viernes, 13 de noviembre de 2015

"Mal de escuela".- Daniel Pennac (1944)


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VI.-Maximilien, o el culpable ideal.
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 "Al día siguiente de aquella visita, de regreso ya en París, cuando descendía de las colinas del distrito XX hacia mi despacho, se me ocurrió la idea de evaluar a los alumnos que encontraba por el camino entregándome a un cálculo metódico: 100 euros de zapatillas deportivas, 110 de tejanos, 120 de camisa, 80 de mochila, 180 de walkman (a 90 decibelios la devastadora paliza auditiva), 90 euros por el móvil multifunción, sin prejuzgar lo que contienen las bolsas, que se lo voy a dejar a buen precio, a 50 euros, todo puesto sobre unos patines en línea, a 150 euros el par. Total: 880 euros, es decir, 5.764 francos por alumno, lo que significa 576.400 francos de mi infancia. Hice la comprobación los días siguientes, tanto a la ida como a la vuelta, comparándolo con los precios expuestos en los escaparates que encontraba en mi camino. Todos mis cálculos desembocaban en torno al medio millón. Cada uno de aquellos mocosos valía medio millón de los francos de mi infancia. Es una estimación media por niño de clase media con unos padres de renta media, en el París de hoy. El precio de un alumno parisino renovado, digamos al terminar las vacaciones de Navidad, en una sociedad que considera su juventud, ante todo, como una clientela, un mercado, una ristra de objetivos.
 Niños clientes, pues, con o sin medios, tanto los de las grandes ciudades como los de los arrabales, arrastrados por la misma aspiración al consumo, por el mismo aspirador universal de deseos, pobres y ricos, grandes y pequeños, chicos y chicas, en un revoltillo que se traga el sifón de la única y atorbellinada aspiración: ¡consumir! Es decir, cambiar de producto, querer lo nuevo, más que lo nuevo, el último grito. ¡La marca! ¡Y que se sepa! Si sus marcas fueran medallas, los chiquillos de nuestras calles sonarían como generales de opereta. Unos programas muy serios os explican, por activa y por pasiva, que de ello depende su identidad. La misma mañana de la última vuelta al cole, una suma sacerdotisa del marketing declaraba por la radio, en el tono convencido de una abuela responsable, que la Escuela tenía que abrirse a la publicidad que puesto que acabaría siendo un tipo de información, alimento primario por sí mismo de la instrucción. Quod erat demonstrandum. Agucé el oído. Pero, ¿qué está diciendo, doña Marketing, con su sabia voz de abuela, de tan buen timbre? ¡La publicidad en el mismo saco que las ciencias, las artes y las humanidades! ¿Habla en serio, abuelita? Hablaba en serio, la muy bribona. ¡Ya lo creo! Y es que no hablaba en su nombre, sino en nombre de la vida tal como es. Y, de pronto, se me apareció la vida según la abuelita Marketing: una gigantesca superficie comercial, sin muros, sin límites, sin fronteras, ¡y sin más objetivos que el consumo! Y la escuela ideal según la abuelita: ¡un yacimiento de consumidores cada vez más ávidos! Y la misión de los enseñantes: ¡preparar a los alumnos para que empujen su carrito por las interminables avenidas de la vida comercial! ¡Dejad ya de mantenerlos al margen de la sociedad de consumo!, machacaba la abuelita, ¡que salgan "informados" del gueto escolar! ¡El gueto escolar, así llamaba a la Escuela la abuelita! ¡Y reducía la instrucción a la información! ¿Lo oyes, tío Jules? Salvabas a los chiquillos de la idiotez familiar, los arrancabas del inextricable barbecho de los prejuicios y la ignorancia para encerrarlos en el gueto escolar, ¡carajo! Y tú, violoncelista mía del Blanc-Mesnil, ¿sabías que al despertar a tus alumnos para la literatura más que para la publicidad eras solo el ciego cabo de vara del gueto escolar? ¡Ah!, profesores, ¿cuándo escucharéis de una vez a la abuelita? ¿Cuándo os meteréis en la cabeza que el universo no es para comprender sino para consumir? Lo que hay que poner en manos vuestros alumnos, oh filósofos, no son los Pensamientos de Pascal, ni el Discurso del método, ni la Crítica de la razón pura, ni a Spinoza, ni a Sartre, sino el Gran catálogo de lo mejor que se hace en la vida tal cual es. vamos, abuelita, te he reconocido tras tu disfraz de palabras, ¡eres el lobo feroz de los cuentos! Envuelta en tus razonamientos embrujadores, te has acostado con las fauces abiertas a la salida de las escuelas para devorar a los caperucitos consumidores, con Maximilien a la cabeza, claro está, pues tiene menos defensas que los demás. Es delicioso comerse ese tarro saturado de deseos, que los profesores intentan arrancarte, los pobres, tan mal armados, con sus dos horas de eso, sus tres horas de aquello, contra tu formidable artillería publicitaria. Las fauces abiertas, abuelita, a la salida de las escuelas, ¡y la cosa funciona! Desde mediados de los años setenta, la cosa funciona cada vez mejor. Los que hoy te comes son hijos de los que te comías ayer. Ayer, mis alumnos; hoy, la prole de mis alumnos. Familias enteras consagradas a considerar sus menores deseos como necesidades vitales en la espantosa mixtura de tu argumentada digestión. Reducidos, todos, grandes y pequeños, al mismo estado infantil perpetuamente deseoso.  ¡Más, más!, grita, desde el fondo de tu estómago, el pueblo de los consumidores consumidos, padres e hijos revueltos. ¡Más, más! Y está claro que Maximilien es el que grita con más fuerza".

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