domingo, 30 de junio de 2019

La flor púrpura.- Chimamanda Ngozi Adiche (1977)


Resultado de imagen de chimamanda ngozi adichie 
Hablando con nuestros espíritus. Antes del Domingo de Ramos

«Los muros que cercaban la escuela secundaria Hijas del Inmaculado Corazón eran muy altos, como los de hormigón de casa, pero en lugar de un cable eléctrico en espiral, lo que los coronaba eran trozos de vidrio verde muy afilados. Padre me explicó que aquello era lo que lo había hecho decidirse al terminar la escuela primaria. Me dijo que la disciplina era algo muy importante. Aquello impedía que los jóvenes saltaran el muro y entraran a formar jaleo, como ocurría en las escuelas públicas.
 -Esa gente no sabe conducir -masculló padre al llegar a la verja de la escuela en la que los coches se disputaban el paso a toque de claxon-. No dan ningún premio por ser el primero en acceder al recinto.
 Las vendedoras ambulantes, que eran chicas mucho más jóvenes que yo, provocaban a los hombres junto a la verja, acercándose cada vez más para ofrecerles naranjas peladas, bananas y cacahuetes, con la blusa apolillada resbalándoseles por los hombros. Al fin, padre consiguió acceder al recinto y aparcó cerca del campo de voleibol, un poco más lejos del tramo cubierto de césped muy cuidado.
 -¿Dónde está tu clase? -me preguntó.
 Señalé el edificio junto al grupo de mangos. Padre salió del coche conmigo; yo me preguntaba qué hacía allí, por qué me habría acompañado a la escuela y le habría pedido a Kevin que acompañara a  Jaja.
 La hermana Margaret lo vio conmigo y nos saludó alegremente con la mano mientras emergía de entre el grupo formado por alumnos y algunos padres para acercarse con paso torpe. Las palabras brotaron con facilidad de su boca: que qué tal estaba padre, si estaba contento con mi progreso en las Hijas del Inmaculado Corazón, si asistiría a la recepción del obispo la semana siguiente...
 Al hablar, padre lo hizo con acento británico, como cuando se dirigía al padre Benedict. Lo hacía con cortesía, en aquel tono de ansia por complacer que utilizaba con los religiosos, en especial si eran de raza blanca. Con la misma cortesía con que había entregado el cheque para la reforma de la biblioteca de la escuela. Dijo que esta vez sólo había venido para ver mi clase y la hermana Margaret le respondió que si necesitaba algo que se lo hiciera saber.
 -¿Dónde está Chinwe Jideze? -preguntó padre al llegar a la puerta del aula, donde había un grupo de chicas hablando.
 Miré a mi alrededor, notaba que algo me oprimía las sienes. ¿Qué pretendía padre? El rostro iluminado de Chinwe apareció en el centro del grupo, como de costumbre.
 -Es la chica de en medio -contesté yo.
 ¿Es que padre iba a dirigirse a ella y a estirarle de las orejas por haber sido la primera de la clase? Deseé que se me tragara la tierra.
 -Mírala -me instó padre-. ¿Cuántas cabezas tiene?
 -Una.
 No me hacía falta mirarla para saberlo, pero lo hice de todas formas. Padre se sacó del bolsillo un pequeño espejo del tamaño de una polvera.
 -Mírate.
 Lo contemplé con curiosidad.
 -Mírate en el espejo.
 Tomé el espejo y me contemplé en él.
 -¿Cuántas cabezas tienes, gho? -me preguntó, hablándome en igbo por primera vez.
 -Una.
 -Esa chica también tiene una cabeza, no dos. ¿Por qué entonces has permitido que fuera la primera?
 -No volverá a ocurrir, padre.
 Soplaba un ligero ikuku polvoriento que se arremolinaba en espirales ocres como si fueran muelles que se desenroscaban. Notaba el sabor de la arena que se posaba en mis labios.
 -¿Por qué crees que trabajo tanto para daros lo mejor a Jaja y a ti? Tenéis que hacer algo de provecho con tantos privilegios. Como Dios os ha dado mucho, también espera mucho. Espera la perfección. Yo no tuve un padre que me llevara a las mejores escuelas. Mi padre se dedicaba a adorar a dioses de madera y de piedra. Yo no habría llegado a ninguna parte de no ser por los curas y las hermanas de la misión. Fui sirviente del párroco durante dos años. Sí, sirviente. Nadie me acompañaba a la escuela. Caminaba cada día los trece kilómetros que me separaban de Nimo, hasta que terminé los estudios primarios. Durante los años que asistí a la escuela secundaria San Gregorio, hacía de jardinero para los curas.
 Ya había oído antes aquella historia, cuánto había tenido que trabajar, cuántas cosas le habían enseñado los sacerdotes y las reverendas hermanas en la misión, cosas que nunca hubiera aprendido de haber sido por el idólatra de su padre, mi Papa-nnukwu. Pero asentí y traté de mostrar interés. Tenía la esperanza de que mis compañeras de clase no se preguntaran por qué mi padre y yo habíamos decidido mantener semejante conversación en la escuela, frente al edificio donde se impartían las clases. Al fin, padre se dejó de explicaciones y me retiró el espejo.
 -Kevin te vendrá a buscar -dijo.
 -Sí, padre.
 -Adiós. Estudia mucho.
 Y me dio un breve abrazo de costado.
 -Adiós, padre.
 Lo estaba contemplando alejarse por el camino bordeado de verdes arbustos cuando sonó el timbre que anunciaba la reunión de inicio de la jornada escolar.
 La reunión dio comienzo entre un gran alboroto, hasta la madre Lucy nos pidió varias veces a las chicas que guardáramos un poco de silencio. Yo estaba en primera fila, como siempre, porque las de detrás eran para las muchachas que formaban camarillas, que se reían tontamente y se susurraban cosas entre ellas, a escondidas de los profesores. Estos se encontraban en un podio, como estatuas con su hábito blanco y azul. Tras entonar un canto de bienvenida del cantoral, la madre Lucy leyó el capítulo quinto de san Mateo hasta el decimoprimer versículo y luego cantamos el himno nacional. Esta práctica era algo relativamente nuevo en las Hijas del Inmaculado Corazón. Había empezado el año anterior porque algunos padres habían expresado su preocupación ante el hecho de que sus hijas no conocieran el himno nacional ni el juramento a la patria. Mientras cantábamos observaba a las hermanas. Las reverendas hermanas nigerianas eran las únicas que cantaban, mostrando los dientes que contrastaban con su piel oscura. En cambio, las reverendas hermanas de piel blanca permanecían de pie con los brazos cruzados o palpaban las cuentas de cristal del rosario que llevaban colgado de la cintura mientras vigilaban que todas las estudiantes movieran los labios.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House, 2016, en traducción de Laura Rins Calahorra. ISBN: 978-84-397-3121-4.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: