domingo, 16 de junio de 2019

Adversarios admirables.- Olga Guirao (1956)


Resultado de imagen de olga guirao 
Segunda parte
Simón

«En realidad, fue algo absurdo, una de esas estupideces que nunca llegas a comprender del todo.
 En mi descargo he de decir que yo acababa de cumplir cincuenta años y estaba muy deprimido. Ya hacía muchísimo que mi dignidad de catedrático había sido literalmente barrida por una reforma educativa que, entre otras humillaciones, deparó a los profesores de latín un oscuro cometido de fósiles. Un poco antes de mi cumpleaños, una de nuestras mayores glorias domésticas, el imperturbable catedrático de ciencias, más conocido como Muérdago, había tenido la bondad de morirse de un síncope a mitad de curso, no sin antes haber hecho todo lo posible para arrebatarme la jefatura de estudios del instituto.
 Durante años, Muérdago había seguido contra mí la conocida estrategia de Catón: hablara de lo que hablara, terminaba concluyendo con un "delenda est Carthago" que hacía referencia a mi persona y a mi cargo. Incluso hubo épocas en que, sirviéndose de su legendaria habilidad para el lenguaje coloquial, aleccionaba a los alumnos de tercero en la idea de que optar por el bachillerato de letras era, para decirlo con sus propias y terminantes palabras, "una mariconada de muchísimo cuidado", lo que sumado a un cambio de criterio en la Facultad de Derecho terminó reduciendo el número de estudiantes de letras a extremos que, en mi ingenuidad, me parecían inconcebibles.
 En perfecta sintonía con Muérdago, la Ley General de Educación hizo el resto y el latín quedó definitivamente reducido a un puro trámite, una molestia demasiado breve para dejar de ser desagradable.
 Nuestra última y definitiva pelea tuvo lugar poco antes de su muerte. Yo había intentado por todos los medios persuadir al director de la necesidad de pintar el instituto, que parecía una especie de correccional. El grueso de mi argumentación giraba en torno a la idea de que, una vez limpio, los estudiantes se sentirían menos inclinados a expresarse por escrito en las paredes. Por el contrario, el ilustre catedrático de ciencias opinaba que era tirar el dinero:
 -¡Caerán como buitres sobre las paredes recién pintadas! -anunciaba-. ¡A estos energúmenos les faltará tiempo para dejarlo mucho peor de lo que está!
 Por una vez, sin embargo, me salí con la mía. Mi único consuelo, tras tan pírrica victoria, consistió en que Muérdago ya no estaba allí para verlo cuando, apenas una semana después del inicio del curso, se cumplieron con creces sus predicciones. Varios imbéciles -un mínimo de siete según mis cálculos- habían bajado por la escalera central rociando materialmente las paredes con sprays de pintura de diferentes colores. Sus compañeros no tardaron en emular tan insigne efemérides. Todas las medidas que se adoptaron para impedirlo fueron inútiles. Por Navidad el instituto presentaba un aspecto indescriptible.
 -No cabe duda, señor de Sales -me dijo el director-, que el pobre Octavio, que en paz descanse, tenía ideas mucho más exactas que usted sobre la naturaleza humana.
 Hubiera debido darle la razón. Estaba en lo cierto. No en vano aquel salvaje había sido catedrático de ciencias naturales, es decir, especialista en primates, mientras que yo he dedicado mi vida al estudio y la enseñanza de una lengua que, aunque ya no le interese a nadie, durante miles de años fue símbolo de la civilización y de la cultura. A mí, el comportamiento animal, como la botánica, me son de todo punto desconocidos.
 Sin embargo, no le contesté nada en absoluto a nuestro querido director. Me limité a presentarle mi dimisión como jefe de estudios y él se apresuró a aceptarla, a título póstumo, en nombre del pobre Octavio, que, a buen seguro, desde aquel momento descansó mucho más en paz.
 Pero eso no fue todo: a la consiguiente reducción de mi salario, se sumó la aniquilación de los últimos rescoldos de mi prestigio personal y, como de costumbre, los primeros en saberlo fueron los muchachos -¡y las niñas!, que, en su día, y en pos de la enseñanza mixta, habían desembarcado en las primeras filas con su recio lenguaje de camioneros, las voces mal timbradas, la risa fácil y una acusada inclinación a sofocarme a cada instante con el fulgor de su ropa interior.
 Sabe Dios que, de haberme sido posible, me habría largado sin dejar rastro, pero yo no sé hacer otra cosa que dar clases de latín y, además, no tengo un céntimo, de manera que hube de resignarme a enseñar dos o tres declinaciones y algún verbo a cuarenta adolescentes descarados que llevaban su ferocidad hasta el extremo de tutearme continuamente, a pesar de que yo, impertérrito, seguía tratándoles de usted.
 Así pues, mi estado de ánimo no podía ser más lamentable cuando una tarde me llamó a casa una mujer desconocida.
 Había conseguido mi número de teléfono a través de la editorial porque, según dijo, preparaba una tesis doctoral sobre Terencio. Mi traducción del Formión -de la que no se habían vendido mucho más de un millar de ejemplares en quince años- le parecía absolutamente admirable y deseaba conocerme para intercambiar impresiones. 
 Cayó sobre mí como agua de mayo. ¡Nada más y nada menos que alguien que estimaba admirable mi trabajo! Loco de alegría, concerté una cita para el día siguiente.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de RBA Coleccionables, 2000. ISBN: 84-473-1758-7.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: