lunes, 2 de noviembre de 2015

"A y B".- Giorgio Manganelli (1922-1990)

 
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Fregoli

 "A: Pero, ¿qué significa para usted imitar? Usted se ha convertido, como sabrá, en un emblema, un nombre común, "es un Fregoli", decimos en la Tierra. Usted era una figura burlesca, y al mismo tiempo había algo de siniestro en su monstruosa vocación mimética... ser otros, recoger aquellos signos inconfundibles que hacen a un ser humano tan tétricamente reconocible en medio de la multitud de sus iguales... Signos perecederos, pero en cierto modo inscritos en el gran registro del universo. Había en usted algo de espía, de burlón ángel de la guarda, de policía, de delator, y la plasticidad del fantasma, del ectoplasma que sale de la boca de la médium y se convierte en mano, anciano barbudo, gato, pañuelo...
 B: Que fuera una cualidad siniestra, lo dice usted no sin razón; y así la vivía yo, entre las infinitas carcajadas de los demás. ¿Qué era para mí imitar? Era correr un riesgo. No se captura impunemente la sombra de un hombre, su tic nervioso, una extravagante deformación de su pronunciación. Uno se acerca exactamente a las contraseñas del destino, y basta cualquier cosa para hundirse en ese destino, como un suicida en el lago. Cuán viscoso es un ser humano, basta tocar una de sus manos perecederas, pero tocarla realmente, y sentirla al mismo tiempo objeto y viva, e inmediatamente comenzamos a resbalar, estamos en una mezcla de cuerpo y alma y destino, nos desenredamos, nos debatimos, rozamos "su" muerte, la muerte del otro... Créame, era mucho más difícil desimitar que imitar... Aquel salto final fuera de un personaje era siempre un salto mortal. Había cierta alegría impía en manipular los destinos ajenos, caminar dentro del laberinto de otro. Burlarse de un destino; copiar las marcas depositadas por un cuerpo, un gesto, una mueca... ¿Un espía, dice usted? ¿Un delator? Sí, me gusta; pero, ¿para quién?, ¿a cambio de qué? ¿A las órdenes de quién? Usted dirá: era la vocación del espía, la vocación pura, el delator prepara páginas secretas, cuadernos de notas que luego quema: falta el destinatario, no el remitente.
 A: Exactamente. Pero por lo que parece también puede ser usted mismo... ¿En este momento es Fregoli, y le imita?
 B: Ni lo uno, ni lo otro. Desde que he muerto, ya no consigo ser Fregoli. El peligro es realmente mortal. Entiéndame, si yo caigo dentro de mí, ya no salgo más, y esto, si no me equivoco, se parece condenadamente a la condenación. Usted dice: un imitador de Fregoli; pero un imitador de Fregoli debe entrar en Fregoli, precipitarse en éste, este... digamos, esta nada, esta niebla. Y puesto que el Fregoli terrestre, de una manera extremadamente desviada, subrepticia, falsa, ha vivido un discontinuo pero también personal destino, y lo ha vivido hasta el fondo, el peligro sería irreparable. Un imitador de Fregoli correría el peligro de caer dentro del destino de Fregoli, y allí ahogarse miserablemente, como un desventurado perdido en un laberinto de arenas movedizas y de letales ciénagas endémicas. Pero, ¿quién soy yo, por tanto? ¿Me lo pregunta usted? 
 A: Me gustaría preguntárselo, pero me siento en puertas de un momento tan solemne, que tal vez no tengo derecho...
 B: Usted es educado, tiene soltura, pero hace las preguntas equivocadas. Tendría que preguntarme: pero si usted no es un imitador de Fregoli, ni Fregoli, ¿cómo consigue ser Carlos V, Plutarco, o qué sé yo?
 A: Tendría que suponer que es usted algo más que Fregoli, o que tal vez Fregoli siempre había sido, incluso en vida, algo más.
 B: ¿Y no será algo menos? Si yo no puedo ser Fregoli, y ni siquiera un imitador de Fregoli, en el sentido en que se decía, ¿no podría ser algo que no corre ningún riesgo de insinuarse en el destino ajeno? Algo más, decía usted; pero, mire, siempre hay algo improbable en un ser superior que cada vez debe desenmarañarse de las ciénagas de otra connotación. Y, además, usted ha hablado de espía, de delator, ¿no es cierto? ¿Le parece la contraseña de algo superior? No creo, aunque existan momentos en que los espías son muy, muy apreciados, ¿no es cierto? Un ángel de la guarda burlón, ha dicho usted. Pero yo no custodiaba nada; yo era cómplice, yo necesitaba indicios de su infierno, ¿me entiende usted? Si alguien me hubiera hecho frente sin llevar las señales de su infierno, yo habría sido derrotado. Mi privilegio -el privilegio del delator- consistía precisamente en esto: que nadie podía ocultar esas contraseñas; yo copiaba un gesto del hombro y en realidad hablaba de avaricia, desconfianza, soledad y muerte; y ahora un cierto paso, ensimismado y lento, y era lascivia, gula de moribundo por otro moribundo, soledad y muerte; un modo de estrechar la mano y de exhibir la gracia afilada de las uñas, y era ferocidad, furia, deseos de funerales ajenos, soledad y muerte... Oh, usted tenía razón, cuando decía que esos tics nerviosos, esos gestos necios y efímeros eran contraseñas anotadas en el gran registro del universo..." 
     

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