Fines de otoño de 1995
«Estoy tomando los últimos medicamentos de la larga lista que recetan cuando tienes sida. Ahora me despierto con miedo; es una forma de miedo extraña: geométrica, limitada, final.
Estar así enfermo combina la conmoción -esta vez moriré- con un dolor y un sufrimiento que no son familiares, que me arrancan de mí mismo. Es como vivir el propio funeral, como vivir la pérdida en su forma más pura y vasta; además de ser desconocida, en esta cruel oscuridad no se puede entrar como uno mismo. Uno ya pertenece por entero a la naturaleza, al tiempo: la identidad era un juego. No es cruel lo que pasa después, es tan sólo una forma de ser apresado. Hay que poner fin a la memoria, completa y clara o huidiza, hay que hacerla a un lado, como si uno saliera de la capilla y terminara la oración mentalmente. Es la muerte lo que baja al centro de la tierra, a esa gran iglesia funeraria que es la tierra, y luego va a los confines curvos del universo, como se dice que hace la luz.
Llamémosla fosa, la fosa melodramática: el insondable miedo del mundo tiene al final un fondo de sangre y es el fin de la conciencia. Sin embargo no me despierto enfadado ni rabiosamente dispuesto a combatir o acusar. (No sé por qué, nunca tuve mucha rabia. Tenía determinación y empeño, pero rabia no. A menudo pensaba que los hombres hedían a rabia; por eso prefería a las mujeres y a los homosexuales.) Me despierto con la noción no del todo enfermiza de ser meramente joven otra vez y estar en paz de un mundo extraño, observador consciente del transcurso del tiempo, consciente de que ha ocurrido la última metamorfosis.
Estoy en un especie de adolescencia al revés, tan misteriosa como la primera, salvo que esta vez la siento como una declinación de las posibilidades de vivir un tiempo más, de poder pasarla durmiendo. Y como una alteración del lenguaje: no puedo decir Te veré este verano. No puedo vivir sin dolor, y la fuerza a la cual recurro todo el día es la de Ellen. Por momentos no consigo creer del todo que alguna vez haya estado vivo, que alguna vez fui otro ser y escribí, y amé o no fui capaz de amar. En realidad no comprendo esta eliminación. Puedo comprender que algo se cierre, que un gran poder me reemplace por otro (y por el silencio), pero esta incapacidad de tener una identidad ante la muerte creo que nunca lo vi en ninguna de las escenas de la muerte ni en las descripciones de la vejez que he leído. Es curioso que mi vida se haya tambaleado hasta tal punto que mis recuerdos ya no sean aptos para el cuerpo en el que se forman mis palabras.
Quizá digan ustedes que he hecho muy poco con mi vida, pero la douceur, si ésa es la palabra, la palabra de Tayllerand, fue abrumadora. Dolorosa, cegadora y maravillosa.
Tengo aún miles de opiniones -pero es lo que queda de millones- y, como siempre, no sé nada.
No sé si la oscuridad crece por dentro o si estoy disolviéndome, explotando suavemente en trocitos constitutivos de otras existencias: microexistencia. Soy sensible a la velocidad de los momentos y al entrar en la zona de mi cabeza alerta al movimiento del mundo como conciencia de que la vida nunca fue perfecta, sin tacha. Esto da satisfacción, incluso temeridad. Separación, desapego, muerte. Contemplo la insistencia de uno u otro en los méritos de su vida -deberes, intelecto, realizaciones- y veo que es casi todo un sinsentido. Y yo, mierda, soy un genio o un fraude, o bien -como en realidad pienso- desde el pliegue más temprano de la memoria estoy poseído por voces y acontecimientos y nunca he existido salvo como un jardín de Illinois donde estas cosas se interpretan e interpretarán una y otra vez hasta que muera.
Me molesta saber que no veré el final del siglo porque, cuando era joven, en Saint Louis, recuerdo haberle dicho a Marilyn, mi hermana adoptiva, que era eso lo que quería vivir: setenta años. Y entonces ver los festejos. Recuerdo la luz real de la habitación; digo real porque no es una luz de sueño. Marilyn es muy bonita, con un toque de exhibicionismo, generosa de carnes y quiere no ser nunca vieja como la abuela. Si está viva, hoy andará por los setenta; si la viese por la calle tal vez no la reconocería.
Yo -tenía seis o siete años- le preguntaba a todo el mundo, y era a todo el mundo, los niños de la escuela, los maestros, las mujeres de la cafetería, los padres de otros muchachos: "¿Tú cuánto quieres vivir?" Supongo que el secreto de la pregunta era: ¿Con qué disfrutas? ¿Te gusta vivir? ¿Tratarías de seguir viviendo en cualquier circunstancia?
Hasta el fin del siglo, decía yo cuando me preguntaban. Bien, no lo conseguiré.
Las historias reales, las historias autobiográficas, como algunas novelas, empiezan hace mucho, antes de las acciones registradas, antes de que nacieran algunas personas del relato. De modo que una autobiografía sobre la muerte debería incluir, en mi caso, una crónica de la judería europea y de acontecimientos rusos y judíos: pogromos, huidas, asesinatos y la revolución que empujó a mi madre a venir aquí. (Una familia de rabinos como la mía, que puede rastrearse a lo largo de cuarenta siglos, es una red de cópulas que engloba a la mitad del mundo y sus huellas genéticas, de modo que, si yo echo a vagar por los relatos de mí mismo, me encuentro con sombras de Nuremberg, Hamburgo o San Petersburgo.) Asimismo debería escribir una invocación a Norteamérica, a Illinois, a ciertos rincones del mundo, y a la inmigración, al nomadismo, al orgullo de las mujeres, a lascivias y, en algunos casos, a prudencias. Debería hacer una frase musical que se fuera repitiendo sobre la cuestión de la clase social tal como se combina con la creencia apasionada y la autodefinición, un ritmo sobre los que insisten en que ellos mismos y no la sociedad, no las nociones prefijadas, definen quiénes son. En esa gente se basa mi vida, mi obra y mis sentimientos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2001, en traducción de Marcelo Cohen. ISBN: 84-339-6931-5.]
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