En el séptimo mes
La visita de Bebel
"Sin embargo, la cocinera del siglo XIX tuvo la última palabra: "¡Compañeros!", les gritó a los cocineros. "Cocináis sin conciencia histórica. No queréis reconocer que la cocina masculina, durante siglos, ha sido un producto de los conventos y de las cortes, de la clase dominante en cada momento, en tanto que nosotras, las cocineras, hemos servido siempre al pueblo. En otras épocas fuimos anónimas. No teníamos tiempo para salsas refinadas. No hay entre nosotras ningún príncipe Pückler, ningún Brillat-Savarin, ningún maître de cuisine. En las épocas de hambre estirábamos nuestra harina con bellotas. Cada día se nos tenía que ocurrir algo nuevo para las gachas de avena. Una lejana pariente mía, la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke, y no el Tío Fritz, fue quien introdujo la patata en Prusia. Vosotros, en cambio, sólo habéis inventado siempre cosas extravagantes: perdiz deshuesada a la diplomática, rellena de caza trufada y guarnecida de pastelillos de foie-gras de oca. ¡No, compañeros! Yo estoy con las patas de cerdo con pan moreno y pepinillos en salmuera. Yo estoy con los baratos riñones de cerdo en salsa de mostaza. ¡Quien no sienta en la boca el sabor histórico del mijo y las gachas de esteba no debe hablar aquí, satisfecho de sí mismo, de parrillas ni salteados!"
Los cocineros, cabreados, gritaron: "¡Al grano! ¡Al grano!" Luego se trató sólo de las próximas negociaciones de salarios en Renania septentrional-Westfalia.
Entretanto, el presidente del Partido Socialdemócrata se había hecho una idea, sin duda superficial pero suficiente para tener una impresión de conjunto, del manuscrito de Lena Stubbe para un Libro de cocina proletaria. Elogió el esfuerzo. Reconoció que la joven obrera, casi siempre de origen rural y habituada a una economía de subsistencia, había permanecido en el ámbito urbano sin orientación y, en sus tareas domésticas -por ejemplo, en la cocina-, había carecido de directrices de clase. Él conocía el enorme y nocivo consumo de azúcar de los hogares proletarios. Sin duda, también el alcoholismo de los obreros guardaba relación con los anárquicos hábitos alimenticios del proletariado. La corrupción burguesa comenzaba ya al hacer la compra. Era verdad: a su libro sobre la mujer le faltaba un capítulo al respecto. Era posible que no sólo él, sino también el movimiento obrero en su totalidad, hubieran descuidado desde el principio educar, al mismo tiempo que a la cabeza, al paladar, desarrollando un gusto de clase. No se podía dejar todo al buen sentido. La demanda de justicia estaba demasiado apegada al papel. Faltaba lo sensual. El estómago no quería sólo que lo llenaran. Por eso, al socialismo, por muy agudamente crítico que pudiera ser, le faltaba humor. Una obra como aquélla era, por lo tanto, más que necesaria. La camarada Stubbe había estado muy acertada en sus comentarios y citas históricas, por ejemplo, la alusión a la escasez y el encarecimiento de la carne alrededor del 1520 y el desarrollo consiguiente de platos de harina muy populares, como las pastas y las albóndigas. También estaba de acuerdo con ella, en general, en que la introducción de la patata en Prusia había producido un cambio más profundo que la gloriosa sucesión de batallas de la Guerra de los Siete Años. Sólo podía hacer suya la afirmación de que el triunfo de la patata sobre el mijo había sido un hecho revolucionario. Todo estaba concebido en una línea marxista, aunque Marx no hubiera sabido percibir ese aspecto de los hábitos alimentarios del proletariado, probablemente a causa de su origen burgués. Tanto al capitalismo como al socialismo se les había pegado desde el principio algo de puritano. Por lo demás, le maravillaban los conocimientos de la camarada Lena. Veía en ella el prototipo de la mujer proletaria autodidacta. También él, de oficial tornero, había tenido que adquirir sus conocimientos leyendo, sin una formación previa suficiente.
Luego Augusto Bebel le estrechó la mano largamente a Lena; hasta tal punto lo había convencido. Exclamó: "¡Un día inolvidable!" Sin embargo, cuando Lena le pidió al presidente de su partido que escribiera un prólogo para su Libro de cocina proletaria porque, siendo mujer y desconocida, no podría encontrar editor, Bebel se mostró inseguro. No creía, dijo, que la conciencia de los camaradas estuviese ya tan madura como para comprender la necesidad política de un prólogo del presidente de su partido a un libro de cocina. Se pondría en ridículo y, con ello, sólo perjudicaría a una buena causa. Por no hablar de la reacción de la opinión burguesa. En el campo adversario sólo esperaban algún desliz suyo. Por desgracia, por desgracia".
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