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lunes, 22 de febrero de 2021

Ensayos éticos.- George Edward Moore (1873-1958)

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III.- Necesidad

 «Pero hay muchas dudas de que una verdad sea analítica. Parecería que cualquier proposición debe contener, por los menos, dos términos diferentes y su relación; y siendo esto así, la relación de los dos términos puede negarse siempre sin contradicción: la ley de contradicción excluye la posibilidad de que una misma proposición sea verdadera y falsa al mismo tiempo o que se contradiga a sí misma. Y así, la definición de una proposición analítica como una proposición cuya contradicción se contradice a sí misma, no puede aplicarse a nada. Si, por otra parte, tomamos la definición de que es una proposición cuyo predicado está contenido en el sujeto, entonces o su significado es que el predicado está unido de alguna manera con los otros predicados, que junto a él definen el sujeto, en cuyo caso la proposición analítica es tan sintética como usted desee, o bien el predicado es simplemente idéntico al sujeto. Pero en este último caso, en el que la pretendida proposición analítica podría expresarse en la forma “A es A”, no tenemos ciertamente dos términos diferentes ni, por tanto, proposición.
 Además, la ley de contradicción en sí misma, más que llanamente analítica, como se supone comúnmente, es ciertamente sintética. Suponga que alguien sostiene que no toda proposición es verdadera o falsa. No puede usted negar que ésta sea una proposición, a menos que esté dispuesto a aceptar que la ley que contradice no es una proposición; y así se puede mantener perfectamente que ésta es una de esas proposiciones verdaderas, la contradictoria de la cual, su ley, es falsa, aunque no sea éste el caso con todas las proposiciones. Sin embargo, si usted insta a que en la noción de proposición se incluya el que sea verdadera o falsa, su ley puede convertirse bien en una pura tautología y no en una proposición, o bien aparecer algo más en la noción de proposición, más allá de su propiedad de ser verdadera o falsa, y entonces usted  está afirmando una conexión sintética entre esta propiedad y las otras.
 [296] Podríamos, pues, asumir con certeza que no existe algo como una necesidad especial que pertenezca a las verdades analíticas, porque no hay verdades analíticas. Pero yo no quisiera negar que la ley de contradicción es necesaria; nada de lo que podamos pensar parece más necesario o cierto que esto. Y de ahí llegamos a un punto particularmente importante: examinar lo que significamos al llamar necesaria a una verdad sintética.
 ¿Cuál es entonces la necesidad inherente a la ley de contradicción?
 Existen bastantes predicados que han sido o son comúnmente asociados con necesidad, como si perteneciesen, por ejemplo, a verdades como eternidad, certeza absoluta y universalidad. Puede resultar entonces que necesidad sea idéntica a una de estas verdades o a la combinación de todas. Si, por otra parte, nos resulta imposible identificar la necesidad con ellas, quedará alguna probabilidad de que otra propiedad que pertenezca a las verdades en cuestión sea aquella que se signifique por su necesidad.
 Así pues, primero debemos ocuparnos de la eternidad. Si por ella entendemos que las verdades en cuestión son verdaderas en cada instante del tiempo, no puede haber ninguna característica que las distinga de cualquier otro tipo de verdades; puesto que, universalmente, lo que una vez es verdad, siempre lo es. Toda verdad es verdad en cada instante del tiempo; mientras que cuando hablamos de verdades necesarias por ello entendemos, ciertamente, que sólo algunas verdades son necesarias y otras no. Que toda verdad es verdad en cada instante del tiempo no es algo que se haya percibido universalmente; pero no hace falta una gran explicación para demostrar que esto es así. Las verdades que se han considerado como excepciones a ello son aquellas que afirman que tal cosa  y tal otra existen ahora, mientras que en el pasado no existieron o no existirán en el futuro; y, por supuesto, hay que admitir que las cosas existen ahora, y que nada ha existido siempre ni existirá por siempre.
