Primer Fuego no podía haberse encendido a sí mismo... Creyó vislumbrar, en todo, una parecida sucesión, un ineludible proceso de recibir energías de otra cosa: el mismo remontarse de los actos que, sin embargo, no podía ser infinito. Los hilos tenían que ir a parar, por fuerza, a la mano de un Propulsor primero, causa inicial de todo, detenido en la eternidad y dotado de la Suprema Eficiencia. El ateísmo de su padre le parecía absurdo, ahora, ante una imagen que tantas cosas explicaba, extrañándose de que otros no hubiesen pensado, antes que él, en demostrar la existencia de Dios por aquella iluminadora ocurrencia que había tenido ante una brasa. Y, como los niños de la casa moderna habían cantado ayer: "Tilingo, tilingo / Mañana es Domingo / Se casa la gata / con el loro pelón", y las iglesias llamaban a misa, abrió el libro negro y oro de la Cruz de Calatrava, que ahora dispensaba inacabables deslumbramientos a quien creciera, lejos del catecismo, en una sastrería francmasona y darwiniana. Cada página le revelaba una insospechada belleza de la Liturgia, dándole la exaltante impresión de penetrar un arcano, de ser iniciado, de compartir los secretos de una hermandad. Nunca hubiera pensado que lo visto por él, tantas veces, como meros manteles del altar, representaba el Mantel que envolvió Su Cuerpo, ni que el alba, el cíngulo y la estola, narraran tres episodios del más trascendental Proceso presenciado por los hombres. De la vestidura de púrpura, que erguía en su mente las columnas de la casa de Pilato, pasaba al Calvario, donde se detenía, absorto, a la orilla del Cáliz; y al contemplar -al entender- el Cáliz, se maravillaba ante el descubrimiento de ese sepulcro siempre abierto en la materia más preciosa, mística transposición del mayor de los dramas: tinieblas que labraban el metal hasta honduras impensadas, sombra envuelta en el relumbre de las gemas y de los oros; alquimia revertida que de lo fulgurante hacía vasta noche de espera para la humanidad emplazada. Hasta el agua, cuyo sentido litúrgico había ignorado, hablaba ahora por el flanco del Redentor. Alguna vez había estado en la iglesia, llevado por la tía devota, cuando su padre estaba en la capital, comprando géneros para los que todavía pedían driles y alpacas. Se había arrodillado, sentado, puesto de pie, como los demás, frente al altar de molduras barrocas, sin sospechar que cuando el oficiante revestía los hábitos de su menester, representaba nada menos que el Hijo de Dios en su Pasión. Había seguido la misa mirando al maderamen de la cúpula, donde siempre dormía algún murciélago -entretenido con todo lo que no era la misa- sin saber que allí se representaba, en una acción reducida a su simbólica esencia, el Misterio que más directamente le concernía. Y ahora que se daba por enterado, hallaba en los simples movimientos que acompañaban el Gloria, el Evangelio, el Ofertorio, esa prodigiosa sublimación de lo elemental que, en la Arquitectura, había transformado el trofeo de caza en bucráneo; la anilla de cuerdas que ciñe el haz de ramas del fuste primitivo, en astrágalo de puras proporciones pitagóricas. ¡Haber llevado en sí tales poderes de entendimiento, ser capaz de percibir tales verdades, y haberlo ignorado, en despilfarros abominables, para hacer caso de discursos que tanto habían servido para justificar lo heroico como lo abyecto! ¡Ah! ¡Creo! Creo que padeció bajo el poder de Pilato, que fue crucificado y sepultado; que descendió a los infiernos y que al tercer día resucitó de entre los muertos. Creo que subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso. Creo que desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos... Y hay algo de trompeta llamando al Juicio Final en eso que vuelve a sonar en lo alto del edificio moderno, donde alguno, admirado aún por la compra reciente de un gramófono barato, de ingrato sonido, no hace sino tocar y tocar la misma música, echando a veces la aguja atrás. Son como varias piezas grabadas en sucesión ,puesto que se siguen -siendo distintas- en un mismo orden. Primero es algo muy confuso, donde se oyen como toques de corneta -un tema de marcha militar que no acaba de serlo. Luego viene lo triste, lo lento, lo monótono. Después hay una danza muy alegre. Pero la interrumpe un nuevo toque militar que no acaba, sin embargo, de ser militar del todo: algo como las llamadas que se escuchaban en ese documental, tan ridículo, de los nobles franceses que, antes de cazar, oían misa con sus jaurías bendecidas, mientras los monteros enlevitados tocaban unos instrumentos que parecían grandes volutas de cobre.»

      [El texto pertenece a la edición en español de RBA, 1985. ISBN: 84-322-2014-0.]

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