lunes, 14 de octubre de 2019

La rubia de ojos negros.- Benjamin Black [o John Banville] (1945)

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19

«Canning devolvió la pitillera al bolsillo y reanudó su caminata.
 -No tengo mucho respeto por las razas latinas. Lo único que saben hacer es cantar, torear y pelearse por las mujeres. ¿No le parece?
 -Señor Canning -dije, desplazando el cigarrillo hacia un lado de la boca-. No me encuentro en la mejor situación para estar en desacuerdo con sus opiniones.
 Se rio con un sonido delgado y agudo.
 -Es cierto -y continuó hablando. Era como si tuviera que estar en continuo movimiento, igual que un tiburón. Me pregunté cómo habría hecho su fortuna. Petróleo, quizá. O tal vez agua, un bien casi tan precioso en esta árida quebrada donde los primeros angelinos decidieron construir la ciudad-. En mi opinión, sólo hay dos razas admirables. De hecho, no son razas, más bien especímenes. ¿Sabe a quiénes me refiero? -sacudí la cabeza y fue tal el dolor que me arrepentí de inmediato. Una lluvia de cenizas cayó silenciosamente por delante de mi camisa y aterrizó en mi regazo-. El indio americano y el caballero inglés. Una extraña pareja, pensará usted -me miró con ojos risueños.
 -No crea. Puedo ver rasgos en común.
 -¿Cómo cuáles? -Canning se detuvo y me miró de frente, arqueando una de sus espesas cejas negras.
 -¿Amor a la tierra? ¿Fidelidad a la tradición? ¿Entusiasmo por la caza?...
 -Es cierto. ¡Cierto!
 -Además de la inclinación a asesinar a quienes se interponen en su camino.
 Sacudió la cabeza, mientras me señalaba con el índice y lo movía con reprobación.
 -Ahí ha estado impertinente, señor Marlowe. Y las impertinencias me gustan tan poco como la curiosidad.
 Reanudó su marcha de un lado a otro. Yo no separaba los ojos de su bastón de mando. La marca que dejaría en mi rostro si me golpeaba no sería fácil de olvidar.
 -Matar es necesario en algunas ocasiones. O llamémoslo más bien eliminar -su rostro se ensombreció-. Algunas personas no merecen vivir. Es un hecho -se aproximó a mí y se puso en cuclillas a un lado de la silla a la que yo estaba atado. Tuve la desagradable sensación de que iba a hacerme una confidencia-. Usted conocía a Lynn Peterson, ¿verdad?
 -No la conocía, no. La vi...
 Se limitó a asentir.
 -Usted fue la última persona que la vio con vida. En esa cuenta no entran esas dos piltrafas -señaló con la cabeza hacia la puerta.
 -Sí, eso parece. Ella me cayó bien, aunque fue poco el tiempo que pude tratarla, claro.
 Contempló mi rostro desde el lateral donde permanecía acuclillado.
 -¿De verdad? -un músculo se contraía espasmódicamente en su sien izquierda.
 -Sí, me pareció una buena persona.
 Asintió con expresión ausente. Una extraña tensión había aparecido en su mirada.
 -Era mi hija -dijo.
 Tardé en asimilar lo que acababa de oír. No se me ocurrió nada que decir, así que no dije nada. Canning seguía observándome. Una lejana y honda tristeza apareció y desapareció de su rostro en cuestión de segundos. Se levantó, caminó hasta el extremo de la piscina y permaneció allí en silencio, de espaldas a mí y con la mirada perdida en el agua. Luego se volvió.
 -No finja no estar sorprendido, señor Marlowe.
 -No estoy fingiendo nada. Estoy sorprendido. Sólo que no sé qué decirle.
 Ya no quedaba nada de mi cigarrillo. Canning se acercó y, con expresión de asco, despegó la colilla de mis labios. Sujetándola entre el índice y el pulgar, lejos de él como si fuese el cadáver de una cucaracha, la llevó hasta la mesa que había en la esquina y la dejó caer en un cenicero. Luego se acercó de nuevo a mí.
 -¿Cómo es que su hija se apellidaba Peterson? -le pregunté.
 -Se puso el apellido de su madre, quién sabe por qué. Mi esposa no era una mujer muy recomendable, señor Marlowe. Era en parte mexicana, así que yo hubiera debido sospecharlo. Se casó conmigo por el dinero y cuando se gastó una buena parte (o, debería decir, cuando yo puse freno a sus gastos), se marchó con un tipo que resultó ser un estafador. No es una historia muy agradable, lo sé. No puedo decir que esté orgulloso de esa etapa de mi vida. Lo único que puedo alegar en mi defensa es que era joven y estaba, supongo, ciego de amor -sonrió de oreja a oreja mostrando los dientes-. ¿No es eso lo que dicen todos los cornudos?
 -No lo sé.
 -Es usted un hombre con suerte.
 -Hay suertes y suertes, señor Canning -lancé una ojeada a las sogas-. La mía no parece muy activa últimamente.
 Otra vez se me nubló la mente, supongo que debido a la presión de las cuerdas, que me cortaban la circulación. Pero sentía que estaba recuperando las fuerzas, a no ser que fuese un mero efecto de la nicotina. Me pregunté cuánto tiempo se alargaría la situación. Me pregunté también cómo acabaría. Recordé el ojo colgante de López y la sangre en la pechera de su camisa. Aunque Wilber Canning estaba interpretando el papel de viejo amable, yo sabía que no había nada amable en él. Excepto, quizá, en lo que concernía a su hija muerta.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones Generales, 2014, en traducción de Nuria Barrios. ISBN: 978-84-204-1692-2.]

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