"La filosofía, que domina el gusto de nuestro siglo, a juzgar por los progresos que hace entre nosotros, parece que quisiera reparar el tiempo que ha perdido y vengarse de la especie de desprecio que le habían mostrado nuestros padres. Este desprecio ha recaído hoy sobre la erudición y no por haber cambiado de objeto es más justo. Se cree que hemos sacado ya de las obras de los antiguos todo lo que nos importaba saber y, en consecuencia, se dispensaría fácilmente de su esfuerzo a quienes todavía van a consultarlas. Parece que se mira la antigüedad como a un oráculo que lo ha dicho todo y al que es ya inútil interrogar, y apenas se da más importancia a la restitución de un pasaje que al descubrimiento de una venilla en el cuerpo humano. Pero así como sería ridículo creer que ya no queda nada por descubrir en la anatomía porque los anatomistas se dedican a veces a investigaciones inútiles en apariencia y a menudo útiles por sus resultados, no sería menos absurdo querer proscribir la erudición con el pretexto de las investigaciones poco importantes a que puedan entregarse nuestros sabios. Es ignorante o presuntuoso creer que todo está visto ya en cualquier materia que sea y que nada podemos sacar del estudio y de la lectura de los antiguos.
La costumbre de escribirlo actualmente todo en lengua vulgar ha contribuido sin duda a arraigar este prejuicio y es quizá más perniciosa que el prejuicio mismo. Como nuestra lengua se ha extendido por toda Europa, hemos creído que había llegado el momento de sustituir con ella la lengua latina que, desde el renacimiento de las letras, era la de nuestros sabios. Reconozco que aún es mucho más disculpable que un filósofo escriba en francés, que un francés haga versos en latín. Hasta convengo de buen grado en que esta costumbre ha contribuido a difundir las luces, suponiendo que sea lo mismo difundir realmente el espíritu de un pueblo que extender su superficie. Sin embargo, de aquí resulta un inconveniente que debíamos haber previsto: los sabios de otras naciones a los que hemos dado ejemplos han pensado, con razón, que escribirían mejor en su lengua que en la nuestra. Inglaterra nos ha imitado; Alemania comienza a abandonar insensiblemente el uso del latín, que parecía haberse refugiado en este país; no dudo que los suecos, daneses y rusos no tardarán en seguirles. Así, antes de que termine el siglo XVIII, un filósofo que quiera conocer a fondo los descubrimientos de sus predecesores se verá obligado a cargarse la memoria con siete u ocho lenguas diferentes; y después de haber empleado en aprenderlas el tiempo más valioso de su vida, se morirá antes de comenzar a conocer la filosofía. El uso del latín, que en materias de gusto, hemos censurado, es sumamente útil en las obras de filosofía, cuyo principal mérito estriba en la claridad y en la precisión, y que no necesitan más que una lengua universal y convenida.
Sería, pues, de desear que se restableciera su uso; pero no hay modo de esperarlo. El abuso de que nos atrevemos a quejarnos es demasiado favorable a la vanidad y a la pereza para pretender desarraigarlo. Los filósofos, como los otros escritores, quieren ser leídos y, sobre todo, por su nación. Si usasen otra lengua menos conocida, no habría tantas bocas que los celebraran y presumieran de comprenderlos. Cierto que, con menos admiradores, habría mejores jueces; pero esto es una ventaja que les afecta poco, porque la fama depende más del número que del mérito de los que la otorgan.
En compensación, pues, no se debe exagerar en nada; nuestros libros de ciencia parecen haber adquirido hasta aquella especie de ventaja que parecía privativa de las obras de bellas letras. Un escritor respetable que nuestro siglo ha tenido la fortuna de poseer mucho tiempo, y cuyas diferentes producciones alabaría aquí si no me limitase a considerarlo como filósofo, ha enseñado a los sabios a sacudirse el yugo de la pedantería. Maestro en el arte de aclarar las ideas más abstractas, ha conseguido ponerlos a la altura de las inteligencias que pudieran parecer menos aptas para comprenderlas usando para ello mucho método, mucha precisión y mucha claridad. Hasta se ha atrevido a prestar a la filosofía los adornos que parecían serle más ajenos y que más severamente parecían estarle prohibidos; y este valor ha quedado justificado por el éxito más general y más halagüeño. Pero, semejante a todos los escritores originales, ha dejado muy atrás a los que creían poder imitarle".
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