miércoles, 5 de junio de 2019

Antes que anochezca.- Reinaldo Arenas (1943-1990)


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Mi generación

«Paralelamente a mi amistad con Lezama y Virgilio, yo tenía también relación con muchos escritores de mi generación y celebrábamos tertulias más o menos clandestinas en las cuales leíamos los últimos textos que acabábamos de escribir. Escribíamos incesantemente y leíamos en cualquier sitio; en las casas abandonadas, en los parques, en las playas, mientras caminábamos por las rocas. Leíamos no sólo nuestros textos, sino los de los grandes escritores. En aquellas lecturas participaba Hiram Pratt, talentoso y satánico; Coco Salá, deforme de cuerpo y alma; René Ariza, un poco enloquecido, aunque no tanto como ahora; José Hernández (Pepe el Loco), con un talento tan grande y desmesurado como su propia demencia; José Mario, que acababa de salir de un campo de concentración; Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rosales y muchos más. Leíamos en voz alta para el disfrute de todos. Aquella generación mía leía los poemas prohibidos bajo Fidel Castro, de Jorge Luis Borges, y recitábamos de memoria los poemas de Octavio Paz. Nuestra generación, la generación nacida por los años cuarenta, ha sido una generación perdida; destruida por el régimen comunista.
 La mayor parte de nuestra juventud se perdió en cortes de caña, en guardias inútiles, en asistencia a discursos infinitos, donde siempre se repetía la misma cantaleta, en tratar de burlar las leyes represivas; en la lucha incesante por conseguir un pantalón pitusa o un par de zapatos, en el deseo de poder alquilar una casa en la playa para leer poesía o tener nuestras aventuras eróticas, en una lucha por escapar a la eterna persecución de la policía y sus arrestos.
 Recuerdo que en uno de los Festivales de la Canción de Varadero, al llegar a la playa, fuimos inmediatamente recogidos por la policía y devueltos a La Habana; iban a venir muchos invitados extranjeros y nuestra presencia, al parecer, no era deseable para la vista de tan prominentes invitados.
 ¿Qué se hizo de casi todos los jóvenes de talento de mi generación? Nelson Rodríguez, por ejemplo, autor del libro El regalo, fue fusilado; Hiram Pratt, uno de los mejores poetas de mi generación, terminó alcoholizado y envilecido; Pepe el Loco, el desmesurado narrador, acabó suicidándose; Luis Rogelio Nogueras, poeta de talento, muere recientemente en condiciones bastante turbias, no se sabe si por el SIDA o por la policía castrista. Norberto Fuentes, cuentista, es primero perseguido y convertido, finalmente, en agente de la Seguridad del Estado, ahora en desgracia; Guillermo Rosales, un excelente novelista, se consume en una casa para deshabilitados en Miami. ¿Y qué ha sido de mí? Luego de haber vivido treinta y siete años en Cuba, ahora en el exilio, padeciendo todas las calamidades del destierro y esperando además una muerte inminente. ¿Por qué ese encarnizamiento con nosotros? ¿Por qué ese encarnizamiento con todos los que una vez quisimos apartarnos de la tradición chata y de la ramplonería cotidiana que ha caracterizado a nuestra Isla?
 Creo que nuestros gobernantes y también gran parte de nuestro pueblo y de nuestra tradición nunca han podido tolerar la grandeza ni la disidencia; han querido reducirlo todo al nivel más chato, más vulgar. Quienes no se ajustasen a esa norma de mediocridad han sido mirados de reojo o puestos en la picota. José Martí tuvo que marcharse al exilio y aun en él fue perseguido y acosado por gran parte de los mismos exiliados; y regresa a Cuba, no sólo a pelear, sino a morir. El mismo Félix Varela, una de las figuras más importantes del siglo diecinueve cubano, tiene que vivir en el destierro el resto de su vida. Cirilo Villaverde es condenado a muerte en Cuba y tiene que escapar de la cárcel para salvar su vida; y en el exilio trata de reconstruir la Isla en su novela Cecilia Valdés. Heredia es también desterrado y muere a los treinta y seis años, moralmente destruido, después de solicitar un permiso oficial al dictador de turno para volver a visitar la Isla. Lezama y Piñera mueren también de una forma turbia y en la absoluta censura. Sí, siempre hemos sido víctimas del dictador de turno y, quizás, eso forma parte no sólo de la tradición cubana, sino también de la tradición latinoamericana, es decir, de la herencia hispánica que nos ha tocado padecer.