 Pero la verdad no es la cosa: la verdad es que la cosa existió en un instante del tiempo que designamos, según corresponde, como presente, pasado o futuro, porque así señalamos su relación temporal con otra cosa existente; es decir, con nuestra percepción de la verdad. Que a César lo asesinasen en los idus de marzo, para seguir con el ejemplo de Hume, sólo con haber sido verdad una vez, fue, es y será siempre verdad: nadie podrá negar tal cosa. Y también es verdad que esa fecha en particular una vez fue el presente, y ahora ya no lo es; y estas proposiciones son, también, verdades eternas; puesto que por “ahora” sólo entendemos una fecha en concreto, que todos podemos distinguir de otras fechas, en series temporales objetivas, por el hecho de que las percepciones que suceden [297] en esa fecha tienen, cuando suceden, una cualidad peculiar: la sensación de presencia.
 Pero si, por otra parte, por verdades “eternas” entendemos verdades que son verdad en ningún instante del tiempo, entonces parecería que, en el mismo sentido, todas las verdades son verdad en ningún instante del tiempo. Ésta es, de hecho, solamente una forma más precisa de expresar aquella misma propiedad de las verdades que se expresa popularmente diciendo que las verdades son siempre verdad. Porque una verdad no debe considerarse de la misma manera que una configuración particular de las cosas que existen en un instante y dejan de existir en el instante siguiente, o como la materia misma, cuando ésta se concibe como algo existente en cada instante. La verdad de que algo existe, parecería entonces que nunca existe en sí misma y, por ello, no podemos decir, con propiedad, que ocupe un instante en el tiempo. Deberíamos expresar con precisión esa eternidad, que es propiedad de todas las verdades, mediante el enunciado negativo de que no pueden cambiar, sin que ello implique que son susceptibles de duración.
 Así pues la eternidad no distinguirá la ley de contradicción de cualquier otra verdad; y sin embargo no deberíamos decir que no era necesaria en un sentido en que algunas otras verdades puedan distinguirse de ella. Quizá la certeza absoluta proporcione esta característica distintiva.
 Ahora bien, si entendemos la certeza absoluta en un sentido psicológico, ésta no nos proporcionará una característica distintiva universal. Admito que tenemos más certidumbre sobre la ley de contradicción que sobre cualquier otra verdad, aunque esto sea difícil de demostrar; pero cabrá admitir, por otro lado, que hubo un momento en la historia de la humanidad en que los hombres estaban muy seguros de muchas verdades, especialmente de las verdades más contingentes, antes de que hubiesen siquiera pensado en la ley de contradicción; cuando, por tanto, no podían estar seguros de ella. Es en verdad notable que todas las verdades, que ahora consideramos particularmente necesarias, sean tan abstractas que no podemos suponer que hayan sido pensadas o creídas hasta mucho después de que otras muchas verdades disfrutaran de un largo período de certeza. Por tanto, no puede mantenerse que las verdades necesarias sean universalmente más ciertas que otras, y en caso de que se afirmase tal cosa, tan pronto como se pensasen ambas, las verdades necesarias serían, inmediatamente, más ciertas; justo es suponer que esto se dice a partir de la asunción a priori que, puesto que estas verdades son más necesarias, deben ser más ciertas. No es previsible que nos encontremos ante una evidencia empírica de ello y, sin embargo, aun sin tener tal evidencia, nadie dudaría en decir que las verdades necesarias son distintas de las demás. Parecería, pues, que la certeza, en un sentido psicológico, [298] no puede ser aquello que hace a una verdad necesaria ser tal. Si se emplea la certeza en algún otro sentido, deberá discutirse, con más propiedad, una vez hayamos considerado la universalidad.
Resultado de imagen de ensayos eticos g e moore Ciertamente el universal parecería un candidato más digno –en comparación con los otros- del honor de identificarse con lo necesario. Para Kant universal y necesario son criterios inseparables del a priori; pero, una vez más, es necesario realizar aquí una distinción de significado, puesto que, en primer lugar, puede decirse que una verdad es universal en el sentido que antes entendíamos por eterno; es decir, en el sentido de que siempre es verdad. Así pues, esto no permite distinguir una verdad de otra, y por tanto debemos encontrar otro significado de universalidad para poder identificarla con necesidad.
 Obviamente ya tenemos una universalidad de un tipo distinto a éste en la ley de contradicción, ya que afirma que toda proposición es verdadera o falsa; y en tanto en cuanto esto se aplique a cada ejemplo de la clase “proposición”, puede decirse que es universal. Pero esto indica una distinción que no carece de importancia, puesto que lo que es cierto de toda proposición es que ésta es verdadera o falsa; no es cierto de toda proposición que cada proposición sea verdadera o falsa; pero a esto último es a lo que llamamos necesario.
