«Caminamos toda la mañana sin detenernos. El recuerdo de los relatos de la noche anterior nos servía de alimento y mantenía alejados el cansancio y el hambre.
La noche nos sorprendió a unas cuantas leguas de Smara. La ciudad era conocida por el rigor de sus costumbres y la sólida fe de sus habitantes, de quienes se decía que pertenecían a un linaje noble. Sabía, por mi padre, que la gente viajaba hasta allí para implorar el perdón de Dios y limpiar sus pecados mediante plegarias y monedas de plata que distribuían a los pobres. También acudían a ver a los mil y un morabitos que poblaban sus campos. Los habitantes de Smara se obstinaban en hablar el dialecto de sus antepasados y habían conservado la costumbre de pasearse con la espada enfundada a la cintura. De nada servía que el valí utilizara todo tipo de argumentos para prohibir el porte de armas blancas. En varias ocasiones, el gobierno central había enviado un emisario: "Ya no estamos en período de guerra -les repetía insistentemente-. Y si el enemigo os ataca, el Estado se encargará de defenderos". "¿El Estado? ¿Quién es el Estado?", interrogaban las tribus, escandalizadas, al oír hablar de ese tal Estado, al que Dios (al menos, que ellos supieran) nunca le había encomendado sus asuntos. Así que habían defendido con uñas y dientes su espada, símbolo de su honor, atributo de su virilidad y, para quien quisiera escucharlos, añadieron: "¡Lo que nos faltaba, que ese Estado impío nos deje en pelotas y muestre nuestro trasero al resto del mundo!"
Con razón llamaban a los hombres de Smara los "vergas-espadas". También se decía que nunca dejaban que sus mujeres salieran a la calle. Su lema era: "Del vientre de la madre, al vientre de la tierra". Enclaustraban a sus medias naranjas en sus casas ricas y enrejadas, dentro de vestíbulos o de pasillos subterráneos en los que un cortejo de eunucos se dejaba la piel sirviéndoles.
Sin embargo, era de dominio público que los varones de Smara rezaban durante el día pero por la noche se dedicaban a beber. Asimismo, aunque la ley prohibía jugar con dinero, ellos hacían grandes apuestas. Tenían una preferencia particular por el alcohol de palma, que bebían como si fuera agua, y sentían predilección por una planta que dejaban macerar en su boca durante horas y que hacía que se les hincharan tanto las mejillas que parecía que estuvieran tocando la gaita. Pero la estética de los habitantes de Smara se adaptaba tanto a las deformaciones y a los delirios como los alientos fétidos que provocaban el alcohol y los narcóticos. El día les permitía construirse una reputación sin tacha, y sus vicios no alteraban en nada su convicción de que irían derechos al paraíso.
También se decía de ellos que eran muy aficionados a los viajes porque, al igual que ocurre con las aves migratorias, durante la estaciones calurosas partían a los países de los infieles. Allí se entretenían consumiendo públicamente el brebaje que nuestra religión prohibía y persiguiendo a mujeres blancas, a las que montaban sin el menor sentimiento de culpa, ya que, como todo el mundo sabía, las mujeres de Jesús y Moisés no son mujeres y Dios tan sólo cuenta los pecados que se cometen con los verdaderos creyentes, que son exclusivamente los que pertenecen a nuestra comunidad. Alá no tiene tiempo para los infieles. Se dice que irán al infierno, eso es todo, ¡menos trabajo para los que tienen que seleccionar las almas allá arriba!
Por último, se decía que antes de regresar con sus mujeres, cargados de regalos destinados a hacerse perdonar por todos sus despropósitos, hacían escala en los países de Alá de costumbres más permisivas, los llamados "países tolerantes", en los que se los alentaba para que disfrutaran de los bienes de este mundo. Así no tenían más que achacar su mal comportamiento a sus anfitriones, que responderían ante las autoridades divinas de su comportamiento. Y los habitantes de Smara no dudaban en promulgar nuevas fetuas, que afirmaban, por ejemplo, que todo pecado cometido fuera de su tierra no era un pecado. O que era un pecado a medias. O un simulacro de pecado. Porque ellos tenían que pecar un poco, de lo contrario habrían muerto ahogados en su dichosa aldea, que el resto del país tenía por territorio de la virtud.
En los "países tolerantes", los varones de Smara sentían predilección por las vírgenes y hacían que se las sirvieran una tras otra, como si fueran platos que degustar. Las candidatas acudían atraídas por el tintineo de las monedas de oro ante los ojos cómplices de las autoridades locales. Aquellas doncellas eran cuidadosamente seleccionadas: tenían entre quince y dieciocho años (según ellos, pasada esa edad las mujeres se arrugaban como un trapo viejo). "¡Lo que pasa es que sus gusanitos necesitan un verdadero estimulante!", se burlaban las futuras rameras mientras esperaban en los pasillos de palacios comprados especialmente para la ocasión. Decían eso porque habían aceptado ponerles un precio a sus coños para ganarse la vida. A partir de ese momento, perderían su virginidad pero, al menos, no tendrían problemas de dinero. ¡Alá es grande y las gentes de Smara también!»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2012, en traducción de Surama Salazar. ISBN: 978-84-672-5077-0.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: