"-Acéptelo, padre; el hombre no es más que un simple tubo digestivo al que ustedes, todos los días, disfrazan de cualquier cosa. Pero no es más que un...
-Sí, sí, ya me lo ha dicho otras veces, no tiene que repetírmelo -se apresuró a atajarlo el padre Escardó extendiendo las manos ante Fabricio Lúa en un gesto que participaba de la conciliación y del asco.
El otro insistió, disparando sobre un enemigo que no podía guarecerse:
-¿Usted sí cree en todas esas vainas, padre?
-¿Qué vainas? -hizo la pregunta realmente desprevenido.
-Esas, las del cielo con angelitos y el infierno con diablos rabones llenos de trinches y echando candela por los ojos.
El padre Escardó -de pie, con su cuerpo de cincuenta y dos años enfundado en la blanca sotana casera -repartió equitativamente su peso, con un movimiento de cintura, en los dos botines, levemente agrietados pero relucientes, que se calzaba todos los días antes del almuerzo. Pensó, sin ningún asomo de ironía, mirando a Fabricio Lúa: "Éste es el resultado de los novelones de Vargas Vila, del calor y el aburrimiento." Se sintió inclinado a una absolución. Después de palparse los dos bolsillos con la mano derecha, descubrió en el izquierdo la caja de fósforos y el paquete de cigarrillos para la tos. Ambas, la llama de fósforo y la respuesta, estallaron al unísono:
-Sí, creo en todo eso. Y mi deber, además, es hacer que los otros también lo crean.
El hombre con el que casi todas las tardes jugaba al ajedrez y con el que hacía más de veinte años mantenía esta semijocosa y desesperada batalla, le dijo:
-Usted, padre Escardó, repítamelo otra vez, ¿usted sí cree en esas cacorradas?
El padre Escardó acababa de recordar la sentencia preferida de Emilianito González: "Todo pueblo empobrece, embrutece y enloquece." Aprovechó el galope estatutario de Arturo del Risco, atravesando la plaza en El Pechiche, un caballo de piel de león y crin cortada al rape, para cambiar de tema. Dijo, tostando sus pupilas en la misma hoguera que devoraba al jinete:
-¿Qué tal ese nuevo lote de potros que le compró a Antonio Vásquez?
El otro evidenció el temor de que le disparasen en descampado.
-Para hablar de caballos siempre habrá tiempo -dijo.
El padre Escardó atacó en forma cerrada, a quemarropa.
-No tenemos tiempo para nada -dijo con perentoria desolación y remató con tristeza-, ni siquiera para sufrir lo que merecemos.
Fabricio Lúa, pareciendo adivinar confusamente de qué se trataba, disparó sus cartuchos en retirada:
-Ahora, después de tantos años de trato, vamos a resultar con que ni usted ni yo sabemos quiénes somos.
-Exactamente -respondió la cabeza morena, tras un jeroglífico de humo.
-Mírenlo, mírenlo -le dio una palmada compadrera en el hombro-, apuesto a que sigue con las mismas ganas de hacerme salvar el alma.
El cura, tosiendo y dibujando una apresurada medialuna con el cigarrillo, aclaró:
-Nadie puede hacernos ganar o perder el alma. Ése es el único negocio que realmente es nuestro.
-Definitivamente, padre, hoy no lo conozco. ¿Jugamos al ajedrez?
Mauri salió a saltitos de la alcoba, con el tablero y la cajeta de las fichas. Depositó ambas cosas en una mesita frente a la puerta del comedor, y luego arrimó dos sillas:
-Sus discusiones deben dirimirlas aquí -telegrafió duramente con la uña de su índice en la superficie del tablero- y no acá -y se palpó varias veces la parte derecha de las sienes".
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