La legión perdida
"Los afganos fueron siempre una raza muy callada y preferían, con mucho, cometer una mala acción a soltar prenda respecto a lo que habían hecho.
Permanecían tranquilos y se comportaban muy bien durante muchos meses y, de pronto, una noche cualquiera, sin decir nada y sin enviar advertencia, atacaban un puesto de policía, rebanaban la cabeza a un par de guardias, se precipitaban sobre una aldea, raptaban tres o cuatro mujeres y se retiraban, bajo el rojizo resplandor de las chozas que ardían, arreando delante de ellos el ganado cabrío y vacuno para llevárselo a sus montes desolados. En esas ocasiones, el gobierno de la India recurría casi a las lágrimas. Empezaba por decir: "Por favor, sed buenos y os perdonaremos". La tribu que había tomado parte en el último desaguisado se llevaba colectivamente el dedo pulgar a la nariz y contestaba con rudeza. Entonces el Gobierno decía: "¿No sería preferible para vosotros que pagaseis una pequeña suma por aquellos pocos cadáveres que la otra noche dejasteis al retiraros?" Al llegar a este punto la tribu contemporizaba, recurría a la mentira y a las fanfarronadas y algunos de los hombres más jóvenes, simplemente para demostrar su desdén hacia la autoridad, realizaban otra incursión contra otro puesto de policía y disparaban sus armas contra alguno de los fuertes construidos de barro en la frontera; si la suerte los acompañaba, mataban a algún oficial inglés auténtico. Entonces, el gobierno decía: "Tened cuidado, porque si os empañáis en seguir esa línea de conducta, perderéis con ello".
Si la tribu estaba bien enterada de lo que ocurría en la India, presentaba sus excusas o contestaba con rudeza, según si las noticias que poseía le indicaban que el Gobierno andaba atareado en otros menesteres o se hallaba en condiciones de dedicar toda su atención a las hazañas de la tribu. Había algunas tribus que sabían con exactitud hasta qué número de muertos podían llegar. Pero otras se exaltaban, perdían la cabeza y le decían al Gobierno que viniese a vérselas con ellos. El Gobierno, con dolor y lágrimas, y con un ojo puesto en el contribuyente británico de Inglaterra, que se empeñaba en considerar tales ejercicios militares como atropelladoras guerras de anexión, preparaba una costosa brigadilla de campaña y algunos cañones y despachaba todo hasta los montes para arrojar a la tribu culpable fuera de sus valles, en los que crecía el maíz, y obligarla a refugiarse en la cima de los montes, en donde no encontraban nada que comer. Entonces la tribu reunía todas sus fuerzas y entraba gozosa en campaña porque sabía que sus mujeres serían siempre respetadas, que se cuidaría de sus heridos sin someterlos a mutilaciones y que, en cuanto quedase vacío el talego de maíz que cada hombre llevaba siempre a cuestas, le quedaba el recurso de rendirse y de entrar en tratos con el general inglés, a pesar de que se hubiesen conducido como auténticos enemigos.
Llegados a un acuerdo, y después de que hubiesen pasado años, muchos años, la tribu pagaría al Gobierno el precio de la sangre, moneda a moneda, y entretendría a los hijos contándoles que habían matado a los soldados de guerrera roja por millares. El único inconveniente de esta clase de guerra excursionista era la debilidad de los hombres de guerreras rojas, que no llegaban jamás a volar solemnemente, a fuerza de pólvora, las torres fortificadas y los refugios de los rebeldes. Las tribus consideraban esta conducta como una ruindad.
Entre los jefes de las tribus más pequeñas de aquellos clanes poco numerosos, que conocían al penique el gasto que representaba poner en campaña contra ellos a las tropas blancas, contábase un sacerdote -bandido jefe- al que vamos a llamar el Gulla Kutta Mullah. Sentía por los asesinatos de frontera un entusiasmo tal que había llegado a convertirlos en obras de arte casi nobles. Mataba por pura maldad a un mensajero portador de correo, o atacaba con fuego de rifle un fuerte de barro en el momento en que, según él sabía, nuestros hombres necesitaban dormir. En sus épocas de descanso iba de visita a las tribus vecinas, esforzándose por arrastrarlas a cometer actos malvados. Tenía, además, una especie de hotel para los demás fugitivos de la justicia en su propia aldea, situada en un valle llamado Bersund. Todo asesino que se respetase a sí mismo tenía que recalar en Bersund si había actuado por aquella parte de la frontera, porque todos consideraban esa aldea como lugar completamente seguro".
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