 Lo necesario, por tanto, no es universal en el sentido de ser una propiedad común a todos los casos de un tipo determinado. Si entonces decimos que la necesidad está relacionada con la universalidad, deberemos decirlo en el sentido de que cada proposición necesaria es tal que afirma que se encontrará alguna propiedad en cada caso en que se encuentre alguna otra propiedad. Pero ¿es esto cierto de todas las proposiciones necesarias? No parece que sea éste el caso en las proposiciones aritméticas; por ejemplo, de la proposición 5+7=12; puesto que aquí no afirmamos nada sobre un número de casos. No hay varios casos de 5 ni varios casos de 7; solamente hay un 5, un 7 y un 12. Y, sin embargo, afirmamos una conexión entre ellos que, comúnmente, consideramos necesaria. De hecho, es verdad que a todo grupo de objetos que sumen cinco, si se le añade otro grupo que sume siete, el número total de objetos será doce. Pero grupos diferentes de cinco cosas no son cincos diferentes; y aunque una proposición sobre grupos de cinco cosas pueda ser universal en el sentido en que la ley de contradicción es universal, no demuestra que una proposición sobre el mismo cinco sea también universal. Así pues, no es cierto que cada proposición sobre un universal sea a su vez un universal; ya que cada número es un universal en el sentido en que es una propiedad de muchos grupos distintos; y, sin embargo, una proposición que afirme las conexiones entre [299] números no hace afirmación alguna sobre varios casos.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta-De Agostini, 1994, en traducción de Carmen Castells Auleda, pp. 83-87. ISBN: 84-395-2258-4.]

jueves, 4 de febrero de 2021

Las consecuencias perversas de la modernidad.- Ulrich Beck (1944-2015) y otros

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III.-La modernidad “reflexiva”
Capítulo 6: Teoría de la sociedad del riesgo
Más allá de la seguridad: diferencia de época. Entre la sociedad industrial y la sociedad del riesgo

  «En esta sección se mantiene que la sociedad del riesgo se origina allí donde los sistemas de normas sociales fracasan en relación a la seguridad prometida ante los peligros desatados por la toma de decisiones.
 De esta forma se dice indirectamente que las inseguridades y amenazas (hasta las catástrofes que incluyen las visiones sobre el ocaso del mundo) no son un problema específicamente moderno, sino constatable en todas las culturas y épocas. La “modernidad” posee diferentes rasgos específicos: por un lado, por ejemplo, los peligros ecológicos, químicos o genéticos son producidos por decisiones. Dicho de otro modo, no pueden ser atribuidos a incontrolables fuerzas naturales, dioses o demonios. El terremoto de Lisboa en el año 1755 estremeció al mundo. En este caso, ante el tribunal de la humanidad no se convocó a los racionalistas, industriales, ingenieros o políticos como tras la catástrofe del reactor atómico de Chernobil, sino a Dios (en la modernidad del riesgo a los hombres no se les concede la gracia divina). Por lo mismo, el hecho de que las decisiones –precisamente decisiones que generan ante los ojos beneficios técnicos y económicos y no, por ejemplo, guerras y conflagraciones- desencadenen peligros duraderos (actuales o potenciales) en el mundo, tiene (independientemente de las grandes dimensiones del peligro o del riesgo diseñados por el estado) un destacable significado político: las garantías de la protección, que deben renovarse y corroborarse por la Administración y el sistema jurídico, son públicamente refutadas. Las legitimaciones se resquebrajan. El banquillo de los acusados amenaza a quienes toman las decisiones. Por lo cual esta cabeza de Jano atemoriza a una clase política siempre en el filo de la crítica. La misma clase política vela por el bienestar, por el derecho y por el orden pero, a su vez, incurre, bajo todo tipo de acusación social, en la implantación de peligros en el mundo y en la minimización de su importancia, peligros que amenazan en grado límite a la vida.
