Acto primero. Escena cuarta.
El conde don Gómez* y don Diego**.
«El Conde: Al fin, sois vos quien ganáis y el favor del rey os eleva a un rango que sólo a mí me correspondía. Os hace ayo del príncipe de Castilla.
Don Diego: Este honor que hace a mi familia, muestra a todos que es justo y pone de manifiesto sobradamente que sabe recompensar los servicios pasados.
El Conde: Por grandes que sean los reyes, son como nosotros; pueden equivocarse como los demás hombres y esta elección muestra a todos los cortesanos que saben pagar mal los servicios presentes.
Don Diego: No sigamos hablando de una elección que irrita vuestro ánimo; el favor ha podido decidirla tanto como el mérito; de escogeros, quizá se hubiera podido escoger mejor, pero el rey me ha juzgado más apto para su deseo. Al honor que me ha hecho, añadid vos otro. Unamos con un lazo sagrado mi casa y la vuestra. Rodrigo ama a Jimena, y su digna persona es el objeto más querido de su afecto. Consentid en ello, señor, y aceptarle por yerno.
El Conde: A más altos partidos debe aspirar Rodrigo, y el nuevo esplendor de vuestra dignidad debe llenar su corazón con otras vanidades. Ejercedla, señor, y educad al príncipe, mostradle cómo hay que regir una provincia, cómo hacer temblar por doquier a los pueblos sometidos a su ley, henchir de amor a los buenos y de espanto a los malvados: unid a estas virtudes las de un capitán, mostradle cómo hay que endurecerse con las fatigas, no tener rival en el oficio de Marte, pasar días enteros y noches a caballo, descansar completamente armado, forzar una muralla y deber sólo a uno mismo el triunfo en la batalla. Instruidle con vuestro ejemplo y recordad que han de ver sus ojos lo que le enseñáis.
Don Diego: Para instruirse con el ejemplo, a pesar de la envidia, le bastará leer la historia de mi vida: ahí, en una larga trama de nobles acciones, verá cómo hay que domar a los pueblos, atacar una plaza, ordenar un ejército y con grandes hazañas labrar su renombre.
El Conde: Mayor poder tienen los ejemplos vivos, un príncipe aprende mal sus deberes en un libro. Y a fin de cuentas, ¿qué hay en tan grande número de años que no pueda igualar una de mis jornadas? Si vos fuisteis valiente, yo lo soy ahora y este brazo es el más firme apoyo del reino; Granada y Aragón tiemblan cuando este acero reluce, mi nombre sirve de baluarte a toda Castilla; sin mí, pronto pasaríais a depender de otras leyes y si no me tuvieseis ya no tendríais reyes. Cada día, cada instante añade para gloria mía laurel sobre laurel, victoria sobre victoria: para ejercitarse en la generosidad, el príncipe ganaría combates caminando a mi lado; lejos de las frías lecciones que ha preferido a mi brazo, aprendería a vencer viendo mi comportamiento.
Don Diego: Me habláis en vano de lo que yo conozco: os he visto combatir y mandar bajo mis órdenes; cuando en mis nervios la edad ha puesto su hielo, vuestro raro valor ha ocupado mi sitio; en fin, para ahorrarnos palabras superfluas, vos sois hoy lo que antaño yo fui. Sin embargo, en esta igualdad ya veis que entre nosotros un monarca hace diferencias.
El Conde: Lo que yo merecía, vos os lo habéis llevado.
Don Diego: Quien a vos os lo ha ganado, más lo había merecido.
El Conde: Quien mejor puede ejercerlo, es el más digno.
Don Diego: Ser rechazado no es buena señal de ello.
El Conde: Lo habéis obtenido mediante intrigas, pues sois viejo cortesano.
Don Diego: Mi único partidario ha sido el esplendor de mis hazañas.
El Conde: Digamos mejor que el rey ha hecho honor a vuestros años.
Don Diego: El rey, cuando lo hace, lo mide por el valor.
El Conde: Si así fuera, ese honor sólo correspondería a mi brazo.
Don Diego: Quien no ha podido obtenerlo no lo merecía.
El Conde: ¿Qué no lo merecía? ¿Yo?
Don Diego: Vos.
El Conde: Tu desvergüenza, temerario viejo, tendrá su merecido. (Le da una bofetada.)
Don Diego: Acaba, y toma mi vida después de afrenta tal, la primera con que mi raza ha visto enrojecer su frente. (Echan mano a las espadas.)
El Conde: ¿Y qué piensas hacer con tanta debilidad?
Don Diego: ¡Oh, Dios! Mis gastadas fuerzas en este trance me abandonan.
El Conde: Tu espada es mía, pero te envanecerías demasiado si este vergonzoso trofeo hubiera pesado en mi mano. Adiós, y haz leer al príncipe, para su instrucción, y a pesar de la envidia, la historia de tu vida: este justo castigo a unas palabras insolentes no dejarán de servirle de pequeño ornamento.
Don Diego: ¿No derramas mi sangre?
El Conde: Mi ánimo está satisfecho y mis ojos reprochan a mi mano tu derrota.
Don Diego: ¡Desprecias mi vida!
El Conde: Detener su curso no sería más que adelantar la Parca tres días.»
*Don Gómez, conde Gormaz y padre de Jimena.
**Don Diego, padre de don Rodrigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: