domingo, 2 de junio de 2019

El beso.- Kathryn Harrison (1961)


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«Mi madre se convirtió al catolicismo cuando yo tenía diez años, y yo la seguí en su devoción. Yo la perseguía a ella y ella buscaba lo que no había encontrado en la Ciencia Cristiana.
 Para prepararme para la primera comunión recibí catequesis de un sacerdote llamado padre Dove. A pesar de este oportuno nombre*, el padre Dove no era la encarnación del Espíritu Santo: fumaba un cigarrillo tras otro, y la cara que había sobre su alzacuellos tenía rasgos sanguíneos. De un modo semejante a mi humillante aprendizaje del francés, frustré al sacerdote y enfurecí a mi madre al responder siempre invariablemente mal una pregunta en concreto.
 -¿Qué es lo que se convierte en cuerpo y sangre de Cristo? -quería saber el padre Dove.
 -El pan y el agua -decía yo cada vez, sustituyendo el alimento eucarístico por la comida de los presos.
 Al final, como ésta era la única pregunta de las quince que yo no conseguía acertar, me aprobó. Sin embargo, era "un deplorable error", dijo, mirándonos a mi madre y a mí a través del humo de su cigarrillo.
 -Confío en que no signifique nada.
 Por Navidad recibí una colección de Vidas de santos en una caja. Había dos tomos de vidas de santos, que leí una sola vez y abandoné en un cajón, y dos de santas, que estudiaba, y con los que hasta me iba a dormir. Los libros tenían láminas de colores, reproducciones de obras maestras. Santa Lucía ciega. Santa Ágata mutilada, con los senos en una bandeja. Santa Inés decapitada. Santa Margarita aplastada hasta morir por una pila de piedras. Santa Perpetua y santa Felicia despedazadas por animales salvajes.
 Y santa Dymphna, patrona de quienes sufren enfermedades mentales. Santa Dymphna era la hija de un rey irlandés que, al enviudar, quiso casarse con ella. Ella huyó, pero él la persiguió. Ella le rechazó y él le cortó la cabeza.
 
 Mi padre es un teólogo de una brillantez que sólo la arrogancia puede conferir. Su fe se compone de respuestas, no de incertidumbres. Él define el hecho de haberme conocido como su primera crisis de fe: en mí encontró una criatura más digna de devoción que el Creador. Cuando sintió que me amaba más que a Dios se asustó, pero la herejía quedó resuelta cuando Dios le anunció que se le estaba revelando a través de mí.
 -¿Dios te ha dicho eso? -le pregunto-. ¿Cómo lo sabes?
 Al hablar me cubro la cara; no puedo mirarlo. Sus palabras sobre Dios me marean, casi me enferman. Me asustan más que cualquier referencia sexual. ¿Cómo puede invocar a semejante aliado? ¿Cómo puedo defenderme si lo hace? Su dios debe de ser distinto y más fuerte que el mío, el que murió en el Gran Cañón.
[...]
 
 No llevo un diario de mis sueños, pero el 7 de febrero de 1995 tengo uno tan peculiar que marco esa fecha en mi calendario y escribo la palabra Madre. En realidad no tengo necesidad de recordar lo que ocurre en el sueño. Sé que siempre podré recordarlo entero.
 Mi madre entra en mi cocina. Es una mañana de invierno, muy temprano, y estoy preparando el desayuno para mi familia, que todavía duerme en el piso de arriba. Cuando levanto la cabeza de la tabla de trinchar y la veo, me asusto, tengo miedo. Lo único que he soñado sobre mi madre han sido pesadillas. Pero parece amistosa, casi feliz. La luz que atraviesa la puerta de cristal y da sobre ella es absolutamente clara, limpia: el reflejo del sol sobre la nieve. Viste un traje azul marino entallado, de buen corte y de una tela tan buena que incluso brilla. Me sorprende que se presente años después de su muerte y me fascina cada detalle de su presencia. Incluso sus solapas... ¡qué perfectas son!, quiero tocarlas, tocarla a ella, pero temo disipar su fantasma. Quiero enseñarla a mis hijos, pero no puedo arriesgarme a abandonar la cocina para ir a levantarlos ni asustarla a ella llamándolos.
 Sin embargo, no desaparece, es luminosamente real. Con la conciencia dividida que a veces caracteriza a los sueños, le digo a mi parte durmiente que quizás el espíritu de mi madre esté realmente conmigo, que yo no puedo haberme inventado su presencia de un modo tan convincente, sólo en virtud de mi deseo.
 -Ay, mamá -digo al fin, sin atreverme a tocarla-, estás tan bonita, y llevas un traje tan elegante.
 Ella se encoge de hombros ante el cumplido como si no le importara su apariencia, como si ya no le importaran estas cosas; y sé que ambas estamos pensando en cómo era al final, cuando el cáncer le robó la juventud y la belleza y se burló de la vanidad.
 Después no pasa nada, pero lo siento todo. Mi madre y yo nos miramos de cerca. Nos miramos profundamente a los ojos, como nunca lo hicimos en vida, y durante mucho más tiempo. Nuestros ojos no se mueven ni parpadean, y se pone de manifiesto todo lo que sentimos y nunca nos dijimos. Su juventud y su egoísmo y su mezquindad; mi juventud y mi egoísmo y mi mezquindad. Nuestra soledad. El modo en que nos traicionamos una a otra.
 En este sueño siento que por fin me conoce, y yo a ella. Siento que, al fin, las dos dejamos de esperar una hija diferente y una madre diferente.»
 
*Dove significa "paloma" en inglés. (N. del T.)
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1999, en traducción de Susana Camps. ISBN: 84-226-7566-8]

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