Ah, la Universidad
«En las afueras de Londres había un padre de avanzada edad que quería mucho a su único hijo. Así que, cuando el chico era un joven de unos dieciocho años de edad, el anciano lo llamó y, con un brillo benevolente en sus gafas de carey, le dijo:
-Bueno, Jack, has terminado la escuela. Seguro que te hace ilusión ir a la Universidad.
-Sí, papá -contestó el hijo.
-Muestra buen juicio -dijo el padre-. Los mejores años de la vida son sin duda los que se pasan en la Universidad. Aparte del rico panal de conocimientos, las dulces voces de los profesores, los venerables edificios grises y la atmósfera de cultura y refinamiento, está el placer de hallarse en posesión de una cómoda asignación.
-Sí, papá -contestó el hijo.
-Una habitación propia -continuó el padre-, pequeñas cenas con los amigos, crédito infinito con los comerciantes, pipas, cigarros, burdeos, borgoña, ropas.
-Sí, papá -contestó el hijo.
-Hay pequeños clubes exclusivos -dijo el anciano-, toda clase de deportes. Vacaciones, teatro, bailes, fiestas, bromas, juergas, se saltan muros, se engaña a los vigilantes en los exámenes, se practican todas las diversiones que puedas imaginar.
-¡Sí! ¡Sí, papá! -gritó el hijo.
-Sin duda no hay nada mejor que ir a la Universidad -dijo el padre-. ¡La primavera de la vida! ¡Un placer tras otro! El mundo parece una docena de ostras, cada una con una perla dentro. ¡Ah, la Universidad! Sin embargo, no voy a enviarte allí.
-Entonces, ¿por qué demonios hablas tanto de ella? -preguntó el propio Jack.
-Lo he hecho para que no pensaras que subestimaba despreocupadamente los placeres a los que te pido que renuncies -dijo su padre-. Ya ves, Jack, mi salud no es la mejor de las posibles; nada me sienta bien, salvo el champán, y, si fumo un cigarro de segunda clase, se me queda un mal sabor de boca. Mis gastos se han incrementado de forma abominable y me quedará muy poco que dejarte, pero mi mayor deseo es ver que tienes una vida cómoda.
-Si ese es tu deseo, podrías cumplirlo mandándome a la Universidad -dijo Jack.
-Tenemos que pensar en el futuro -dijo su padre-. Tendrás que ganarte la vida, y en un mundo en el que la cultura es el menos comercializable de los recursos. A menos que vayas a ser director de un colegio o clérigo, no obtendrás grandes ventajas de la Universidad.
-Entonces, ¿qué debo ser? -preguntó el joven.
-Hace poco leí -dijo su padre- unas palabras que arrojaron un repentino brillo sobre la tristeza con la que consideraba tu futuro: "La mayoría de los jugadores son malos". Esas palabras estaban en un pequeño folleto sobre ese juego delicioso y universalmente popular llamado póquer. Es un juego que se juega con fichas, normalmente, y cada una de esas fichas representa una buena cantidad de dinero.
-¿Quieres decir que voy a ser un truhan? -gritó el hijo.
-Nada de eso -contestó rápidamente el anciano-. Te estoy pidiendo que seas fuerte, Jack. Te estoy pidiendo que muestres algo de iniciativa, de personalidad. ¿Por qué aprender lo que todo el mundo aprende? Tú, querido hijo, serás el primero en estudiar el póquer de forma tan sistemática como otros estudian idiomas, ciencias, matemáticas, etcétera: el primero en afrontarlo como estudiante. He preparado un acogedor cuarto con silla, mesa y unas barajas completamente nuevas. Una estantería contiene varias obras clásicas sobre el juego y hay un retrato de Maquiavelo encima de la chimenea.
Las protestas del joven fueron en vano, así que se puso a estudiar a regañadientes. Trabajó duro, dominó los libros, borró el dibujo de cien paquetes de cartas y al final del segundo año salió a afrontar el mundo con la bendición de su padre y el dinero suficiente para organizar unas partidas de poca monta.
Cuando Jack se fue, el anciano se consoló con su copa de champán y su cigarro de primera clase y otros pequeños placeres que son el solaz de los ancianos y los solitarios. Le iba muy bien con ellos cuando un día sonó el teléfono. Era una llamada desde el extranjero de Jack, cuya existencia el anciano casi había olvidado.
-Hola, papá -dijo Jack, con un tono de excitación-. Estoy en París, jugando una partida de póquer con unos norteamericanos.
-¡Buena suerte! -dijo el anciano, y se preparó para colgar el teléfono.
-¡Escucha, papá! -gritó el hijo-. Es así. Bueno... Por una vez, estoy jugando sin límite.
-¡Que Dios se apiade de ti! -dijo el anciano.
-Todavía quedan dos -dijo el hijo-. Han puesto cincuenta mil dólares y ya he puesto hasta mi último centavo.
-Preferiría ver a un hijo mío en la Universidad antes que verlo en esta situación -gruñó el anciano.
-¡Pero tengo cuatro reyes! -gritó el joven.
-Puedes estar seguro de que los otros tienen ases o escalera de color -dijo el anciano-. Pasa, hijo mío. Sal y juégate colillas con los habituales de tu pensión.
-¡Pero escucha, papá! -gritó el hijo-. Esto es póquer descubierto, nada disparatado. He visto un as. He visto todos los dieces y los cincos. No puede haber una escalera de color.
-¿Es así? -gritó el anciano-. Que no se diga que no apoyé a mi hijo. Espera. Voy a ayudarte.
El hijo volvió a la mesa y rogó a sus oponentes que pospusieran las cosas hasta que llegara su padre, y ellos, sonriendo a sus cartas, estaban más que dispuestos a hacerle caso.
Un par de horas más tarde el anciano llegó en avión a Le Bourget y, poco después, estaba junto a la mesa, frotándose las manos, sonriente, afable, la luz brillando en sus gafas de carey. Estrechó la mano de los norteamericanos y observó su aspecto ridículo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Contraseña, 2011, en traducción de Daniel Gascón. ISBN: 978-84-937818-7-3.]
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