El secreto de Joe Gould
«El estilo literario de Gould era muy similar a su conversación; un poco rígido, artificioso y sobre todo algo opaco, pero animado de vez en cuando por una observación o un dato sorprendente, o por el sarcasmo, la malicia o el disparate. El texto estaba lleno de digresiones; había digresiones que llevaban a otras y digresiones que estaban dentro de otras. El padre de Gould había pertenecido a la Iglesia Universalista y a la masonería, y su funeral lo habían celebrado en conjunto el pastor de la Iglesia Universalista de Norwood con el capellán y el venerable Maestro de la logia masónica local. Gould describía la parte universalista del servicio, a continuación pasaba a discutir las sutiles diferencias entre los miembros de las iglesias Universalista, Unitaria y Congregacional de las ciudades de Nueva Inglaterra; de ahí pasaba a discutir las diferencias entre un servicio de Pascua en la Iglesia católica ortodoxa de Boston, al que una vez había asistido con un amigo suyo -un estudiante albanés de Harvard-, y los servicios de Pascua que había presenciado en iglesias católicas romanas, y de ahí a describir un estofado de carne raro pero insólitamente bueno que había comido una vez en Boston, situado en un sótano y frecuentado por obreros albaneses del calzado, adonde lo había llevado el estudiante albanés ("Decían que era cordero y habría podido ser oveja", escribía, "pero probablemente fuese cabra, eso o bien caballo, y no es que yo albergue objeciones contra la carne de cabra o la de caballo, habiendo tenido como tuve la experiencia de comer perro hervido con los indios chippewas, carne que dicho sea de paso sabía como la de oveja, sólo que más dulce, aunque aquí debería señalar que para los chippewas comer perro tiene un sentido ceremonial y podría compararse a nuestro rito de comunión, en virtud de lo cual el sabor per se no es de gran importancia"), y de ahí a describir un caldero para guisar alubias que una vez había visto en el escaparate de un anticuario de Madison Avenue y que era exactamente igual al caldero para guisar alubias que cuando él era niño usaban en la cocina de su casa de Norwood. "Mirando aquel caldero presuntamente ANTIGUO", escribía, "sentí por primera vez que entendía algo sobre el Tiempo." Luego empezaba la descripción de la parte masónica del funeral de su padre, pero de inmediato se extraviaba en una digresión sobre la importancia de los Masones, los Alces, los Cazadores de los Bosques y fraternidades semejantes en la vida nocturna de las ciudades pequeñas, que en un determinado momento abandonaba por una digresión accesoria sobre el tema de los seguros de vida. "Me pregunto qué habrían pensado de los seguros Lewis y Clark", escribía acerca de esto, "no digamos ya Daniel Boone." (Había tachado "no digamos ya" con una línea y arriba había escrito "o para el caso"; luego había tachado "o para el caso" y arriba había escrito "para no hablar de"; y luego, en el margen, al lado de "no digamos ya", había escrito "anulado"). Diseminadas por el libro había muchas frases totalmente irrelevantes; parecían ideas que le habían venido a la mente mientras escribía, y que las había anotado deprisa para no olvidarlas. En la descripción del servicio de Pascua en la iglesia albanesa, por ejemplo, sin que viniera a cuento con lo que antecedía o seguía, aparecía esta observación: "El señor Osgood, maestro de escuela indio de Armstrong, Dakota del Norte, decía que a los sioux el whisky los volvía asesinos y a los chippewas afables."
En la cubierta del otro cuaderno de redacción se leía: "LA ESPANTOSA ADICCIÓN AL TOMATE. UN CAPÍTULO DE LA HISTORIA ORAL DE JOE GOULD." A este capítulo no logré encontrarle sentido hasta que empecé a saltarme líneas y descubrí que era una parodia de artículo y se proponía burlarse de las estadísticas. Gould mantenía que una enfermedad misteriosa estaba asolando el país. "Tan misteriosa es que los médicos no han notado su existencia", escribía. "Por lo demás, no quieren registrar su existencia porque es responsable de un alto porcentaje de infortunios humanos, del acné a los accidentes del tráfico y de los resfriados a las olas delictivas, que ellos achacan directa o indirectamente a microbios, virus, alergias, neurosis o psicosis, mediante lo cual se hacen ricos". Dedicaba varias páginas a describir la naturaleza de la enfermedad, para declarar por fin que el único que conocía la causa era él. "La enfermedad la causa el creciente consumo de tomates tanto crudos como cocidos y en forma de sopa, salsa, zumo y kétchup, por lo que la he llamado solanaceomanía. Baso este nombre en el de solanáceas, denominación botánica de la espantosa familia de los solanos o hierbamoras, a la cual pertenece el tomate." A partir de este punto Gould se entregaba a llenar página tras página con deshilvanadas estadísticas que evidentemente había tomado de los suplementos económicos y financieros de los periódicos. "Si esto es cierto", escribía después de cada estadística, "también debe de serlo esto", y entonces reproducía otra. De esas estadísticas había veintiocho páginas. "Y ahora", escribía al fin para rematar el capítulo, "espero haberlo probado, y sin duda lo he hecho para mi satisfacción propia, que, en los últimos siete años, el cincuenta y tres por ciento de los choques de trenes de Estados Unidos se debió a la ingesta de tomates por parte de ingenieros ferroviarios."
Yo estaba desconcertado. Esos capítulos de la Historia oral no tenían ninguna relación visible con la Historia oral que me había descrito Gould. No había en ellos cháchara ni conversaciones, y a menos que se los considerase monólogos del propio Gould, no tenían nada de oral. Abrí las revistas que me había dado y descubrí que sus colaboraciones eran artículos breves pero divagatorios, cada uno de los cuales llevaba un título de dos o tres palabras y un subtítulo aclarando que el texto era bien "un capítulo de", bien "una selección de" la Historia oral. En Exile, el tema "El arte". En Broom, el tema era "La posición social". Había dos artículos suyos en Dial -"El matrimonio" y "La civilización"- y dos en Pagany -"La demencia" y "La libertad"-. A esas alturas yo ya había leído suficiente de Gould para saber qué eran aquellos artículos. Eran digresiones que los editores de las pequeñas revistas o el mismo Gould habían recortado de capítulos de la Historia oral, y a las cuales habían puesto título. Las estuve leyendo sin mucho interés hasta que en "La demencia" me topé con tres frases que se destacaban claramente del resto. Era obvio que aquellas frases eran una descarada exhibición de vanidad, pero me pareció que decían más de lo que Gould pretendía. En los años siguientes, a medida que lo iba conociendo más, me volverían muchas veces a la mente. Aparecían al final de un párrafo en el que Gould defendía sus dudas sobre la posibilidad de dividir a los seres humanos entre locos y cuerdos. "Juzgaría que el hombre más cuerdo es el que con más firmeza comprende el aislamiento trágico de la humanidad y persigue con calma sus objetivos esenciales", escribía. "Supongo que si yo pienso así es porque tengo delirios de grandeza. Me creo Joe Gould".»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2000, en traducción de Marcelo Cohen. ISBN: 84-339-6906-4.]
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