miércoles, 25 de noviembre de 2015

"Fiesta".- Ernest Hemingway (1899-1961)


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XV

 "-Quiero ver a los toreros de cerca -dijo Mike.
 -¡Son algo! -afirmó Brett-. Ese muchacho, Romero, no es nada más que un niño.
 -Es un muchacho muy buen mozo -dije-. Cuando estuvimos allá, en su cuarto, nunca vi un muchacho más hermoso.
 -¿Cuántos años supone que tiene?
 -Diecinueve o veinte.
 -¡Imagínate!
 La corrida del segundo día fue mejor que la del primero. Brett estuvo sentada entre Mike y yo en la barrera, y Bill y Cohn se fueron arriba. Romero fue todo el espectáculo. No creo que Brett viera a otro de los toreros. Los demás, tampoco. Excepto los "técnicos" viejos. Romero lo era todo. Había otros dos matadores que no contaban. Estuve sentado al lado de Brett y le expliqué las diversas suertes. Le dije que observara al toro y no al caballo cuando el toro cargaba al picador. Y le hice observar al picador clavar su pica. De manera que ella vio cómo se desarrollaba, y se dio cuenta de que estaba siguiendo algo con una finalidad definida y no un espectáculo con horrores inexplicables. Le hice observar cómo Romero efectuó un quite, apartando con su capa al toro que se acercaba a un caballo caído, llevándose con la capa al toro y haciéndolo volver a otro caballo, tranquila y suavemente, cuidando de que el toro no se malograra. Vio que Romero evitaba todo movimiento brusco y guardaba sus toros para el final, cuando lo quería, no quebrados y descompuestos, sino suavemente gastados. Vio lo cerca del toro que Romero se colocaba, y le hice notar los trucos que usaban los otros toreros para aparentar que se acercaban. Ella comprendió por qué le gustaba la faena de capa de Romero y no la de otros.
 Romero no hacía contorsión alguna, siempre estaba recto, puro, natural, en línea. Los otros se retorcían como sacacorchos, con los dedos levantados, y los apoyaban contra los costados del toro, después que el cuerno había pasado, para dar una falsa impresión de peligro. Luego, todo lo que era falso era malo y daba una sensación desagradable. El toreo de Romero tenía una emoción real, porque conservó la absoluta pureza de sus líneas en los movimientos y, siempre quieto y tranquilo, dejando pasar los cuernos todo lo más cerca de él. No tuvo que poner de relieve su proximidad. Brett vio que algo que era hermoso si se hacía cerca de toro, era ridículo si se hacía a una prudente distancia. Le conté cómo, desde la muerte de Joselito, todos los toreros habían ido desarrollando una técnica que simulaba la apariencia de peligro para dar una sensación de emoción y engaño, mientras que en realidad el torero estaba seguro. Romero tenía "lo viejo": conservar la pureza de líneas a través del máximo peligro, mientras dominaba al toro haciéndole que se diera cuenta de que no lo podía alcanzar, en tanto lo preparaba para la estocada.
 -Nunca le he visto hacer una cosa extraña -observó Brett.
 -No lo verás hasta que se asuste -dije.
 -Nunca se va a asustar- dijo Mike-. Sabe demasiado.
 -Lo sabía todo cuando empezó. Los otros no pueden aprender jamás lo que él sabía cuando nació.
[...]
 Habían enganchado las mulillas a un toro muerto; los mozos chasquearon los látigos; las mulas, tirando hacia delante con las piernas estiradas, empezaron a galopar, y el toro, con un cuerno para arriba y la cabeza de lado, formó un suave surco en la arena y desapareció, arrastrado, por el portón.
 -El que viene es el último, ¿verdad? -preguntó Brett.
 Se inclinó adelante sobre la barrera. Romero señaló a sus picadores los puestos que debían ocupar. Después, con la capa contra el pecho, miró a través de la plaza la puerta del toril.
 Cuando terminó, salimos y seguimos estrechamente apretados entre la multitud.
 -Estas corridas de toros son el infierno para uno -dijo Brett-. Estoy fláccida como un trapo.
 -Tomarás algo -agregó Mike.
 Al día siguiente no toreó Pedro Romero. Eran toros de Miura y fue una corrida muy mala. Al otro día no había corrida programada, pero durante todo el día y toda la noche siguió la fiesta".      

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