VI.-La posición del trabajador norteamericano en el Estado
«Todo lo que he
dicho hasta el momento acerca de la posición particular del trabajador
norteamericano frente a la política y dentro de la política explica —espero—
por qué el proletariado de los Estados Unidos no ha formado hasta hoy un
partido propio; explica, se podría decir, la falta de representación oficial de
las ideologías socialistas. Sin embargo, no explica del todo su débil desarrollo
en Norteamérica ni tampoco por qué la aceptación del orden social y del Estado
es tan dominante en grandes sectores de los trabajadores norteamericanos. No
queremos ensalzar ni despreciar esa aceptación considerándola sólo la expresión
de un alegre optimismo asociado a las expectativas de poder obtener un cargo
público. Hay que profundizar aún más para hallar las razones de la manifiesta
antipatía del trabajador norteamericano hacia las tendencias socialistas (en el
sentido europeo). En buena parte las encontraremos en la particularidad de su
situación política. Su amor hacia el Estado se explica también por su posición
política dentro del Estado.
Es una
particularidad del ciudadano norteamericano, observada ya por muchos, el ver en
la Constitución de su país una especie de revelación divina y adorarla, por lo
tanto, con fervor religioso. Siente por la Constitution algo sagrado y
ajeno a la crítica de los mortales. Con toda la razón se ha hablado a propósito
de esto de un constitutional fetishworship.
El trabajador
norteamericano es educado en esta creencia desde su tierna infancia en la
escuela o en la vida pública. Cuando ya puede valerse y pensar por sí solo no
tiene ninguna razón para cambiar la opinión que se le inculcó de todas las
maneras posibles. Realmente en la Constitución están garantizados todos sus
derechos y los de los representantes del “pueblo”, que es todo lo que podría
exigir razonablemente.
Ya hemos visto con
cierto detenimiento el carácter radical-democrático de la Constitución cuando
intentamos hacernos una composición de lugar sobre el alcance del derecho al
voto. Más allá de todos estos derechos individuales, la Constitución prevé la
posibilidad de ser modificada por el pueblo, y sólo por el pueblo, en todo
momento mediante elecciones directas. Con ello, la Constitución entera está
cimentada en la soberanía del pueblo —algo que sólo existe en forma parecida en
Suiza—. El pueblo soberano decide por sí solo lo que es objeto de derecho en el
ámbito de la Unión. Esta situación jurídica conlleva una serie de consecuencias
de gran alcance para la creación del espíritu que reina en la vida pública. En
primer lugar ha producido lo que se puede llamar discurso democrático,
llevándolo a un desarrollo enorme.
La frecuente participación del ciudadano en
consultas electorales ha favorecido este desarrollo.
Una y otra vez se
apela a los “sagrados derechos del pueblo”, el ciudadano sencillo siempre puede
sentirse rodeado del aura sublime de “soberano”. “Nosotros, el pueblo libre de
Norteamérica...”, “We, the people of the State of..., grateful to Almighty God
for our freedom...”, esto le suena al norteamericano desde su infancia en el
oído. El último y el más pobre de los proletarios forma parte de la sagrada
soberanía, él es el pueblo y el pueblo es el Estado (¡formalmente!).
Así nace en cada
individuo un sentimiento de poder ilimitado; por muy imaginario que sea, en su
conciencia es una realidad indudable. “El ciudadano cree que sigue siendo el
rey en el Estado y que puede arreglar las cosas, si se lo propone.” Las
palabras del orador van dirigidas directamente al pueblo. “Cuando el pueblo
norteamericano se levanta sobre su poder y su majestad”: estas palabras no son
mera charlatanería para sus oyentes. Cada uno de ellos cree en ese poder
misterioso que se llama “el pueblo norteamericano”, al que nada se le resiste;
posee una confianza mística en la eficacia de la voluntad popular, habla de él
con una especie de éxtasis religioso. Esta confianza a menudo contrasta
llamativamente con lo que se logra o se desea realmente. La mayor parte de las
veces, el ciudadano no mueve ni un dedo para eliminar las situaciones de
dominio en la vida pública, pero, a pesar de esto, vive en la firme convicción de
que con sólo desearlo puede ponerle fin. Y esta convicción mantiene vivo en su
interior el amor hacia la justicia y el odio hacia la injusticia, como un fuego
que raras veces produce chispas pero que nunca se apaga y en todo momento puede
avivarse en una llama de entusiasmo que dará luz y calor.
