jueves, 10 de octubre de 2019

¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos?.- Werner Sombart (1863-1941)

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VI.-La posición del trabajador norteamericano en el Estado

«Todo lo que he dicho hasta el momento acerca de la posición particular del trabajador norteamericano frente a la política y dentro de la política explica —espero— por qué el proletariado de los Estados Unidos no ha formado hasta hoy un partido propio; explica, se podría decir, la falta de representación oficial de las ideologías socialistas. Sin embargo, no explica del todo su débil desarrollo en Norteamérica ni tampoco por qué la aceptación del orden social y del Estado es tan dominante en grandes sectores de los trabajadores norteamericanos. No queremos ensalzar ni despreciar esa aceptación considerándola sólo la expresión de un alegre optimismo asociado a las expectativas de poder obtener un cargo público. Hay que profundizar aún más para hallar las razones de la manifiesta antipatía del trabajador norteamericano hacia las tendencias socialistas (en el sentido europeo). En buena parte las encontraremos en la particularidad de su situación política. Su amor hacia el Estado se explica también por su posición política dentro del Estado.
  Es una particularidad del ciudadano norteamericano, observada ya por muchos, el ver en la Constitución de su país una especie de revelación divina y adorarla, por lo tanto, con fervor religioso. Siente por la Constitution algo sagrado y ajeno a la crítica de los mortales. Con toda la razón se ha hablado a propósito de esto de un constitutional fetishworship.
  El trabajador norteamericano es educado en esta creencia desde su tierna infancia en la escuela o en la vida pública. Cuando ya puede valerse y pensar por sí solo no tiene ninguna razón para cambiar la opinión que se le inculcó de todas las maneras posibles. Realmente en la Constitución están garantizados todos sus derechos y los de los representantes del “pueblo”, que es todo lo que podría exigir razonablemente.
  Ya hemos visto con cierto detenimiento el carácter radical-democrático de la Constitución cuando intentamos hacernos una composición de lugar sobre el alcance del derecho al voto. Más allá de todos estos derechos individuales, la Constitución prevé la posibilidad de ser modificada por el pueblo, y sólo por el pueblo, en todo momento mediante elecciones directas. Con ello, la Constitución entera está cimentada en la soberanía del pueblo —algo que sólo existe en forma parecida en Suiza—. El pueblo soberano decide por sí solo lo que es objeto de derecho en el ámbito de la Unión. Esta situación jurídica conlleva una serie de consecuencias de gran alcance para la creación del espíritu que reina en la vida pública. En primer lugar ha producido lo que se puede llamar discurso democrático, llevándolo a un desarrollo enorme.
  La frecuente participación del ciudadano en consultas electorales ha favorecido este desarrollo.
  Una y otra vez se apela a los “sagrados derechos del pueblo”, el ciudadano sencillo siempre puede sentirse rodeado del aura sublime de “soberano”. “Nosotros, el pueblo libre de Norteamérica...”, “We, the people of the State of..., grateful to Almighty God for our freedom...”, esto le suena al norteamericano desde su infancia en el oído. El último y el más pobre de los proletarios forma parte de la sagrada soberanía, él es el pueblo y el pueblo es el Estado (¡formalmente!).
  Así nace en cada individuo un sentimiento de poder ilimitado; por muy imaginario que sea, en su conciencia es una realidad indudable. “El ciudadano cree que sigue siendo el rey en el Estado y que puede arreglar las cosas, si se lo propone.” Las palabras del orador van dirigidas directamente al pueblo. “Cuando el pueblo norteamericano se levanta sobre su poder y su majestad”: estas palabras no son mera charlatanería para sus oyentes. Cada uno de ellos cree en ese poder misterioso que se llama “el pueblo norteamericano”, al que nada se le resiste; posee una confianza mística en la eficacia de la voluntad popular, habla de él con una especie de éxtasis religioso. Esta confianza a menudo contrasta llamativamente con lo que se logra o se desea realmente. La mayor parte de las veces, el ciudadano no mueve ni un dedo para eliminar las situaciones de dominio en la vida pública, pero, a pesar de esto, vive en la firme convicción de que con sólo desearlo puede ponerle fin. Y esta convicción mantiene vivo en su interior el amor hacia la justicia y el odio hacia la injusticia, como un fuego que raras veces produce chispas pero que nunca se apaga y en todo momento puede avivarse en una llama de entusiasmo que dará luz y calor.
