V
«Monsieur Paul Bourget era el íntimo amigo y el guía espiritual de la condesa de Fardin, en cuya casa serví el año pasado como camarera. Allí oí continuamente decir que solamente aquél conocía lo más recóndito del alma femenina, tan complicada. Muchas veces había tenido la intención de escribirle, a fin de someterle este caso de psicología pasional. Nunca llegué a atreverme. No se sorprendan demasiado de lo grave de tales preocupaciones. Convengo en que no suelen ser frecuentes en las criadas. Pero en los salones de la condesa no se hablaba sino de psicología. Es un hecho reconocido que nuestro espíritu se modela según el de nuestros amos y, de lo que se habla en el salón, se habla también en las dependencias de la servidumbre. Lo malo es que allí no teníamos un Paul Bourget capaz de elucidar y resolver los casos femeninos que eran objeto de discusión. Ni siquiera las explicaciones de monsieur Jean llegaban a satisfacerme...
Un día, mi señora me envió a casa del ilustre maestro con un mensaje. Él mismo me entregó la respuesta. Entonces me atreví a plantearle la pregunta que me atormentaba, atribuyendo no obstante a una supuesta amiga tan escabrosa y sórdida historia. Monsieur Paul Bourget me preguntó:
-¿A qué clase social pertenece su amiga? ¿Se trata de una mujer de clase humilde que vive en la pobreza, sin duda?
-Es una camarera como yo, ilustre maestro.
Monsieur Bourget esbozó un gesto de superioridad, una mueca desdeñosa; por lo visto, no le gustaban los pobres.
-No me ocupo de tales psicologías -dijo-. Son espíritus demasiado insignificantes. Ni siquiera poseen una verdadera alma. No entran en el ámbito de mis estudios psicológicos.
Comprendí que en esos ámbitos no se empieza a poseer un espíritu, sino a partir de los cien mil francos de renta...
No ocurrió lo mismo con monsieur Jules Lemaitre, un amigo de la casa también, quien al ser interrogado de igual modo, respondió, cogiéndome del talle amablemente:
-Pues verás, encantadora Célestine, tu amiga es una buena chica, eso es todo. Y si se parece a ti, con gusto le diría dos palabritas, ¿sabes?
Él, al menos, con su cara de pequeño fauno jorobado y bromista, no se daba tono y era buen muchacho. ¡Qué pena que haya acabado haciéndose amigo de los curas!
Antes de todo eso, no sé lo que habría sido de mí en aquel infierno de Audierne, si las hermanitas de Pont-Croix, que me consideraban inteligente y amable, no me hubieran recogido por compasión. No abusaron de mi edad, ni de mi ignorancia, ni de mi situación difícil y vergonzante para utilizarme, para secuestrarme en su provecho, como ocurre a menudo en esa clase de sitios, donde se lleva la explotación humana hasta extremos criminales. Eran pobres y sencillas almas cándidas, tímidas, caritativas -y nada ricas- que no se atrevían a tender la mano a los transeúntes, ni a mendigar por las casas. Algunas veces vivían en auténtica miseria, pero se arreglaban como podían, y en medio de todas las dificultades de su vida no dejaban por ello de ser alegres y de cantar sin cesar como ruiseñores. Su ignorancia de la vida era conmovedora, y hoy, que puedo comprender mejor su infinita bondad, siendo deseos de llorar al recordarlas.
Me enseñaron a leer, a escribir, a coser, a hacer las cosas de la casa y, cuando estuve más o menos al corriente de todo lo necesario, me colocaron, de criadita, en casa de un coronel retirado que venía todos los veranos, con su mujer y sus dos hijas, a una especie de castillo casi en ruinas, cerca de Comfort. Eran buenas personas, sí, pero muy tristes... ¡y maniáticas además! Nunca sonreían, no llevaban ni una nota de color en su vestimenta que, invariablemente, era de tonos oscuros. El coronel había hecho instalar un torno en el desván, y allí se pasaba el día solo, fabricando hueveras de boj, o bien, esas bolas ovaladas que llaman "huevos de madera" y que utilizan las amas de casa para zurcir las medias. La señora redactaba memorial tras memorial, petición tras petición, a fin de que le concedieran un estanco, y las dos hijas no hablaban de nada, no hacían nada, la una con su cara de caballo, la otra con su rostro conejil, ambas amarillas y flacas, angulosas y marchitas; se mustiaban allí como plantas que carecieran de abono, de sol y de agua. Todos ellos me aburrían enormemente. Al cabo de ocho meses los mandé a paseo, en una reacción impulsiva que luego lamenté.
Pero, ¿qué se le va a hacer? Percibía en torno a mí la respiración y la vida de París. Su aliento henchía mi corazón de nuevos alientos. Aunque no salía mucho, había admirado con prodigioso estupor las calles, los escaparates, la muchedumbre, los palacios, los coches resplandecientes, las mujeres bien vestidas. Y cuando por la noche iba a acostarme al sexto piso, envidiaba a las criadas de las otras casas y sus bromas, que me parecían muy divertidas, y sus historias, que me dejaban maravillosamente sorprendida. Aun cuando estuve poco tiempo en aquella casa, pude ver arriba, por la noche, toda clase de excesos; incluso tomé parte en ellos, con la arrebatada emulación de una novicia. ¡Ah!, ¡cuántas vagas esperanzas e indefinidas ambiciones alimenté entonces, en aquel falaz ideal de placer y de vicio!
Es que cuando se es joven, cuando nada se sabe de la vida, uno se imagina cosas y sueña... ¡Ah, los sueños! ¡Cuántas tonterías hice a causa de ellos! Hasta hartarme, como decía monsieur Xavier, un pillastre la mar de pervertido, del que pronto hablaré.
¡Y lo que tengo rodado! ¡Ah, lo que he rodado! Me asusto cuando pienso en ello...
Aunque no soy vieja, he visto muchas cosas y muy de cerca. He visto a la gente al desnudo, he aspirado el olor de su ropa, de su piel, de su alma. A pesar de los perfumes, no huelen demasiado bien. ¡Hay que ver lo que un hogar respetable, lo que una familia honrada puede ocultar en lo que a vicios vergonzosos y a crímenes deleznables se refiere! Y todo ello bajo una apariencia de virtud. ¡Conozco bien eso!»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Cátedra, 1993, en traducción de Mª Dolores Fernández Lladó. ISBN: 84-376-1146-6.]
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