viernes, 14 de junio de 2019

El jardín de los Finzi-Contini.- Giorgio Bassani (1916-2000)


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Segunda parte
I

«-¿Y tú vas a ir?
 No me dio tiempo a contestarle. Inmediatamente, con aquel calor con que le veía animarse cada vez que se le ofrecía posibilidad de arrastrarme a una conversación cualquiera, preferentemente de tema político, se lanzó de cabeza a "puntualizar la situación".
 Desgraciadamente, había que confesarlo -empezó a recapitular, incansable-: el pasado 22 de septiembre, después del primer anuncio oficial del 9, todos los periódicos habían publicado aquella famosa circular complementaria del Secretario del Partido, que hablaba de diversas "medidas prácticas", de cuya inmediata aplicación respecto a nosotros deberían ocuparse las Federaciones Provinciales. En adelante, "además de confirmarse la prohibición de los matrimonios mixtos, la exclusión de todo joven, reconocido como perteneciente a la raza hebrea, de todas las escuelas estatales de cualquier orden y grado", así como la dispensa, para ellos, de la obligación "altamente honorífica", del servicio militar, nosotros, los "judíos", no podríamos insertar notas necrológicas en los diarios ni figurar en el listín telefónico, ni tener sirvientas de raza aria, ni frecuentar "círculos recreativos" de ningún género. Y sin embargo, a pesar de ello...
 -Espero que no vas a repetirme la acostumbrada historia -le interrumpí en este punto, meneando la cabeza.
 -¿Qué historia?
 -Eso de que Mussolini es mejor que Hitler.
 -Comprendo, comprendo -dijo él-. Pero tienes que reconocerlo. Hitler es un loco sanguinario, mientras que Mussolini será lo que sea, tan maquiavélico y renegado como quieras, pero...
 De nuevo le interrumpí, sin lograr frenar un gesto de impaciencia. ¿Estaba o no estaba de acuerdo -le pregunté más bien bruscamente-, con la tesis del ensayo de León Trotsky, que le había dado a leer unos días antes?
 Me refería a un artículo publicado en un viejo número de la "Nouvelle Revue Française", revista de la que guardaba celosamente en mi cuarto varios años completos. He aquí lo que había sucedido: no recuerdo por qué razón, había tratado a mi padre con brusquedad. Él se había ofendido y me había puesto mala cara, de modo que yo, en mi deseo de restablecer cuanto antes nuestras relaciones normales, no había encontrado nada mejor que hacerle partícipe de la más reciente de mis lecturas. Lisonjeado por esta prueba mía de estima, mi padre no se había hecho de rogar. Había leído, o mejor devorado, el artículo en seguida, subrayando a lápiz muchísimas líneas, y cubriendo los márgenes de apretadas notas. En sustancia -y me lo había declarado explícitamente-, aquel escrito "del bribón del viejo amigacho de Lenin" había sido también para él una auténtica revelación.
 -¡Pues claro que estoy de acuerdo! -exclamó contento de verme dispuesto a iniciar una discusión, pero a la vez desconcertado. -Indudablemente, Trotsky es un magnífico polemista. ¡Qué vivacidad, qué idioma! Es muy capaz de haber redactado el artículo directamente en francés. Sí -añadió sonriendo con orgullo-: los judíos rusos y polacos serán quizás poco simpáticos, pero siempre han tenido verdadera disposición para las lenguas. Lo llevan en la sangre.
 -Deja estar la lengua y fijémonos en los conceptos -corté, con un asomo de acritud profesoral de la que me arrepentí inmediatamente.
 El artículo hablaba claro, proseguí, con más calma. El capitalismo, en fase de expansión imperialista, no puede hacer otra cosa sino mostrarse intolerante frente a todas las minorías nacionales, y particularmente frente a los judíos, que son la minoría por antonomasia. Ahora bien, a la luz de esta teoría general (el ensayo de Trotsky era del año 31, no había que olvidarlo, el año en que había empezado la verdadera ascensión de Hitler), ¿qué importaba que Mussolini, como persona, fuese mejor que Hitler? Además, ¿era verdaderamente mejor Mussolini, incluso como persona?
 -Comprendo, comprendo... -seguía repitiendo quedamente mi padre, mientras yo hablaba.
 Tenía los párpados bajos y la cara contraída en una mueca de dolorosa paciencia. Al fin, cuando estuvo seguro de que yo no añadiría nada más, me puso una mano sobre una rodilla.
 Había comprendido -repitió una vez más, abriendo lentamente los párpados-. Sin embargo, tenía que permitirle que me lo dijera: en su opinión, yo veía las cosas demasiado negras, era demasiado catastrófico.
 ¿Por qué no se reconocía, en realidad, que después del comunicado del 9 de septiembre, e incluso después de la circular complementaria del 22, las cosas, por lo menos en Ferrara, habían seguido casi igual que antes? Muy cierto -reconoció  sonriendo con melancolía-, que durante aquel mes, entre los setecientos cincuenta miembros de nuestra Comunidad, no se habían producido defunciones de tal importancia que valiera la pena notificarlas en el "Corriere Ferraree" (salvo error, sólo habían muerto dos viejecitas del Asilo de Via Vittoria; una Saralvo y una Rietti, y esta última ni siquiera era de Ferrara, sino que procedía de un pueblo de la provincia de Mantua: Sabbioneta, Viadana, Pomponesco o algo así). Pero seamos justos: el listín telefónico no había sido retirado para ser sustituido por una reimpresión expurgada; ni había habido aún ninguna havertá, camarera, cocinera, nodriza o ama de llaves, de las que servían a alguna de nuestras familias, que, dándose súbitamente cuenta de que tenía "conciencia racial", hubiese pensado en liar los bártulos; en el Círculo de Comerciantes, en el que, desde hacía más de diez años, el cargo de Vicepresidente estaba en manos del abogado Lattes -y que él, mi padre, como yo sin duda sabía, continuaba frecuentando casi todos los días sin que nadie le molestase-, no se había hasta ahora pretendido que nadie dimitiera. Y Bruno Lattes, el hijo de Leone Lattes, ¿había sido acaso expulsado del Círculo de Tenis?»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1985, en traducción de Juan Petit. ISBN: 84-322-2050-7.]

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