  Hay, finalmente, una última peculiaridad de la vida pública en los Estados Unidos que está estrechamente relacionada con lo anterior: es la importancia fundamental que posee la opinión pública, la public opinion, en absolutamente todos los acontecimientos. En el fondo, ella es el poder que gobierna realmente, el poder que deben acatar tanto las instancias judiciales como el poder ejecutivo y las Cámaras legislativas. Hemos visto que en los Estados Unidos no existe un régimen de partidos del tipo de Inglaterra, Francia o Italia. Por un lado, esto tiene que ver con la particularidad de la situación de los partidos, pero, por otro lado, también con el hecho que destaco ahora de que, según la Constitución, el pueblo soberano está por encima de todos los poderes públicos, de forma que puede en todo momento despedirlos y mandarlos a casa. Por lo tanto, los representantes elegidos por el pueblo —tanto si pertenecen a la categoría de los funcionarios judiciales o de la administración como si son miembros del parlamento— están sometidos al control permanente de las masas, cuya voluntad (mientras no se ha expresado todavía en las elecciones) se expresa justamente en la misteriosa “opinión pública”.
  El presidente y el gobernador (normalmente) tienen el derecho de veto sobre las decisiones del Congreso y de los parlamentos federales. Sólo lo ejercerán si saben a ciencia cierta que cuentan con el apoyo de la “opinión pública”. Los parlamentos también renunciarán a imponer propuestas que pueden llevar adelante con la mayoría de dos terceras partes si son rechazadas por la misma opinión pública. Naturalmente, los cortos períodos de elección aumentan la eficacia de la “opinión pública”. Este poder de la “opinión pública”, a su vez, contribuye a que aumente de forma ilimitada la conciencia de su poder que tiene el ciudadano normal. Si realmente el “clima de la opinión pública” general decide sobre la marcha de la política, esto necesariamente debe provocar en cada ciudadano un sentimiento intenso de participación en el mecanismo de la vida política, incluso mayor que el que le proporciona la eficacia del reconocimiento de sus derechos individuales en la Constitución. Esto también es extensivo, naturalmente, al “trabajador”, que en todos los sentidos posee formalmente los mismos derechos que el rico magnate del trust, y que además se sabe respaldado por la masa de sus camaradas, que es un factor decisivo en las elecciones. En la “opinión pública” la relación de fuerzas de los diferentes grupos sociales desaparece por completo, mientras que se muestra claramente, por ejemplo, en el parlamento o en la filiación de clase de los diferentes funcionarios. El ciudadano más humilde, por participar en la “opinión pública”, puede imaginarse que, a pesar de todas la apariencias contradictorias, es él quien, al fin y al cabo, decide sobre la historia del Estado.
  A esto se añade que la “opinión pública” en Norteamérica, por lo menos hasta hace poco, ha demostrado siempre su simpatía con los intereses específicos de los trabajadores. Por lo tanto, el trabajador ve reforzada de dos maneras la conciencia de su importancia en el Estado. ¿No habrá de confiar por ello en un Estado que no sólo le garantiza la plena participación en la vida pública, sino que también le considera un ciudadano completo en todos los ámbitos de la política y de la sociedad? ¿A él, cuyo favor solicitan todas las instancias? En los Estados Unidos el trabajador tiene subjetivamente el pleno derecho a ufanarse y decir con la cabeza bien alta: civis americanus sum.
  No obstante, tener los mismos derechos formales en el Estado no lo es todo. Como podemos leer en los Doléances durante la Revolución Francesa: “La voz de la libertad no dice nada al corazón del pobre que se muere de hambre.” Una constitución radical-democrática sí puede hacer que la masa se adhiera a las formas del Estado, pero no puede impedir las críticas de la sociedad dominante, especialmente las vertidas contra el régimen económico actual, si éste no garantiza al pueblo una existencia material digna. Por lo tanto, las razones de la falta de un movimiento popular en contra del Estado y de la sociedad nunca se deben buscar exclusivamente en la particularidad de la situación política de las masas. Antes bien, debe hacerse en lo que se puede llamar brevemente la situación económica. El cometido del siguiente apartado será el de aportar las pruebas de que también la situación económica del proletariado norteamericano es —o al menos era— la idónea para preservarle de la entrega al socialismo.»

        [El texto pertenece a la edición en español de la Revista Española de Investigaciones Sociológicas (REIS) núm. 71-72, Julio-Diciembre 1995, en traducción de Christine Löffler y Javier Noya Miranda. ISSN: 0210-5233.]

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