lunes, 24 de junio de 2019

El ferrocarril subterráneo.- Colson Whitehead (1969)


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Georgia

«Terrance viajó a Nueva Orleans para ocuparse de los negocios del hermano en el comercio del algodón. Aunque nunca era buen momento para escapar, la administración de Terrance sobre ambas mitades suponía un acicate. La mitad norteña siempre había disfrutado de un clima más benévolo. James era tan brutal y despiadado como cualquier blanco, pero comparado con su hermano menor era el retrato mismo de la moderación. Las anécdotas que se contaban de la mitad sureña eran escalofriantes, por magnitud ya que no en los detalles.
 Big Anthony aprovechó la oportunidad. Big Anthony no era el tipo más listo de la aldea, pero nadie podía acusarle de no tener sentido de la oportunidad. Fue el primer intento de fuga desde Blake. Afrontó la maldición de la bruja sin incidentes y recorrió más de cuarenta kilómetros antes de que lo descubrieran roncando en un pajar. Los agentes lo devolvieron en una jaula de hierro fabricada por uno de sus primos. "Has echado a volar como un pájaro, mereces estar enjaulado." La delantera de la jaula tenía un espacio para el nombre del ocupante, pero nadie se había molestado en utilizarlo. Se llevaron la jaula con ellos al marcharse.
 La víspera del castigo a Big Anthony -cuando los blancos retrasaban el castigo cabía esperar algún espectáculo-, [...] 
 El cepo nuevo encargado por Terrance explicaba el retraso en castigar a Big Anthony. Los carpinteros se afanaron toda la noche para completar las sujeciones, rematándolas con grabados ambiciosos, aunque groseros. Minotauros, sirenas pechugonas y demás criaturas fantásticas retozando en el bosque. El cepo se instaló en la frondosa hierba del jardín delantero. Dos jefes amarraron a Big Anthony y lo dejaron allí el primer día.
 Al segundo día llegó en carruaje un grupo de visitantes, augustos invitados de Atlanta y Savannah. Elegantes damas y caballeros que Terrance había conocido en sus viajes, así como un periodista londinense que informaría sobre la estampa americana. Se sentaron a comer a la mesa instalada en el jardín, a degustar la sopa de tortuga y las chuletas de Alice mientras componían cumplidos para la cocinera, que nunca los recibiría. Big Anthony fue azotado mientras duró la comida, y comieron despacio. El periodista garabateaba notas entre bocado y bocado. Sirvieron el postre y luego los comensales entraron en la casa para escapar de las picaduras de los mosquitos mientras el castigo de Big Anthony continuaba.
 Al tercer día, justo después de almorzar, convocaron a los peones de los campos, las lavanderas, las cocineras y los mozos interrumpieron sus tareas, el personal doméstico dejó sus ocupaciones. Se reunieron todos en el jardín. Las visitas de Randall bebían ron especiado mientras rociaban a Big Anthony con aceite y lo asaban. Los testigos se ahorraron los gritos de Big Anthony porque el primer día le habían cortado la hombría, se la habían embutido en la boca y le habían cosido los labios. El cepo humeaba, ardía, se carbonizaba, y las figuras del bosque se retorcían en las llamas como si estuvieran vivas.
 Terrance se dirigió a los esclavos de la mitad norte y de la mitad sur. Ahora todo es la misma plantación, unida en objetivos y métodos, dijo. Manifestó su dolor por la muerte del hermano y el consuelo de saber que James se había reunido en el cielo con su madre y su padre. Mientras hablaba caminaba entre los esclavos, golpeando con el bastón, frotándoles las cabezas a los negritos y acariciando a algunos de los mayores de la mitad sureña. Inspeccionó la dentadura de un macho joven que nunca había visto, le retorció la mandíbula para echar un buen vistazo y luego asintió, complacido. Para satisfacer la demanda inagotable de algodón del mundo, dijo, cada recolector tendría que incrementar su cuota diaria en un porcentaje determinado por las cifras de la cosecha anterior. Se reorganizarían los campos para acomodar una cantidad de hileras más eficiente. Se paseó. Abofeteó a un hombre porque lloró al ver a su amigo sacudirse en el cepo.
 Cuando Terrance llegó a Cora, metió la mano por debajo del vestido y le agarró el pecho. Estrujó. Ella no se movió. Nadie se había movido desde que había comenzado el discurso, ni siquiera para taparse las narices y dejar de oler la carne asada de Big Anthony. Se acabaron las fiestas en Navidad y Pascua, anunció. Convendría y aprobaría todos los matrimonios personalmente para garantizar lo apropiado de la unión y la promesa de descendencia. Se cobraría un impuesto nuevo sobre el trabajo dominical fuera de la plantación. Saludó a Cora con la cabeza y continuó paseándose entre sus africanos mientras les comunicaba las mejoras.
 Terrance concluyó la charla. Se entendía que los esclavos debían permanecer donde estaban hasta que Connelly ordenara lo contrario. Las damas de Savannah volvieron a rellenarse las copas. El periodista abrió un cuaderno nuevo y retomó las notas. El amo Terrance se sumó a sus invitados y partieron a visitar los campos de algodón.
 Cora no había sido suya y ahora lo era. O lo había sido siempre y no lo sabía. La atención de Cora se desvió. Flotó más allá del esclavo asado y la casa grande y las lindes que definían el dominio de Randall. Cora intentó aprehender sus detalles con historias, rebuscando entre los relatos de los esclavos que lo habían visto. Cada vez que atrapaba un detalle -edificios de piedra blanca pulida, un océano tan vasto que no se atisbaba ni un árbol, la tienda de un herrero de color que no servía a un amo sino a sí mismo-, se le escapaba retorciéndose como un pez. Si quería conservarlo, tendría que verlo en persona.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House, 2017, en traducción de Cruz Rodríguez Juiz. ISBN: 978-84-397-3300-3.]

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