martes, 3 de noviembre de 2015

"El Golem".- Gustav Meyrink (1868-1932)

 
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Luna

 "Al cabo de un rato le pregunté:
 -¿Lo han interrogado ya?
 -Vengo ahora mismo de ahí. Espero no tener que molestarle a usted aquí mucho tiempo.
 "Pobre diablo", pensé, "no sabe lo que le espera a un preso en detención preventiva".
 Quise irlo preparando poco a poco.
 -Uno se va acostumbrando a estar sentado en silencio, cuando pasan los primeros días, los más difíciles.
 Puso cara amable, de compromiso.
 Pausa.
 -¿Ha sido muy largo el interrogatorio, señor Laponder?
 Sonrió distraído.
 -No. Sólo me han preguntado si confesaba el hecho y he tenido que firmar el expediente.
 -¿Ha firmado confesándose culpable? -se me escapó.
 -¡Ya lo creo!
 Lo dijo como si fuera lo más lógico del mundo.
 No debe ser nada grave, me dije, porque no se muestra nada nervioso. Seguramente un reto a duelo o algo parecido.
 -Yo por desgracia llevo tanto tiempo aquí que me parece toda una vida -suspiré involuntariamente y él puso cara de acompañarme en mis sentimientos-. No le deseo lo mismo, señor Laponder. Por lo que veo, estará pronto en libertad.
 -Según como se tome -dijo tranquilamente, pero sonó como un oculto doble sentido.
 -¿No lo cree usted? -pregunté sonriente. Él negó con la cabeza-. ¿Qué debo entender? ¿Qué hecho tan terrible ha cometido usted? Perdone, señor Laponder; no es curiosidad, sino simplemente simpatía lo que me mueve a hacerle esta pregunta.
 Vaciló un momento, pero después respondió sin mover siquiera una pestaña:
 -Asesinato con estupro.
 Fue como un golpe en la cabeza.
 No pude articular ni un sonido a causa del horror y el espanto.
 Pareció notarlo y, discretamente, retiró la vista, pero ni el más ligero gesto en la sonrisa de autómata de su rostro reveló que mi repentino y nuevo comportamiento lo hubiese herido.
 No cambiamos ni una palabra más y retiramos en silencio nuestra mutua mirada.
 Cuando, al entrar la noche, me tumbé, él siguió inmediatamente mi ejemplo. Se desnudó, colgó cuidadosamente su ropa del clavo de la pared, se echó y pareció, por la regularidad y la profundidad de su respiración, dormirse inmediatamente.
 En toda la noche no pude tranquilizarme.
 La continua sensación de tener tal monstruo a mi lado y de tener que compartir con él el mismo aire, me era repulsiva y me excitaba tanto que todas las impresiones del día, la carta de Charousek y todas las otras novedades, quedaron en segundo plano, como si no tuvieran importancia.
 Me había tumbado de forma que podía observar continuamente al asesino, pues no hubiera podido soportar saber que estaba detrás de mí.
 La celda se hallaba débilmente iluminada por la luz de la luna y yo podía ver que Laponder estaba allí tendido, inmóvil, casi tieso.
 Sus rasgos tenían algo de cadáver y la boca semiabierta acentuaba esta impresión.
 Durante muchas horas permaneció sin cambiar ni una sola vez de posición.
 Pero, pasada la medianoche, al caer un fino rayo de luna sobre su rostro, le sobrevino una ligera inquietud y movió inaudiblemente sus labios como quien habla en sueños. Parecía ser siempre la misma palabra -quizás una frase de tres sílabas- algo así como: "Déjame. Déjame. Déjame".
 Los días siguientes pasaron sin que yo le hiciera caso, y él tampoco rompió nunca el silencio.
 Su comportamiento fue en todo momento amable y cortés". 

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