 En segundo lugar, la novedad radica en que los sistemas normativos establecidos no cumplen sus exigencias. Esto queda al margen de las discusiones (públicas) técnicas dominantes, aparentemente “objetivas” que, a través de las estadísticas y de la escenificación de accidentes, documentan sólo las amenazas de determinados sistemas tecnológicos y de las prácticas diarias (por ejemplo, fumar o vivir cerca de una central nuclear). Desde una perspectiva teórico-social y político-social, en cambio, es esencial la siguiente pregunta: ¿cómo se relacionan los peligros dependientes de la decisión y disfrazados de promesas de utilidad con las normas que deben garantizar su control y controlabilidad?
 Se puede hablar de “fallos”, en tercer lugar, cuando la demanda de control no es cuestionada de manera aislada sino masivamente, cuando no sólo el control sino también la controlabilidad debe ser puesta en cuestión con buenas y poderosas razones. Supuesto, entonces, un conjunto de hechos amenazadores para la sociedad procedentes del ámbito político, debe ser rebatida de manera reincidente la demanda de control y racionalidad que desde el citado ámbito se reclama. Este es el a priori histórico de la sociedad del riesgo, a priori que le diferencia de otras épocas precedentes en el tiempo. Estas, o no se encuentran en disposición de dominar la posibilidad de autodestrucción y autoamenaza dependientes de la decisión, o no tienen la pretensión de dominar la incertidumbre que disponen sobre el mundo.
 El carácter político de este argumento permite poner en claro que allí donde las iniciativas civiles son paralizadas, allí donde una sociedad en su conjunto o una época reprime y disimula los peligros que la acechan, el provocador político se hace cargo de la probabilidad de accidentes y catástrofes. Las empresas industriales y los institutos de investigación, el mundo en sí mismo, debe abrir los ojos ante los peligros producidos –a la par que beneficios-, dada la necesidad de reducir las amenazas con las que tales empresas e institutos actúan. Pero de esta manera se convierten para sí mismos en sus más persistentes y tenaces enemigos. Las catástrofes, incluso la sospecha de su consumación, no dejan lugar alguno para afirmaciones solemnes, legitimaciones elaboradas de manera concienzuda y promesas de control, como recientemente ha puesto de relieve ante los ojos de la opinión pública la empresa Hoechst y sus producciones portadoras de elevadas cotas de peligro para las inmediaciones de la ciudad de Frankfurt.
Resultado de imagen de las consecuencias perversas de la modernidad  Esta panorámica teórica de normas e instituciones, en cuarto lugar, deja a un lado el tema de la diferente percepción cultural (estimación y valoración) de consecuencias y peligros. Tal vez los hombres no están en condiciones de mirar con atención aquellos peligros amenazantes para la vida que directamente en nada pueden cambiar. Tal vez han tenido lugar estados o épocas en las que los individuos que se manifestaban contra una situación social amenazadora eran castigados con la cárcel. Tal vez hay quienes se sienten amenazados por la existencia de sustancias tóxicas en los alimentos y quienes, por el contrario, se sienten amenazados por aquellos que denuncian públicamente semejante dislate. Tal vez se inicie una competición por reprimir los riesgos de muy diversa magnitud, dirección y alcance, de modo que el intento de organizarlos en una lista de prioridades pase por ser algo de difícil realización.
 Todo esto es real en parte. Pero nada cambia, más bien, es la consecuencia de la estrella fija bajo la que se encuentra la época del riesgo: en ésta el sistema normativo de la racionalidad con su autoridad y su poder de imposición erosiona sus propios fundamentos. A esto refiere la “modernización reflexiva” en el sentido  de reflexividad empírico-analítica. Tiene lugar cuando nadie quiere verlo y cuando (casi) todos lo desmienten. El amenazante peligro –precisamente: la contradicción entre promesas de racionalidad y control y sus actuales y principales efectos nocivos- revitaliza de nuevo el reclamo de la ciudadanía (al menos en países y estados que garantizan la libertad de prensa y opinión) contra las coaliciones y burocracias de represión institucionalizadas.
 Sin embargo, esta cuestión política surge precisamente cuando se hace acaso omiso de la infinita variedad, contraste e indeterminabilidad de la percepción del riesgo y cuando (sociológicamente) el asunto de los sistemas normativos, que deben garantizar la controlabilidad de los efectos colaterales, ocupa un lugar central.
