domingo, 30 de octubre de 2022

El fin de un primitivo.- Chester B. Himes (1909-1984)


Chester Himes - Wikipedia
Capítulo cinco


   «Jesse ya estaba vestido a las seis en punto; así tendría tiempo de pararse en un bar chino para tomar algunos tragos de ginebra y algunas cervezas que le relajasen y pusieran a tono su estado de ánimo. Kriss no podía soportar una compañía tensa y silenciosa; quería que sus hombres negros fueran alegres, entretenidos, ardientes e incluso frenéticos.
 “¿Para qué otra condenada cosa quería ella a un negro? —pensó—. Por supuesto que no lo querría para su árbol genealógico.” Y él sabía que a veces acompañando a mujeres blancas le obsesionaba la futilidad de su posición, sumergiéndole en un estado de ánimo de oscura desesperación, durante la cual no podía decir ni una palabra, no podía sonreír, perdía el deseo y se retiraba en un hosco silencio. Si le sucediera esto, Kriss se pondría furiosa, y él lo sabía; probablemente lo echaría fuera de su casa.
 Se había puesto un traje nuevo de franela azul-Oxford, comprado la semana anterior en una tienda de empeños de la Avenida Columbus, que ofrecía saldos de fábrica y modelos con algún pequeño defecto a mitad de precio. Era un precioso traje de una tela muy suave, y con él, llevaba unos zapatos de fabricación inglesa lisos y negros, comprados en las rebajas de primavera de la casa Wanamaker, una camisa blanca enteramente abrochada de tela de Oxford y una corbata de seda gris y blanca con dibujo abstracto; ambas las había sacado de las gangas de Gimbel.
 “Todo lo que ahora necesitas es un paraguas, un sombrero hongo, una chuleta de cordero, un vaso de clarete, los cabellos algo más largos y una piel blanca, y estarías camino de civilizar al mundo, hijo —se dijo en un tono de indiferencia, y añadió después—: de todas maneras tienes buenas inclinaciones”.
 Dio una ojeada al tiempo. Caía una ligera llovizna. Se puso el sombrero y la descolorida trinchera que Kriss había admirado hacía siete años, cuando era nueva, y también ellos eran nuevos el uno para el otro; se puso una botella de bourbon bajo el brazo, preguntándose de pronto qué necesidad tenía de ir a los barrios bajos de la ciudad a buscar lo que abundaba en los barrios altos.
 Encontró su nombre, “Mrs. Kristina W. Cummings”, bajo el buzón del vestíbulo, y apretó el timbre que había a su lado. Al cabo de un momento Kriss desde su casa apretó el botón del lado del teléfono de la salita posterior, abriendo la puerta de entrada. Él entró rápidamente y caminó por el embaldosado pasillo, agradeciendo el encontrarlo vacío, y al llegar al fondo fue hacia la izquierda dirigiéndose a la puerta del apartamento de ella.
 Kriss abrió la puerta antes de que él tocara el timbre otra vez, y por un instante se quedaron mirándose el uno al otro con la sonrisa helada en un ligero estremecimiento. Vestida con un sencillo traje de cóctel negro, sin mangas, el escote cuadrado y adornado con un collar de plata y un par de magníficos brazaletes también de plata, pareció una hermosa mujer. Pero no era la mujer que él recordaba; no encontró ni rastro de la maliciosa muchacha que le había gustado tanto; en su lugar vio lo que a primera vista parecía una mujer segura, sin humor, ligeramente aburrida, arropada e impregnada de respetabilidad.
 Por su parte, ella no encontró nada en él del irresponsable cazador de mujeres, de atenta sonrisa y ojos brillantes, con el que pasó aquellos tres exquisitos días, que devoraron con frenética sexualidad, como una llama afrodisíaca; ni tampoco nada de aquel repulsivo borracho que tanto la había enfurecido cuatro años antes, pero que al menos poseía una cierta y amarga efervescencia que le hacía interesante. El hombre que tenía ante ella, vestido con la vieja trinchera que reconoció inmediatamente, estaba muerto; la humillación se había apoderado tan profundamente de su interior, que había llegado a formar parte de su metabolismo. Su aspecto exterior no había cambiado mucho, ni notó tanta diferencia como ella esperaba. Por fuera parecía el mismo; en su cara, las mismas facciones juveniles y su misma figura atlética quizá algo más delgada, pero su cabeza parecía mucho más pequeña, con los cabellos tan cortos y finos como una cebolla, y a ella le gustaban los hombres con pelo, montones de pelo, incluso aunque parecieran lanudos. Pero era su luz interior la que le había abandonado.
 Los dos se recobraron inmediatamente.
 —Estoy gorda —le saludó ella, sonriendo tentadora, mientras él le notó alrededor de sus ojos azules un vago borde rojo, como si hubiera llorado recientemente.
 —Yo estoy delgado —dijo devolviéndole la sonrisa. Y luego algo forzado, puesto que ella no se parecía al tipo que él había imaginado, añadió—: Traje bourbon en lugar de flores.
 Por primera vez ella sonrió a la manera de los viejos tiempos.
 —Bien, nos beberemos las flores.
