lunes, 30 de noviembre de 2015

"Los consuelos de la locura".- Paul Sayer (1955)


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TRECE

 "Nosotros, es decir, yo, Alison, nuestra madre y nuestro padre, vivíamos en un extremo del pueblo, cerca de una ciudad grande, en un laberinto de casas de ladrillos rojos y tejados rojos, todas iguales a la nuestra, agrupadas de dos en dos y de cuatro en cuatro alrededor de unos rústicos parterres, haciéndose frente. [...]
 Cuando era muy pequeño, como no hablaba, me enviaron a una escuela especial con otros niños que tenían los ojos rasgados y recias cabezas planas. Podían ser muy violentos y hacer cosas locas, se mordían los dedos hasta el hueso y luego roían también el mismo hueso si podían hacerlo, se peleaban como posesos, mentes de bebé en cuerpos de niños crecidos. Algunos llevaban almohadillas de cuero atadas a la cabeza para protegerlos cuando se tiraban al suelo de duro cemento del patio, rodeado por una alta cerca. No se estaba tan mal allí, aunque pronto se dieron cuenta de que yo no era como los demás, y si bien creo que tal vez les hubiera gustado quedarse conmigo, por el hecho de que era tan tranquilo, finalmente me llevaron a un servicio infantil anexo a algún hospital, no sé dónde. Allí aprendí a leer y a escribir, ese tipo de cosas; decían que podía ser muy brillante. Solía ir a casa los fines de semana y durante permisos largos, hasta que pareció que ya no necesitaba realmente estar en un hospital y me sacaron y me llevaron a la misma escuela que Alison. Entonces fue cuando empezaron los ataques: saltaba como un resorte de mi silla y me revolcaba por el suelo de la clase, faltándome el aire, mordiéndome la lengua hasta perforarla, un cuerpo luchando contra sí mismo; dicen que supuestamente uno no recuerda lo que le sucede durante un ataque, pero yo me acuerdo de todo, la palpitación en mis sienes, el gusto de sangre en la boca, las miradas curiosas de mis compañeros de clase que se agrupaban a mi alrededor, y la mezcla de escepticismo y temor en el rostro de la maestra cuando se arrodillaba junto a mí. Me volvieron a llevar al hospital infantil.
 La gente del edificio solía hablar mucho de mí; esto no son imaginaciones, ya que mi oído era y ha sido siempre muy fino. A veces iba a la tienda a comprar algo para mi padre y empecé a darme cuenta del tono artificialmente alegre de la mujer tras el mostrador, que me contaba el dinero sobre la palma de la mano en voz alta y metódicamente, sin que ello fuese necesario. Los hombres que deambulaban por la calle siempre evitaban mirarme a los ojos. Y cuando estaba de permiso en casa, la noticia de mi llegada parecía filtrarse de una casa a otra con los estúpidos comentarios a los que aquella gente parecía ser aficionada:
 -Lástima. Qué lástima de familia. Pobrecitos.
 A veces otros chicos me daban una paliza, también chicas más mayores que yo, y mi madre examinaba mi cara cortada y ensangrentada y lloraba a su manera reprimida.
 Mi madre era alta y tenía la piel muy blanca. Tenía el pelo largo y oscuro, con algunas hebras blancas, y lo llevaba recogido en una austera cola de caballo con curiosas cintas de lunares. parecía gozar de las cosas pequeñas, cosas que mi padre y mi hermana hubieran considerado como estrictamente secundarias en su vida: la cocina, con sus armarios de pared amarillentos, la cajita del té con una virgen púrpura en la tapa, jarras y tazas viejas colgadas a intervalos irregulares, la caja de galletas bajo la pila, donde guardaba los trapos y la cera de los zapatos. De vez en cuando, se pasaba la velada escribiendo, si estaba de humor para ello, sobre todo poesía, llenando cuadernos de tapas lustrosas, sentada a la mesa de nuestra sala de estar. Esta actividad excitaba e irritaba a mi padre hasta el punto de arrebatarle el cuaderno de debajo del lápiz y leernos en voz alta a Alison y a mí, comentando:
 -¿Pero para qué sirve esto? Para nada, te digo. ¿Sabes por qué? Porque no dice nada.
 Alison se sentía molesta.
 -¡Calla, grosero! -decía-. ¿Por qué no haces algo creativo? ¿Por qué tienes siempre que hacerlo todo pedazos?"
 

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