Segunda parte
«Latancio: Yo os lo diré. Decíme: ¿cuál hiede más a Dios: un perro muerto de los que echan en el muladar o una ánima obstinada en la suciedad del pecado?
Arcidiano: El ánima, porque dice Sanct Agustín que tolerabilius foetet canis putridus hominibus quam anima peccatrix Deo*.
Latancio: Luego no me negaréis que no sea un pestífero muladar el ánima de un vicioso.
Arcidiano: No, por cierto.
Latancio: Pues el sacerdote que, levantándose de dormir con su manceba -no quiero decir peor-, se va a decir misa, el que tiene el beneficio habido por simonía, el que tiene el rancor pestilencial contra su prójimo, el que mal o bien anda allegando riquezas y obstinado en estos y otros vicios, aun muy peores que éstos, se va cadaldía a recebir aquel sanctísimo Sacramento, ¿no os parece que aquello es echarlo peor que en un muy hediente muladar?
Arcidiano: Vos me habláis un nuevo lenguaje y no sé qué responderos.
Latancio: No me maravillo que la verdad os parezca nuevo lenguaje. Pues mirad, señor: ha permitido Dios que eso se hiciese o se dijese, porque viendo los clérigos cuán grande abominación es tractar así el cuerpo de Jesucristo, vengan en conocimiento de cómo lo tratan ellos muy peor y, apartándose de su mal vivir, limpien sus ánimas de los vicios y las ornen de virtudes para que venga en ellas a morar Jesucristo y no lo tengan , como lo tienen, desterrado.
Arcidiano: Así Dios me vala que vos me habéis muy bien satisfecho a todas mis dudas, y estoy muy maravillado de ver cuán ciegos estamos todos en estas cosas exteriores, sin tener respecto a las interiores.
Latancio: Tenéis muy gran razón de maravillaros, porque a la verdad es muy gran lástima de ver las falsas opiniones en que está puesto el vulgo y cuán lejos estamos todos de ser cristianos, y cuán contrarios son nuestras obras a la doctrina de Jesucristo, y cuán cargados estamos de supersticiones; y a mi ver todo procede de una pestilencial avaricia y de una pestífera ambición que reina agora entre cristianos mucho más que en ningún tiempo reinó. ¿Para qué pensáis vos que da el otro a entender que una imagen de madera va a sacar cautivos y que, cuando vuelve, vuelve toda sudando, sino para atraer el simple vulgo a que ofrezcan a aquella imagen cosas de que él después se puede aprovechar? ¡Y no tiene temor de Dios de engañar así la gente! ¡Como si Nuestra Señora, para sacar un cativo, hobiese menester llevar consigo una imagen de madera! Y seyendo una cosa ridícula, créelo el vulgo por la auctoridad de los que lo dicen. Y desta manera os dan otros a entender que si hacéis decir tantas misas, con tantas candelas, a la segunda angustia hallaréis lo que perdiéredes o perdistes. ¡Pecador de mí! ¿No sabéis que en aquella superstición no puede dejar de entrevenir obra del diablo? Pues interveniendo, ¿no valdría más que perdiésedes cuanto tenéis en el mundo, antes que permitir que en cosa tan sancta se entremeta cosa tan perniciosa? En esta misma cuenta entran las nóminas que traéis al cuello para no morir en fuego ni en agua, ni a manos de enemigos, y encantos, o ensalmos que llama el vulgo, hechos a hombres y a bestias. No sé dónde nos ha venido tanta ceguedad en la cristiandad que casi habemos caído en una manera de gentilidad. El que quiere honrar un sancto, debría trabajar de seguir sus sanctas virtudes, y agora, en lugar desto, corremos toros en su día, allende de otras liviandades que se hacen, y decimos que tenemos por devoción de matar cuatro toros el día de Sanct Bartolomé, y si no se los matamos, habemos miedo que nos apedreará las viñas. ¿Qué mayor gentilidad queréis que ésta? ¿Qué se me da más tener por devoción matar cuatro toros el día de Sanct Bartolomé que de sacrificar cuatro toros a Sanct Bartolomé? No me parece mal que el vulgo se recree con correr toros; pero paréceme ques pernicioso que en ello piense hacer servicio a Dios o a sus sanctos, porque, a la verdad, de matar toros a sacrificar toros yo no sé que haya diferencia. ¿Queréis ver otra semejante gentilidad, no menos clara que ésta? Mirad cómo habemos repartido entre nuestros santos los oficios que tenían los dioses de los gentiles. En lugar de dios Mars, han sucedido Sanctiago y Sanct Jorge; en lugar de Neptuno, Sanct Elmo; en lugar de Baco, Sanct Martín; en lugar de Eolo, Sancta Bárbola; en lugar de Venus, la Madalena. El cargo de Esculapio habemos repartido entre muchos: Sanct Cosme y Sanct Damián tienen cargo de las enfermedades comunes; Sanct Roque y Sanct Sebastián, de la pestilencia; Sancta Lucía, de los ojos; Sancta Polonia, de los dientes; Sancta Águeda, de las tetas; y, por otra parte, Sanct Antonio y Sanct Aloy, de las bestias; Sanct Simón y Judas, de los falsos testimonios; Sanct Blas, de los que esternudan. No sé yo de qué sirven estas invenciones y este repartir de oficios, sino para que del todo parezcamos gentiles y quitemos a Jesucristo el amor que en Él sólo debríamos tener, vezándonos a pedir a otros lo que a la verdad Él solo nos puede dar. Y de aquí viene que piensan otros porque rezan un montón de salmos o manadas de rosarios, otros porque traen un hábito de la Merced, otros porque no comen carne los miércoles, otros porque se visten de azul o naranjado, que ya no les falta nada para ser muy buenos cristianos, teniendo por otra parte su invidia y su rencor y su avaricia y su ambición y otros vicios semejantes tan enteros, como si nunca oyesen decir qué cosa se ser cristiano.
Arcidiano: ¿De dónde procede eso a vuestro parecer?
Latancio: No me metáis ahora en ese laberinto, a mi ver más peligroso quel de Creta. Dejemos algo para otro día. Y agora quiero que me digáis si a vuestro parecer he complido lo que al principio os prometí.
Arcidiano: Digo que lo habéis hecho tan cumplidamente, que doy por bien empleado cuanto en Roma perdí y cuantos trabajos he pasado en este camino, pues con ello he ganado un día tal como éste, en que me parece haber echado de mí una pestífera niebla de abominable ceguedad y cobrado la vista de los ojos de mi entendimiento, que desde que nací tenía perdida.»
*"Es más tolerable a los hombres el hedor del perro podrido que el alma pecadora a Dios".
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1992, en edición de Rosa Navarro Durán. ISBN: 84-376-1123-7.]
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