Sobre el trono
"In illo tempore, en el tiempo en que yo era estudiante, y catedrático de Derecho político, y todavía joven, los que se sentían de algún modo oprimidos solían clamar por justicia, luchaban por establecer un orden más justo o -si tan utópico era su pensamiento- el orden justo; en fin, se rebeleban y hacían sus revoluciones bajo la invocación decente de principios generales, aunque ya por aquel entonces hubieran causado su poco de estrago las Reflexiones de Sorel sobre la violencia, y pronto un jerarca nazi quisiera sacar la pistola con sólo oír hablar de la cultura. Todo ello sonaba a escandalosa boutade, era increíble, porque la gente consideraba todavía el poder como un mal (mal necesario quizá, o mal menor, pero mal al fin) que sólo podía cohonestarse mediante su aplicación al mantenimiento de la convivencia dentro de normas bien establecidas. Aunque la lucha alrededor de los sistemas normativos, es decir: la lucha por la justicia, comportara en el fondo una competencia por el poder, el postularlo así hubiera sido cínico; el nombre mismo del poder sonaba a palabra deshonesta. Pues sin duda el poder -el poder crudo, desnudo- era -lo es- una obscenidad.
Hoy las cosas son muy diferentes. Hoy, por ejemplo, los grupos que se consideran oprimidos no reclaman justicia, sino "poder", y en este país donde estoy viviendo se oye y se lee a cada momento exigir black power, poder para los negros, chicano power, student power, y hasta gay power, pues incluso los homosexuales, en cuanto grupo, aspiran no ya a que se los tolere, o aun se los respete, sino a detentar su porción de poder en la sociedad. La adoración del poder -otro aspecto de la cual sería esa ola de violencia verbal y física que cubre y anega al mundo actual- encuentra a veces manifestaciones pintorescas o humorísticas, bastante reveladoras en su trivialidad. Así, el acto de la proclamación del candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos ha sido caracterizado como la coronation of Richard Nixon, el actual presidente, a quien se moteja también de Big Dick. ("Dick" es no sólo la forma familiar del nombre Richard, sino metáfora vulgar por "policía", "garrote" y "falo", un órgano este al que también se designa vulgarmente en todas partes como "cetro".) Muestra ello, me parece a mí, una especie de regodeo en la obscenidad del poder crudo que está muy a tono con la aceptación pasiva por parte del cuerpo social de tantos actos de violencia (secuestros de aviones, bombas enviadas por correo, violaciones, atracos y asesinatos a la vuelta de cada esquina, para no hablar de las atrocidades perpetradas por los gobiernos y sus agentes) que en otro tiempo hubieran sido inconcebibles y, desde luego, intolerables, y que hoy parecen, en cambio, aceptables y hasta dignas de admiración. El poder será inevitable dada la condición humana; pero no requiere ésta que se haga presente tan sin paliativos, ni que exhiba sin pudor su capacidad de envilecimiento. Quizá todo el esfuerzo de la cultura (y que nadie saque la pistola) ha consistido en el intento de cubrirlo, proveyéndolo de razonable justificación.
A bastantes lectores de mi novela Muertes de perro les resulta muy significativa, y a algunos demasiado shocking, la escena en que el dictador Bocanegra recibe a sus dignatarios sentado sobre el inodoro. Esta escena se relaciona en seguida con la ceremonia del lever de los príncipes en el Antiguo Régimen, a la que era un gran honor ser invitado. [...] Pero no hay que remontarse tanto en el tiempo y en la jerarquía para encontrar semejante práctica con el valor de una muestra de confianza suma. [...] El marqués de Villaurrutia cuenta en sus Memorias, divertido, que cuando fue a tomar posesión de su primer empleo diplomático como secretario de la embajada en París su jefe, el embajador, lo recibió graciosamente instalado en el bacín. Y esto ocurría en los últimos años del siglo pasado; ayer, como quien dice... Pero ayer mismo, en el número de agosto de este año de 1972, publica la revista norteamericana Esquire una semblanza de Lyndon B. Johnson donde se nos cuenta que, sintiendo cómo su rudeza de tejano lo ponía en evidencia a los ojos de sus más refinados colaboradores, la acentuaba, y llegaba a pedirles que lo acompañaran al cuarto de baño "para conversar con él mientras satisfacía las más personales necesidades físicas".
No siempre esta deferencia -que por lo común debía valer como una gran distinción- era, sin embargo, apreciada debidamente, ni a veces bien recibida por aquel a quien se quería agraciar. El conde Saint-Simon, en su denigratorio retrato del duque de Vendôme, se explaya relatando sus feas costumbres [...]".
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