Capítulo VII
"-¿Quién es? -preguntó el anciano, añadiendo en seguida-: ¡Adelante!
Entré.
-Perdóneme usted -dije-. Soy un viajero en busca de un poco de reposo. Me haría un gran favor si me permitiera disfrutar del fuego unos minutos.
-Pase, pase -dijo De Lacey-, y veré cómo puedo atender sus necesidades. Desgraciadamente, mis hijos no están en casa y, como soy ciego, temo que me será difícil procurarle algo de comer.
-No se preocupe, buen hombre; tengo comida -dije-, no necesito más que calor y un poco de descanso.
Me senté y se hizo un silencio. Sabía que cada minuto era precioso para mí, pero estaba nervioso acerca de cómo debía empezar la entrevista. De pronto el anciano se dirigió a mí:
-Por su acento extranjero deduzco que somos compatriotas. ¿Es usted francés?
-No, no lo soy, pero me educó una familia francesa, y no entiendo otra lengua. Ahora voy a solicitar la protección de unos amigos, a quienes amo tiernamente y en cuya ayuda confío.
-¿Son alemanes?
-No, son franceses. Pero cambiemos de conversación. Soy una criatura desamparada y sola; miro a mi alrededor y no encuentro bajo la capa del cielo amigo o pariente alguno. Estas bondadosas gentes hacia quienes me dirijo saben poco de mí y ni siquiera me conocen. Estoy lleno de temores pues, si me fallan, me convertiré en un desgraciado para el resto de mi vida.
-No desespere. Cierto que es una desgracia el hallarse sin amigos pero el corazón de los hombres, cuando el egoísmo no los ciega, está repleto de amor y caridad. Confíe y tenga esperanza, y si sus amigos son bondadosos y caritativos no tiene nada que temer.
-Son muy amables; no puede haber personas mejores en el mundo, pero por desgracia recelan de mí aunque mis intenciones son buenas. Nunca he hecho daño a nadie, por el contrario, siempre he tratado de aportar mi ayuda. Pero un prejuicio fatal los obnubila, y en lugar de ver en mí a un amigo lleno de sensibilidad me consideran un monstruo detestable.
-Eso es lamentable. Pero, si está usted exento de culpa, ¿no les podría convencer?
-Estoy a punto de iniciar esa tarea y es justamente por ello por lo que siento tantos temores. Tengo un gran cariño por estos amigos. Durante muchos meses, y sin que ellos lo sepan, les he venido prestando cotidianamente algunos pequeños servicios, no obstante piensan que quiero perjudicarlos. Es precisamente ese prejuicio el que quiero vencer.
-¿Dónde viven sus amigos?
-Cerca de este lugar.
El anciano hizo una pausa y continuó:
-Si usted quisiera confiarse a mí, quizá yo podría ayudarlo a vencer el recelo de sus amigos. Soy ciego y no puedo opinar acerca de su aspecto, pero hay algo en sus palabras que me inspira confianza. Soy pobre y estoy en el exilio, pero me será muy grato poder servir de ayuda a otro ser humano.
-¡Es usted muy bueno! Agradezco y acepto su generosidad. Con su bondad me infunde nuevos ánimos. Confío en que, con su ayuda, no me veré privado de la compañía y afecto de sus congéneres.
-¡No lo quiera Dios! Ni aunque usted fuera de verdad un malvado, pues eso sólo lo llevaría a la desesperación y no le instigaría a la virtud. Sepa que yo también soy desgraciado. Aunque inocentes, mi familia y yo hemos sido injustamente condenados y, por tanto, puedo comprender muy bien cómo se siente.
-¿Cómo puedo agradecerle estas palabras? Es usted mi único y mejor bienhechor; de sus labios oigo las primeras frases amables dirigidas a mí y jamás podré olvidarlo. Su humanidad me asegura que tendré éxito entre aquellos amigos a quienes estoy a punto de conocer.
-¿Cómo se llaman sus amigos? ¿Dónde viven?
Guardé silencio. Pensé que éste era el momento decisivo, el momento en que mi felicidad se confirmaría o se vería destruida para siempre".
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