lunes, 17 de junio de 2019

Cuentos de Canterbury.- Geoffrey Chaucer (1343-1400)


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Cuento del bulero

«Señores -comenzó el bulero-, siempre que predico en las iglesias, trato de hablar en voz recia y armoniosa como una campana, pues me sé de memoria cuanto digo. Mi texto ha sido siempre y es uno solo: Radix malorum est Cupiditas.
 Principio por manifestar de dónde vengo y luego exhibo todas mis bulas. Pero antes muestro mis licencias, con el sello de nuestro soberano señor, para garantizar mi persona y evitar que sacerdote o clérigo alguno ose estorbar en mi santo ministerio.
 Después relato historias y extraigo bulas de papas, de cardenales, de patriarcas y de obispos, y pronuncio algunas palabras en latín para sazonar mi sermón y estimular la devoción de las gentes. Y sin más saco mis urnas de cristal, llenas de trapos y huesos, que los demás imaginan ser reliquias. Y tengo, engastado en latón, el brazuelo de una sacra oveja judía. He aquí como digo:
 -Atended mis palabras, buena gente. Si alguna de vuestras vacas, carneros, terneros o bueyes se hincha por haber comido un gusano o por picadura de insecto, hundid este hueso en un pozo, lavad con agua del pozo la lengua de la res y al instante veréis que vuelve la salud. Y cualquier oveja que beba de ese pozo se curará de sarna, úlceras o cualquier enfermedad. Y si el dueño de las bestias bebe todas las semanas un trago de esa agua en ayunas, antes que cante el gallo, sus vituallas y ganado se multiplicarán. También esa agua cura los celos. Así, cuando un hombre sospeche de su mujer, bástale hacer su potaje con esa agua y nunca más desconfiará de su esposa, aun si supiera la verdad de su pecado y le constare que ha tenido trato con dos o tres hombres.
 Ved este mitón. Quien meta la mano en él verá multiplicarse sus cereales, ya sean avena o trigo, siempre que dé peniques o dineros.
 Adviértoos, buenos hombres y mujeres, que si en este templo está alguna persona que hubiere cometido un pecado nefando y por bochornoso no ose confesarlo (como también si hay alguna mujer, joven o vieja, que hubiese hecho cornudo a su marido), personas tales no tendrán facultad ni merced de subir a hacer ofrenda a mis reliquias en este lugar. Empero, el que se halle libre de semejantes culpas, puede subir y ofrendar en nombre de Dios y yo le absolveré con la autoridad que por bula me ha sido conferida.
 Con estos manejos he ganado, un año tras otro, hasta cien marcos desde que soy bulero. Instálome en un púlpito, como un sacerdote, y ante la plebe ignara que abajo se hacina, predico como os dije y añado cien mentirosas cosas más. Alargo el cuello y me balanceo hacia oriente y hacia occidente, como palomo acomodándose sobre un tejado. Muevo manos y lengua con tal soltura que es cosa de ver mi diligencia. Dirijo todo mi sermón sobre el ominoso pecado de la avaricia, porque tiendo a tornar a las gentes generosas y hacerles desembolsar sus peniques en mi beneficio. Pues habéis de saber que mi propósito es ganar dinero y no enmendar pecados. ¡Poco se me da que las almas del prójimo anden errantes luego de sepultados sus cuerpos! Y por eso muchos de mis sermones tienen a menudo mala intención, porque unos buscan lisonjear a la gente, beneficiándome yo con mi hipocresía, y otros tienden a la vanagloria y otros a satisfacer mis inquinas. Sí, que cuando no oso combatir a alguien por otros medios, atácole con punzadora lengua en mis prédicas, y así le calumnio si ha ofendido a mis hermanos o a mí. Verdad es que no le menciono por su nombre, pero bien le conocen los demás por sus circunstancias y signos De esta suerte sirvo a los que me enojan, y así, so capa santa y justa, lanzo mi ponzoña.
 Pero, por declarar concisamente mi propósito, os diré que no predico sino por codicia y de aquí que mi texto haya sido y continúe siendo: Radix malorum est Cupiditas. Sermoneo, pues, contra el mismo vicio que ejerzo. Aunque yo incurra en ese pecado, hago que otros se separen y arrepientan hondamente de él, pero mi finalidad esencial no es ésa, sino satisfacer mi codicia. Y ahora, con esto basta sobre el asunto.
 Luego de cuanto dije, suelo relatar ejemplos de añejas historias, porque al vulgo ignorante le complacen los cuentos viejos, que les es fácil recordar y repetir sin trabajo. Por tanto, decidme: ¿debo yo, mientras pueda hablar y ganar oro y plata con lo que muestro, subsistir de buen grado en la miseria? No, ni nunca en verdad se me ocurrió así. Gústame discursear y pedir en tierras diversas, porque no quiero trabajar con las manos, ni tejer cestos, ni vivir de vanas limosnas. Tampoco imitaré a los apóstoles, pues deseo dinero, lana, queso y trigo, así sea ello a expensas del más pobre paje o de la viuda más menesterosa de la aldea, no parándome a reparar si los hijos de la mujer podrán por ello perecer de hambre. Porque quiero gustar el licor de la vida y tener en todas las ciudades mozas alegres.
 Ya acabo de esto, señores, y pues os proponéis que os relate un cuento, voy, por Dios (ahora que he bebido buena cerveza fuerte), a deciros cosas que espero sean de vuestro agrado. Porque, aunque vicioso, cábeme referiros una historia muy moral, que suelo unir a mis prédicas para sacar provecho. Callad, pues, que empiezo.
 Había antaño en Flandes una compañía de jóvenes que se entregaban a disoluciones tales como orgías, juego, lupanares y tabernas, en cuyos lugares danzaban al son de laúdes, arpas y guitarras, además de lo cual jugaban a los dados noche y día. Y para colmo comían y bebían más allá del límite de sus fuerzas, haciendo así sacrificio al diablo dentro de su propio diabólico templo, de manera nefanda y con excesos ominosos. Prorrumpían también en tremendos y hórridos juramentos, tales que daba pavor oírles, porque desgarraban el cuerpo de nuestro bendito Señor, sin duda pareciéndoles que los judíos no le habían desgarrado bastante. Y cada uno de ellos alababa los pecados de los otros.
 Tras esto llegaban danzarinas livianas y lindas, jóvenes vendedoras de frutas, cantoras con arpas, prostitutas, vendedoras de dulces y otras mujeres que son auténticas secretarias del diablo en materia de estimular y encender el fuego de la lascivia, que va unida siempre a la gula.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1984, en traducción de Juan G. de Luaces. ISBN: 84-320-3921-7.]
 

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