Acto primero.
Escena IV
(Doña Irene, Don Diego)
«Doña Irene: Es muy gitana y muy mona, mucho.
Don Diego: Tiene un donaire natural que arrebata.
Doña Irene: ¿Qué quiere usted? Criada sin artificio ni embelecos de mundo, contenta de verse otra vez al lado de su madre, y mucho más de considerar tan inmediata su colocación, no es maravilla que cuanto hace y dice sea una gracia, y máxime a los ojos de usted, que tanto se ha empeñado en favorecerla.
Don Diego: Quisiera sólo que se explicase libremente acerca de nuestra proyectada unión y...
Doña Irene: Oiría usted lo mismo que le he dicho ya.
Don Diego: Sí, no lo dudo; pero el saber que la merezco alguna inclinación, oyéndoselo decir con aquella boquilla tan graciosa que tiene, sería para mí una satisfacción imponderable.
Doña Irene: No tenga usted sobre ese particular la más leve desconfianza; pero hágase usted cargo de que a una niña no la es lícito decir con ingenuidad lo que siente. Mal parecería, señor don Diego, que una doncella de vergüenza y criada como Dios manda, se atreviese a decirle a un hombre: yo le quiero a usted.
Don Diego: Bien; si fuese un hombre a quien hallara por casualidad en la calle y le espetara ese favor de buenas a primeras, cierto que la doncella haría muy mal; pero a un hombre con quien ha de casarse dentro de pocos días, ya pudiera decirle alguna cosa que...Además, que hay ciertos modos de explicarse...
Doña Irene: Conmigo usa de más franqueza. A cada instante hablamos de usted y en todo manifiesta el particular cariño que a usted le tiene... ¡Con qué juicio hablaba ayer noche, después que usted se fue a recoger! No sé lo que hubiera dado porque hubiese podido oírla.
Don Diego: ¿Y qué? ¿Hablaba de mí?
Doña Irene: Y qué bien piensa acerca de lo preferible que es para una criatura de sus años un marido de cierta edad, experimentado, maduro y de conducta...
Don Diego: ¿Eso decía?
Doña Irene: No; esto se lo decía yo y me escuchaba con una atención como si fuera una mujer de cuarenta años, lo mismo... ¡Buenas cosas la dije! Y ella, que tiene mucha penetración, aunque me esté mal el decirlo... ¿Pues no da lástima, señor, el ver cómo se hacen los matrimonios hoy en el día? Casan a una muchacha de quince años con un arrapiezo de dieciocho, a una de diecisiete con otro de veintidós: ella niña, sin juicio ni experiencia, y él niño también, sin asomo de cordura ni conocimiento de lo que es el mundo. Pues, señor (que es lo que yo digo), ¿quién ha de gobernar la casa? ¿Quién ha de mandar a los criados? ¿Quién ha de enseñar y corregir a los hijos? Porque sucede también que estos atolondrados de chicos suelen plagarse de criaturas en un instante, que da compasión.
Don Diego: Cierto que es un dolor el ver rodeados de hijos a muchos que carecen del talento, de la experiencia y de la virtud que son necesarias para dirigir su educación.
Doña Irene: Lo que sé decirle a usted es que aún no había cumplido los diecinueve cuando me casé de primeras nupcias con mi difunto Don Epifanio, que esté en el cielo. Y era un hombre que, mejorando lo presente, no es posible hallarle de más respeto, más caballeroso... Y al mismo tiempo más divertido y decidor. Pues, para servir a usted, ya tenía los cincuenta y seis, muy largos de talle, cuando se casó conmigo.
Don Diego: Buena edad... No era un niño; pero...
Doña Irene: Pues a eso voy... Ni a mí podía convenirme en aquel entonces un boquirrubio con los cascos a la jineta... No señor... Y no es decir tampoco que estuviese achacoso ni quebrantado de salud, nada de eso. Sanito estaba, gracias a Dios, como una manzana; ni en su vida conoció otro mal, sino una especie de alferecía que le amagaba de cuando en cuando. Pero luego que nos casamos, dio en darle tan a menudo y tan de recio, que a los siete meses me hallé viuda y encinta de una criatura que nació después, y al cabo y al fin se me murió de alfombrilla.
Don Diego: ¡Oiga!... Mire usted si dejó sucesión el bueno de Don Epifanio.
Doña Irene: Sí señor; ¿pues por qué no?
Don Diego: Lo digo porque luego saltan con... Bien que si uno hubiera de hacer caso... ¿Y fue niño, o niña?
Doña Irene: Un niño muy hermoso. Como una plata era el angelito.
Don Diego: Cierto que es consuelo tener, así, una criatura y...
Doña Irene: ¡Ay, señor! Dan malos ratos, pero ¿qué importa? Es mucho gusto, mucho.
Don Diego: Ya lo creo.
Doña Irene: Sí señor.
Don Diego: Ya se ve que será una delicia y...
Doña Irene: ¿Pues no ha de ser?
Don Diego: ...un embeleso el verlos juguetear y reír y acariciarlos y merecer sus fiestecillas inocentes.
Doña Irene: ¡Hijos de mi vida! Veintidós he tenido en los tres matrimonios que llevo hasta ahora, de los cuales sólo esta niña me ha venido a quedar; pero le aseguro a usted que...»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Castalia, 1978, en edición de J. Dowling y R. Andioc. ISBN: 84-7039-057-0.]
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