Otra siesta más
"-¿Qué quiere usted decir?
-Pues digo que los hombres son de dos clases. Ése es de primera.
-Anda éste, con lo que nos sale ahora. Y ¿qué es eso de primera o segunda clase, como en el tren?
-Muy sencillo -tose y tose don Enrique-. Perdón por esta maldita tos, señoras mías. Los hombres somos de dos clases. Unos nacen así, como ese tío, templados, enhiestos. Tienen el pecho, ya desde antes de nacer, dispuesto para recibir condecoraciones. Otros nacen como yo, los de segunda. Ya tenemos la espalda echada hacia adelante. Nada de condecoraciones. Si nos descuidamos, nos colocan en los hombros un saco bien llenito. ¡Así es la vida, y hay que conformarse!
-¡No nos venga ahora con filosofías! Ande, que usted aún va bien elegante.
Doña Lupita ha dicho esto último mirándose los zapatos gastados, las medias baratas, la falda desteñida, los puños de piel pelechona... Doña Lupita se mira las manos deformadas por el reuma y siente una gran compasión por sí misma. Suspira, una lejana pena orillando la voz:
-En mis tiempos, yo tuve un novio militar. ¡Más alto era...! Teniente de artillería, teniente era. Pero... ¡de los de primera, don Enrique!
Tomasa se levanta airada, súbita. Un mozallón con una barquillera al hombro pasa por allí. Tomasa se le acerca y le ordena que se marche al otro extremo de la plaza:
-Esta tierra es mía y yo tengo aquí mi clientela. Así que, ¡largo!
El muchacho se aparta, refunfuñando. A los pocos pasos se vuelve, mira rencoroso a Tomasa y dice, bajito, algo que se adivina injurioso. Tomasa grita:
-¡No me tientes! ¡Mira que estoy muy harta! ¡Yo pago mis impuestos!
Don Enrique intercede:
-Tomasa, mi querida amiga, yo considero que ese joven no le ha hecho nada. Se trata de un inofensivo industrial que no posee acciones. Además, usted no tiene barquillos, y él paga también su licencia, y todo esto sin contar con la caridad cristiana, ni con el principio, universalmente acatado, de la división del trabajo.
Tomasa, sentándose, dándole meneos nerviosos al mosquitero:
-Oiga, don Kike, usted, de esto, pues que, ¡chitón! Muchas palabras, sí, pero si una se hace de miel, le quitan la clientela, y la industria se desmorona. ¿Es que usted no lee los periódicos? ¡Hay que proteger la pequeña industria! Todo el mundo lo sabe.
Doña Lupita interviene, un poco asustada ante el cariz que toma la discusión:
-No, no diga usted, Tomasa. Lo que dicen los periódicos suelen ser mentira. Y si no, acuérdese de usted de lo de...
-¡Calle, calle! Lo que dicen los periódicos va a misa.
-¡Ay, no crea! Ya ve usted lo del seguro mío.
-¡Si lo sabré yo! Ya ve los precios. Yo leo los periódicos todas las mañanas antes de subir mi mercancía.
-Bueno, no es lo mismo. Yo lo que sé es que el seguro no funciona. Y los precios subirán, pero las pensiones no. Y la penicilina, ¡bueno, la penicilina! Y yo necesito muchos específicos, ¿sabe usted, don Enrique? Yo soy feliz gracias a los específicos. ¡Me encantan!
Don Enrique mueve la cabeza cansadamente:
-Me lo imagino, claro, me lo imagino.
Tomasa regurgita:
-Pues a mí no me han dado nunca penicilina. Ni me la darán. ¡Sinapismos! ¡Manzanilla! ¡Y tan guapamente!
-¡Así cualquiera! -deduce Lupita-. ¡Por eso no necesita del seguro!"
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