 ¿Existe un criterio que pueda dar cuenta de la nota diferencial de nuestra época? La sociedad del riesgo emerge, en quinto lugar, en el momento en que los peligros decididos y producidos socialmente sobrepasan los límites de la seguridad: el indicador de la sociedad del riesgo es la falta de un seguro privado de protección; de protección ante proyectos industriales y tecno-científicos. Es un criterio que no tiene que incorporar el sociólogo o el artista a la sociedad desde fuera. La sociedad misma lo produce y determina su propio desarrollo: más allá del límite de protección se da un desplazamiento no pretendido de la sociedad industrial a la sociedad del riesgo en virtud de los peligros producidos de forma sistemática. Subyace a este criterio la racionalidad paradigmática de esta sociedad: la racionalidad económica. Las compañías de seguros privados imponen la barrera a partir de la cual arranca la sociedad del riesgo. Estas compañías, orientadas por la lógica de la acción económica, contradicen las tesis sobre la seguridad que lanzan los ingenieros técnicos y las empresas que trabajan en la industria del riesgo. Tales compañías afirman: el riesgo técnico puede tender a nulo en caso de “low probability but high consequences risks”, el riesgo económico simultáneamente puede ser inmenso. Un simple ejercicio de reflexión explícita al alcance del salvajismo generalizado: quien hoy reclama un seguro de protección –como lo hacen los conductores de autos-, para que de alguna forma se ponga legítimamente en marcha la gran maquinaria de producción altamente industrializada y portadora de peligros, anuncia el fin para grandes ámbitos de las llamadas industrias del futuro y grandes organizaciones de investigación, que operan sin seguro de protección alguno.
 A los peligros que no se pueden asegurar se añaden en la época más reciente los peligros que se pueden asegurar pero que no son calculables, los cuales conducen a la ruina a un número considerable de compañías de seguros. Por ejemplo, el mundo internacional de seguros experimenta las consecuencias desoladoras del efecto invernadero. Este favorece los ciclones que, como en el estado de Florida en 1992, causaron desperfectos por valor de 20 millones de dólares. Nueve compañías de seguros quebraron a causa de estos ciclones en Florida y en Hawai, según Greenpeace. La consecuencia es que estas compañías no aseguran riesgos. Tal es así que un número considerable de propietarios de casas no encuentran en determinados lugares de Estados Unidos ningún seguro de protección que se haga cargo de ellos.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anthropos, 1996, en compilación de Josetxo Beriain y traducción de Celso Sánchez Capdequí, pp. 206-211. ISBN: 84-7658-466-0.]

domingo, 21 de mayo de 2017

"Monadología".- Gottfried W. Leibniz (1646-1716)


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«Nuestros razonamientos están fundados en dos grandes principios, el de contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que encierra contradicción y verdadero lo que es opuesto a, o contradictorio con, lo falso. (Teodicea, §§ 44 y 169)
 Y el de razón suficiente, en virtud del cual consideramos que no puede encontrarse ningún hecho verdadero o existente, ni ninguna enunciación verdadera sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo. A pesar de que esas razones muy a menudo no pueden ser conocidas por nosotros. (Teodicea, §§ 44 y 196)
 Hay dos clases de verdades: las de razonamiento y las de hecho. Las verdades de razonamiento son necesarias y su opuesto es imposible , y las de hecho son contingentes y su opuesto es posible. Cuando una verdad es necesaria, se puede encontrar su razón por medio del análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples hasta que se llega a las primitivas. (Teodicea, §§ 170, 174, 189, 280-282, 367, Resumen Teodicea, objeción 3.)
 Así es como, entre los matemáticos, los teoremas de especulación y los cánones de práctica son reducidos mediante el análisis a las definiciones, axiomas y postulados.
 Por último, hay ideas simples de las que no es posible dar definición; también hay axiomas y postulados o, en una palabra, principios primitivos que no podrían ser probados y no tienen necesidad de ello; y éstos son las enunciaciones idénticas, cuyo opuesto contiene una contradicción expresa.