Hay, finalmente,
una última peculiaridad de la vida pública en los Estados Unidos que está
estrechamente relacionada con lo anterior: es la importancia fundamental que
posee la opinión pública, la public opinion, en absolutamente todos los
acontecimientos. En el fondo, ella es el poder que gobierna realmente, el poder
que deben acatar tanto las instancias judiciales como el poder ejecutivo y las
Cámaras legislativas. Hemos visto que en los Estados Unidos no existe un
régimen de partidos del tipo de Inglaterra, Francia o Italia. Por un lado, esto
tiene que ver con la particularidad de la situación de los partidos, pero, por
otro lado, también con el hecho que destaco ahora de que, según la Constitución,
el pueblo soberano está por encima de todos los poderes públicos, de forma que
puede en todo momento despedirlos y mandarlos a casa. Por lo tanto, los
representantes elegidos por el pueblo —tanto si pertenecen a la categoría de
los funcionarios judiciales o de la administración como si son miembros del
parlamento— están sometidos al control permanente de las masas, cuya voluntad
(mientras no se ha expresado todavía en las elecciones) se expresa justamente
en la misteriosa “opinión pública”.
El presidente y el gobernador (normalmente) tienen el derecho de veto sobre
las decisiones del Congreso y de los parlamentos federales. Sólo lo ejercerán si
saben a ciencia cierta que cuentan con el apoyo de la “opinión pública”. Los
parlamentos también renunciarán a imponer propuestas que pueden llevar adelante
con la mayoría de dos terceras partes si son rechazadas por la misma opinión
pública. Naturalmente, los cortos períodos de elección aumentan la eficacia de
la “opinión pública”. Este poder de la “opinión pública”, a su vez, contribuye
a que aumente de forma ilimitada la conciencia de su poder que tiene el
ciudadano normal. Si realmente el “clima de la opinión pública” general decide
sobre la marcha de la política, esto necesariamente debe provocar en cada
ciudadano un sentimiento intenso de participación en el mecanismo de la vida
política, incluso mayor que el que le proporciona la eficacia del
reconocimiento de sus derechos individuales en la Constitución. Esto también es
extensivo, naturalmente, al “trabajador”, que en todos los sentidos posee
formalmente los mismos derechos que el rico magnate del trust, y que
además se sabe respaldado por la masa de sus camaradas, que es un factor
decisivo en las elecciones. En la “opinión pública” la relación de fuerzas de
los diferentes grupos sociales desaparece por completo, mientras que se muestra
claramente, por ejemplo, en el parlamento o en la filiación de clase de los
diferentes funcionarios. El ciudadano más humilde, por participar en la “opinión
pública”, puede imaginarse que, a pesar de todas la apariencias
contradictorias, es él quien, al fin y al cabo, decide sobre la historia del
Estado.
A esto se añade
que la “opinión pública” en Norteamérica, por lo menos hasta hace poco, ha
demostrado siempre su simpatía con los intereses específicos de los
trabajadores. Por lo tanto, el trabajador ve reforzada de dos maneras la
conciencia de su importancia en el Estado. ¿No habrá de confiar por ello en un
Estado que no sólo le garantiza la plena participación en la vida pública, sino
que también le considera un ciudadano completo en todos los ámbitos de la
política y de la sociedad? ¿A él, cuyo favor solicitan todas las instancias? En
los Estados Unidos el trabajador tiene subjetivamente el pleno derecho a
ufanarse y decir con la cabeza bien alta: civis americanus sum.
No obstante, tener
los mismos derechos formales en el Estado no lo es todo. Como podemos leer en
los Doléances durante la Revolución Francesa: “La voz de la libertad no
dice nada al corazón del pobre que se muere de hambre.” Una constitución
radical-democrática sí puede hacer que la masa se adhiera a las formas del
Estado, pero no puede impedir las críticas de la sociedad dominante,
especialmente las vertidas contra el régimen económico actual, si éste no
garantiza al pueblo una existencia material digna. Por lo tanto, las razones de
la falta de un movimiento popular en contra del Estado y de la sociedad nunca
se deben buscar exclusivamente en la particularidad de la situación política de
las masas. Antes bien, debe hacerse en lo que se puede llamar brevemente la
situación económica. El cometido del siguiente apartado será el de aportar las
pruebas de que también la situación económica del proletariado norteamericano
es —o al menos era— la idónea para preservarle de la entrega al socialismo.»
[El texto pertenece a la edición en español de la Revista Española de Investigaciones Sociológicas (REIS) núm. 71-72, Julio-Diciembre 1995, en traducción de Christine Löffler y Javier Noya Miranda. ISSN: 0210-5233.]
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