lunes, 10 de junio de 2019

Ensayos políticos.- David Hume (1711-1776)


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15.-Idea de una República perfecta

«He aquí algunos aforismos políticos que pueden explicar la razón de estas disposiciones:
 El pueblo bajo y los pequeños propietarios son buenos jueces de cualquiera no muy distante de ellos en rango y domicilio, y por tanto, en sus reuniones parroquiales, elegirán como representante suyo al mejor o a alguien que se le acerque mucho. En cambio, no son en modo alguno idóneos para las asambleas de condado ni para elegir los altos cargos de la república. Su ignorancia da a los grandes ocasión de engañarlos.
 Diez mil personas, aunque no sean elegidas anualmente constituyen una base suficientemente amplia para cualquier gobierno libre. Cierto que en Polonia los nobles son más de diez mil, y no obstante oprimen al pueblo; pero como en ese país el poder reside siempre en las mismas personas y familias, esto las convierte en cierto modo en otra nación, ajena al pueblo. Además, los nobles están allí agrupados bajo unos pocos jefes de casas importantes.
 Todos los gobiernos libres deben tener dos consejos: uno restringido y otro amplio; en otras palabras, el senado y el pueblo. Como observa Harrington, sin el senado, al pueblo le faltaría sabiduría, mientras que el senado sin el pueblo estaría falto de honestidad.
 Si el pueblo estuviese representado por una asamblea muy numerosa, de mil personas por ejemplo, de concedérsele la facultad deliberante, caerá en el desorden, y de no concedérsele, el senado tendría un auténtico poder de veto sobre la asamblea popular, y el peor de todos, el anterior a las resoluciones.
 Hay aquí por tanto un inconveniente que ningún gobierno ha subsanado del todo hasta hoy, pero que tiene el remedio más fácil del mundo. Si el pueblo delibera, todo es confusión; si no lo hace, sólo puede aprobar, y se ve suplantado por el senado. Dividid al pueblo en muchos cuerpos independientes y podrán deliberar sin peligro, con lo que cualquier inconveniente parece evitado.
 Dice el cardenal de Retz que toda asamblea numerosa, cualquiera que sea su composición, es plebe, y el menor motivo puede influir en su ánimo. Así nos los confirma la experiencia cotidiana. Basta que uno de sus miembros caiga en el absurdo para que lo contagie a su vecino y la infección no tarde en propagarse. Dividid este gran cuerpo y, con que cada miembro tenga un poco de sentido común, bastará para que en el conjunto prevalezca la razón. Suprimiendo el efecto de la influencia y el ejemplo, el buen sentido triunfará del malo entre los reunidos.
 Hay dos cosas de que todo senado debe guardarse, y son las confabulaciones y las discordias. De ellas, la connivencia es la más peligrosa y contra este inconveniente hemos previsto los siguientes remedios: 1.-La gran dependencia que los senadores tienen del pueblo mediante las elecciones anuales en las que, además, no participa una chusma indiscriminada -que no otra cosa son nuestros electores ingleses-, sino hombres de fortuna y educación. 2.-El escaso poder que se les confiere. Disponen de pocos cargos, puesto que casi todos los nombramientos son hechos por los magistrados en los condados. 3.-El tribunal de competidores, que al estar compuesto por sus rivales más directos, incómodos en su situación actual, ejercerá una vigilancia continua sobre sus debilidades.
 Las divisiones dentro del senado tratan de evitarse: 1.-Por el pequeño número de sus miembros. 2.-Como toda facción supone acuerdo sobre un interés particular, éstos se evitan mediante la dependencia del pueblo. 3.-Tienen la facultad de expulsar a cualquier miembro faccioso. Cierto que cuando del condado viene otro miembro del mismo temple, carecen de poder para expulsarlo, pero tampoco conviene que lo tengan porque el hecho demuestra que ésa es la tendencia del pueblo, quizá provocada por la mala gestión de los asuntos públicos. 4.-Casi todos los miembros de un senado elegido de un modo tan regular por el pueblo pueden ser tenidos por aptos para cualquier cargo civil. Por tanto, sería conveniente que el senado adoptase ciertas resoluciones generales con respecto a la distribución de los cargos entre sus miembros; resoluciones que no obliguen en épocas críticas cuando cada senador tendrá ocasión de poner de relieve sus dotes extraordinarias o su extraordinaria estupidez, pero basten para prevenir la intriga y la facción al hacer casi automática la distribución de los cargos. Por ejemplo, entre estas disposiciones podrían figurar las de que nadie disfrutase de cargos hasta haber sido miembro del senado durante cuatro años; que excepto los embajadores, nadie ocupase un cargo dos años seguidos; que nadie llegase a los cargos superiores sino a través de los inferiores; que nadie ocupase más de una vez el cargo de protector, etc. El senado de Venecia se rige por normas de este tipo.
 En política extranjera es difícil que pueblo y senado difieran en sus intereses y por tanto conviene que en esta materia el senado tenga facultades absolutas, pues de otro modo no podría haber secreto ni flexibilidad en tal política. Además, como ninguna alianza puede llevarse a cabo sin dinero, esto supone ya para el senado sobrada dependencia, sin contar con que, al ser siempre el poder legislativo superior al ejecutivo, los magistrados o representantes pueden intervenir cuando lo juzguen necesario. [...]
 Una pequeña comunidad puede tener el mejor gobierno del mundo, porque todo está a la vista de los gobernantes, pero también corre el riesgo de verse sometida a países más fuertes. Nuestro plan parece reunir las ventajas de las grandes y las pequeñas comunidades.
 Toda ley de un condado puede ser anulada por el senado o por otro condado porque, cuando existe oposición de intereses, ninguna de las partes debe decidir por sí sola. La cuestión ha de ser sometida a todos para mejor determinar lo que conviene al interés general.
 En cuanto al clero y la milicia, las razones de lo dispuesto son obvias. Sin la dependencia del clero de los magistrados civiles y sin una milicia, es vano pensar que un gobierno libre pueda tener seguridad o estabilidad.
 En muchos gobiernos, los magistrados inferiores no tienen otra recompensa que la de ver colmada su ambición, vanidad o espíritu público.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, 1987, en traducción de César Armando Gómez. ISBN: 84-309-1372-6.]

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