 Pero la razón suficiente debe encontrarse también en las verdades contingentes o de hecho, es decir, en la serie de las cosas difundidas por el universo de las criaturas; en donde la resolución en razones particulares podría descender hasta un detalle sin límites, a causa de la inmensa variedad de las cosas de la Naturaleza y de la división de los cuerpos al infinito. Hay una infinidad de figuras y de movimientos presentes y pasados que entran en la causa eficiente de mi escritura actual, y hay una infinidad de pequeñas inclinaciones y disposiciones de mi alma, presentes y pasadas, que entran en la causa final. (Teodicea, §§ 36, 37, 44, 45, 49, 52, 121, 122, 337, 340, 344)
 Y como todo este detalle no encierra sino otros contingentes anteriores o más detallados, cada uno de los cuales precisa también de un análisis semejante para dar razón de él, no se ha avanzado nada: es necesario, pues, que la razón suficiente o última se halle fuera de la sucesión o serie de este detalle de contingencias, por infinito que pudiera ser.
 Por eso, la última razón de las cosas debe estar en una sustancia necesaria, en la que el detalle de los cambios no se halle sino eminentemente, como en su origen. Y esto es lo que llamamos Dios. (Teodicea,  § 7)
 Ahora bien, siendo esta sustancia una razón suficiente de todo ese detalle que, a su vez, está trabado por todas partes, no existe más que un Dios y este Dios basta.
 Se puede juzgar también que esta Sustancia Suprema que es única, universal y necesaria, al no tener fuera de sí nada que no dependa de ella y al ser una consecuencia simple del ser posible, debe ser incapaz de límites y contener tanta realidad como sea posible.
 De donde se sigue que Dios es absolutamente perfecto, no siendo la perfección sino la magnitud de la realidad positiva tomada estrictamente, dejando de lado los límites o confines en las cosas que los tienen. Y allí donde no hay límites en absoluto, es decir, en Dios, la perfección es absolutamente infinita. (Teodicea,  § 22 y Prefacio § 4.a.)
 Se sigue también que las criaturas reciben sus perfecciones de la influencia de Dios, pero que sus imperfecciones provienen de su propia naturaleza, incapaz de ser sin límites. Pues en esto se distinguen de Dios. (Teodicea, §§ 20, 27-31, 153, 167, 377 y ss., 30, 380 y Resumen, objeción 5)
 También es cierto que en Dios está no sólo el origen de las existencias, sino también el de las esencias, en tanto que son reales, o de lo que hay de real en la posibilidad. Ello es debido a que el entendimiento de Dios es la región de las verdades eternas, o de las ideas de las que dependen, y a que sin él no se daría nada real en las posibilidades y no sólo nada existente, incluso tampoco nada posible. (Teodicea, § 20)
 Pues es en efecto necesario que, si hay alguna realidad en las esencias o posibilidades, o bien en las verdades eternas, esa realidad se funde en algo existente y actual, y, por consiguiente, en la existencia del Ser Necesario, en el cual la esencia incluye la existencia, o en el cual es suficiente ser posible para ser actual. (Teodicea, §§ 184, 189, 335)
 Así, sólo Dios (o el Ser Necesario) goza del siguiente privilegio: que es necesario que exista si es posible. Y como nada puede impedir la posibilidad de lo que no encierra ningún límite, ninguna negación y, por consiguiente, ninguna contradicción, esto sólo basta para conocer la existencia de Dios a priori. También la hemos probado por la realidad de las verdades eternas.
 Pero acabamos de probarla también a posteriori, puesto que existen seres contingentes que no pueden tener su razón última  o suficiente sino en el Ser Necesario, que tiene la razón de su existencia en sí mismo.
 Sin embargo, no cabe imaginar en absoluto, como algunos, que las verdades eternas, siendo dependientes de Dios, son arbitrarias y dependen de su voluntad, tal como parece haber concebido Descartes y después Poiret. Esto no es cierto más que en lo que hace referencia a las verdades contingentes, cuyo principio es la conveniencia o elección de lo mejor; por el contrario, las verdades necesarias dependen únicamente de su entendimiento y son  su objeto interno. (Teodicea, §§ 180-184, 185, 335, 351, 380)
 Por tanto, sólo Dios es la Unidad Primitiva o la sustancia simple originaria, de la cual todas las Mónadas creadas o derivadas son producciones; éstas nacen, por así decirlo, por fulguraciones continuas de la divinidad, de momento en momento, limitadas por la receptividad de la criatura, a la cual le es esencial ser limitada. (Teodicea, §§ 382-391, 398, 395).»