domingo, 6 de octubre de 2019

La balada del café triste.- Carson McCullers (1917-1967)

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 «Pero creemos que el comportamiento de miss Amelia requiere una explicación; ha llegado el momento de hablar de amor. Porque miss Amelia estaba enamorada del primo Lymon. Esto lo podía ver cualquiera. Vivían en la misma casa y nunca se les veía separados. Por lo tanto, según la señora MacPhail, mujer chata y atareada que se pasa la vida cambiando de sitio los muebles de su sala, según ella y sus amigas, aquellos dos vivían en pecado. Si de verdad eran parientes, sólo lo eran en segundo o tercer grado y ni siquiera eso se podía probar. Claro que miss Amelia era una mujerona inmensa, de más de seis pies de altura, y el primo Lymon un enanillo que no le llegaba a la cintura. Pero eso era una razón de más para la señora MacPhail y sus comadres, que eran de esa clase de personas que se regodean hablando de uniones monstruosas y otras aberraciones. Dejémoslas hablar. Las buenas almas del pueblo pensaban que, si aquellos dos habían encontrado alguna satisfacción de la carne, era un asunto que sólo les importaba a ellos y a Dios. Pero todas las personas sensatas estaban de acuerdo en negar aquellas relaciones. ¿Qué clase de amor era pues, aquél?
 En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente. Permítasenos añadir que este amante no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra.
 Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que es ya abuelo que chochea, pero sigue enamorado de una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor.
 Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor.
 Ya dijimos antes que miss Amelia había estado casada. Ahora podemos traer a colación aquel curioso episodio. Recordad que todo ocurrió  hace mucho tiempo, y que fue el único contacto personal que había tenido miss Amelia, antes de la llegada del jorobado, con este fenómeno, el amor.
 El pueblo era entonces el mismo de ahora: la única diferencia es que había dos tiendas en lugar de tres y que los melocotoneros que bordeaban la calle eran entonces más torcidos y más pequeños. Miss Amelia tenía diecinueve años y su padre había muerto meses atrás. En aquel tiempo vivía en el pueblo un mecánico reparador de telares que se llamaba Marvin Macy. Era el hermano de Henry Macy, pero no se parecían en absoluto; ya que Marvin Macy era el hombre más guapo de la región; muy alto, fuerte, con unos ojos grises de mirar lento, y el pelo rizado. Se desenvolvía muy bien, ganaba buenos jornales y tenía un reloj de oro que se abría por detrás y se veía un cromo con unas cataratas. Desde un punto de vista externo y social, Marvin Macy pasaba por ser un sujeto afortunado: no estaba a las órdenes de nadie y conseguía todo cuanto se le antojaba. Pero desde un punto de vista más serio y profundo, Marvin Macy no era un hombre envidiable porque tenía un carácter endiablado. Su fama era tan mala como la del muchacho más perverso de la comarca, o aún peor. Cuando era todavía un niño, llevaba siempre en el bolsillo la oreja seca y en salazón de un hombre al que había matado con una navaja de afeitar en una pelea. Les cortaba las colas a las ardillas del pinar sólo por divertirse y llevaba en el bolsillo izquierdo del pantalón matas de marihuana  (prohibida) para tentar a los que andaban deprimidos y propensos al suicidio. Pero, a pesar de su fama, era el ídolo de numerosas chicas de la región, entre las cuales había siempre varias muchachitas de pelo limpio y dulces ojos, de tiernas formas y modales encantadores. Marvin Macy echaba a perder a aquellas dulces muchachitas. Por fin, a los veintidós años, Marvin Macy escogió a mis Amelia. Aquélla era la mujer que deseaba, aquella joven solitaria, desgarbada, de extraño mirar. Y no la quería por su dinero; se había enamorado de ella.
 El amor cambió a Marvin Macy. Antes de enamorarse de miss Amelia, todos dudaban que aquel bruto pudiera tener alma y corazón. Pero había una explicación para su maldad; Marvin Macy había tenido una infancia muy dura. Había sido uno de los siete hijos de una pareja de desalmados. Sus progenitores, indignos del nombre de padres, eran unos jóvenes montaraces que se pasaban la vida pescando y remando en el pantano. Cada hijo que les nacía (y tenían uno todos los años) era un estorbo para ellos. Por las noches, cuando volvían a casa, se quedaban mirando a los niños  como preguntándose de dónde habían podido salir. Si los niños lloraban, les pegaban, y lo primero que aprendieron aquellas criaturas en este mundo fue a buscar el rincón más oscuro de la casa para esconderse bien. Estaban tan delgados que parecían duendecillos blancos, y no hablaban nunca, ni siquiera entre ellos. Los padres acabaron por abandonarlos definitivamente, dejándolos a merced de los vecinos.»

 [El texto pertenece a la edición en español de RBA, 1984, en traducción de María Campuzano. ISBN: 84-322-2240-2.]

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