lunes, 16 de noviembre de 2015

"El diablo enamorado".- Jacques Cazotte (1719-1792)

 
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 "A mis veinticinco años era capitán de los guardias del rey de Nápoles. Pasábamos gran parte del tiempo entre camaradas, y vivíamos como jóvenes que éramos, es decir, sin privarnos de las mujeres ni del juego, siempre que la bolsa estuviese provista, y filosofando en nuestros cuarteles cuando no nos quedaba otro recurso.
 Una noche, después de habernos agotado en argumentaciones de toda especie en torno a un menguado frasco de vino de Chipre y de algunas castañas pilongas, la conversación recayó sobre el tema de la cábala y de los cabalistas.
 Uno de nosotros pretendía que se trataba de una ciencia real y cuyas prácticas eran auténticas. Cuatro de los más jóvenes sostenían que era un montón de despropósitos, una fuente de bellaquerías para embaucar a las gentes crédulas y divertir a los chiquillos.
 El de más edad de todos nosotros, flamenco de origen, fumaba una pipa con aire distraído y no decía ni una palabra. Su talante frío y su distracción me llamaban la atención en medio de aquella algazara discordante que nos aturdía y me impedía tomar parte en una conversación demasiado poco ordenada para que pudiese despertar mi interés.
 Nos hallábamos en la habitación de fumar. La noche estaba ya muy avanzada. Cada cual se fue por su lado, y nos quedamos solos el veterano y yo.
 Él continuaba fumando flemáticamente. Yo permanecí con los codos apoyados sobre la mesa y sin decir nada. Finalmente, mi hombre rompió el silencio.
 -Muchacho -me dijo-, acabas de oír mucho barullo. ¿Por qué te has mantenido fuera de la trifulca?
 -Pues porque me gusta más callarme -le respondí- que aprobar o censurar cosas que no conozco. Ni siquiera sé lo que quiere decir la palabra cábala.
 -Tiene varios significados -aseguró él-. Pero no se trata de ellos, sino de la cosa en sí. ¿Crees tú que puede existir una ciencia que enseñe a transformar los metales y a someter las mentes a nuestra obediencia?
 - Yo no sé nada de las mentes, comenzando por la mía; sólo estoy seguro de su existencia. En cuanto a los metales, conozco el valor de un carlín en el juego, en el  mesón y en otros lugares, pero no puedo asegurar ni negar nada sobre la esencia de los unos y de los otros, ni sobre las modificaciones y los efectos de que son susceptibles.
 -Me agrada tu ignorancia, joven camarada. No es peor que la doctrina de los otros: tú, al menos, no estás en el error; y, si no eres instruido, puedes llegar a serlo. Tu manera de ser, la franqueza de tu carácter, la rectitud de tu juicio, me complacen: yo sé algo más que el común de los mortales. Júrame mantener el mayor secreto, bajo palabra de honor; prométeme que te conducirás con prudencia y serás mi discípulo.
 -La proposición que me haces, querido Soberano, me complace en gran manera. La curiosidad es mi mayor pasión. Te confieso que, por naturaleza, los conocimientos ordinarios no me atraen demasiado; siempre me han parecido demasiado limitados. Y he presentido ya la existencia de esa elevada esfera a la que, con tu ayuda, quieres darme acceso. ¿Pero cuál será la primera clave de la ciencia de que hablas? Según lo que decían nuestros camaradas cuando disputaban, son los mismos espíritus quienes nos instruyen. ¿Acaso podemos relacionarnos con ellos?
 -Tú mismo lo has dicho, Álvaro: nadie aprende nada por sí mismo. En cuanto a la posibilidad de nuestras relaciones, voy a darte una prueba que no admitirá réplica.
 Mientras decía estas palabras, el veterano acabó su pipa; dio con ella tres golpes para hacer que saliera un poco de ceniza que quedaba en el fondo y la dejó sobre la mesa, bastante cerca de mí. Entonces, levantó la voz.
 -Calderón -dijo-. Ven a coger esa pipa, enciéndela y tráemela. 
 Apenas había acabado de dar esa orden cuando vi que la pipa desaparecía y, antes de que yo pudiese razonar sobre los medios con que lo había conseguido, y preguntarle quién era aquel Calderón que obedecía sus órdenes, la pipa encendida había regresado a él. Y mi interlocutor se había entregado de nuevo a su afición".    

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