 Nuestra historia es una historia de traiciones, alzamientos, deserciones, conspiraciones, motines golpes de estado; todo dominado por la infinita ambición, por el abuso, por la desesperación, la soberbia y la envidia. Hasta Cristóbal Colón, ya en el tercer viaje, después de haber descubierto toda la América, regresa a España encadenado. Dos actitudes, dos personalidades, parecen siempre estar en contienda en nuestra historia: la de los incesantes rebeldes amantes de la libertad y, por tanto, de la creación y el experimento, y la de los oportunistas y demagogos, amantes siempre del poder y, por lo tanto, practicantes del dogma y del crimen y de las ambiciones más mezquinas. Esas actitudes se han repetido a lo largo del tiempo: el general Tacón contra Heredia, Martínez Campos contra José Martí, Fidel Castro contra Lezama Lima o Virgilio Piñera; siempre la misma retórica, siempre los mismos discursos, siempre el estruendo militar asfixiando el ritmo de la poesía o de la vida.
 Los dictadores y los regímenes autoritarios pueden destruir a los escritores de dos modos: persiguiéndolos o colmándolos de prebendas oficiales. En Cuba, desde luego, los que optaron por esas prebendas también perecieron, y de una manera más lamentable e indigna; gente de indiscutible talento, una vez que se acogieron a la nueva dictadura, jamás volvieron a escribir nada de valor. ¿Qué fue de la obra de Alejo Carpentier, luego de haber escrito El siglo de las luces? Churros espantosos, imposibles de leer hasta el final. ¿Qué fue de la poesía de Nicolás Guillén? A partir de los años sesenta toda esa obra es prescindible; es más, absolutamente lamentable. ¿Qué se hicieron de los ensayos luminosos, aunque siempre un poco reaccionarios, del Cintio Vitier de los años cincuenta? ¿Dónde está ahora la gran poesía de Eliseo Diego, escrita en los años cuarenta? Ninguno de ellos ha vuelto a ser lo que era; han muerto, aunque, desgraciadamente, para la UNEAC y, aun para ellos mismos, sigan viviendo.
 Ahora veo la historia política de mi país como aquel río de mi infancia que lo arrastraba todo con un estruendo ensordecedor; ese río de aguas revueltas nos ha ido aniquilando, poco a poco, a todos.
 De todos modos, la juventud de los años sesenta se las arregló, no para conspirar contra el régimen, pero sí para hacerlo a favor de la vida. Clandestinamente, seguíamos reuniéndonos en las playas o en las casas o, sencillamente, disfrutábamos de una noche de amor con algún recluta pasajero, con una becada o con algún adolescente desesperado que buscaba la forma de escapar a la represión. Hubo un momento en que se desarrolló, de forma oculta, una gran libertad sexual en el país; todo el mundo quería fornicar desesperadamente y los jóvenes se dejaban largas melenas que, por supuesto, eran perseguidas por mujeres menopáusicas provistas de largas tijeras, se vestían con ropa estrecha y se ponían sellos al estilo occidental; oían a los Beatles y hablaban de liberación sexual. Enormes cantidades de jóvenes nos reuníamos en Coppelia, en la cafetería del Capri o en el Malecón, y disfrutábamos de la noche a despecho del ruido de las perseguidoras de la policía.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2000. ISBN: 84-7223-485-1.]

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