 Entró en la salita, mientras ella preparaba las bebidas, escocés para ella y bourbon para él, y cuando las trajo dijo con sincera admiración:
 —Tienes una casa maravillosa, Kriss. Es realmente encantadora —y entonces añadió, mirándola francamente—: Ya sabes que tú también eres maravillosa.
 Se sentó en su silla favorita de tres patas, satisfecha momentáneamente por el cumplido.
 —Mi ayudante, Anne, me ayudó en la decoración. Está estudiando decoración interior y en los almacenes le hacen un descuento.
 —¿Tienes aún el mismo empleo?
 —Sí, todavía estoy en el Instituto —entonces su voz se llenó de orgullo—, pero ahora soy una personalidad, soy la ayudante del director.
 También había algo de venganza en el tono, y él se preguntó vagamente qué le habría sucedido.
 —¿Sigues viendo a Maud?
 —La vi por las Navidades en la fiesta de Ed Jones. Al principio intentó ignorarme, pero cuando vio lo amables que Ed y los demás se portaban conmigo, se me acercó mostrándose exageradamente efusiva, pretendiendo no haberme visto hasta entonces. Había oído hablar de que yo tenía algo que ver con el envío de personal a la India y quería utilizarme otra vez. Yo estuve fría como el hielo.
 —¿Qué tal Ed? —preguntó cortésmente. «No es que me importe un comino», pensó. Ed Jones era un artista negro con mucho éxito que había asistido a una escuela de arte privada.
El fin de un primitivo - Epub y PDF | Novelas, Primitivo —Bien, Julia me gusta mucho; ¡es tan dulce y sincera!
 —Es una chica estupenda —dijo, aunque nunca la había visto, sintiendo la necesidad de ser agradable.
 —Acudí a la fiesta mortalmente asustada —confesó Kriss—. Era la primera vez durante años que iba a una fiesta de negros, y no sabía la clase de historias que Maud habría contado de mí. Pero Ed fue muy amable y yo conocía a la mayoría de los asistentes. Y hasta Dinky Bloom dijo: “Oh, Kriss es como uno de nosotros. Ha estado entre negros tanto tiempo y ha convivido con nosotros lo suficiente como para ser medio negra”.
 Ella sonrió con su sonrisa sensual secreta, pensando en lo que implicaba tal declaración.
 Él, medio divertido, pensaba en lo mismo, pero no insistió en ello.
 —¿Qué sucedió entre tú y Maud? Yo no la he visto desde que tuvimos aquel encontronazo.
 —¡Dios, esa mujer me ofende! —la ofensa se traslució en su voz—. Viví con ellos cuando vine por primera vez a Nueva York.
 —No lo sabía.
 —Prácticamente les pagaba el alquiler y las cuentas de la bebida. Yo tenía la pequeña salita donde tú estuviste, y cuando ellos tenían invitados —que era en realidad cada noche— se bebían mi alcohol y no podía acostarme hasta que los invitados se iban, aunque Joe se fuera a su habitación dejándolos a todos por allí. Y yo tenía que levantarme antes que nadie. Luego, cuando rompí con Ted, Maud realmente me echó. Eso que habíamos sido como hermanas durante años.
 —Ya sé —dijo pensando—: amantes, querida, no hermanas. A Maud no le gusta nadie con quien no pueda acostarse, hombre o mujer. La conozco. —Al cabo de un momento preguntó—: ¿Por qué lo hizo? No era de su incumbencia, ¿verdad?
 —¡Oh, ella quería que me casara con Ted!, así podría acostarse con él cuando Joe y yo nos fuéramos a trabajar.
 Cogió su vaso vacío y cuando ella se dirigió a la cocina a buscar nuevas bebidas, él la siguió, preguntándose si la besaría entonces o era mejor esperar. Ella no parecía estar en situación de ánimo propicio para besos, de manera que le dijo:
 —Es una cocina muy bonita, todo está muy bien arreglado. —Y cuando volvieron a la salita—: Realmente me gusta tu casa —esta vez ella no contestó y él la miró pensativamente. “Lo malo —pensó— es que no recuerdo absolutamente nada de aquel fin de semana que estuve borracho todo el tiempo y que no puedo acordarme más que de cuando la besé por primera vez”.
 En voz alta preguntó:
 —¿Qué pasó entre tú y Ted? La última vez, y de hecho la única vez que os vi juntos fue en una fiesta de Brooklyn. Creo que es la única vez que he visto a Ted, por lo menos la única que recuerdo. Era un muchacho muy elegante.
 —Prácticamente siempre estuve soportando su bajeza —dijo con súbita inquina—, siempre andaba tras la gente blanca barata, con la esperanza de que le harían rico. Él creía que yo no sabía nada, y yo le estaba soportando.
 —¿Y ahora qué hace?
 —Espero que esté muerto.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Júcar, 1989, en traducción de S.I. González, pp. 59-62. ISBN: 978-8433490025.]

domingo, 23 de octubre de 2022

El orador cautivo.- Carlos Eugenio López (1954)


Editorial Funambulista
II


    «Nada lamentaría más que inducirle a pensar que pretendo, de un modo solapado, faltar a mi palabra. Yo me tengo por un hombre de honor. He prometido dejarle disfrutar en paz del paisaje, y mi intención es cumplir a rajatabla mi promesa. Pero... ¿no escucha usted como un murmullo? Preste atención... Cuando nos callamos... ¿Lo oye usted? (...) ¿No? Aguce el oído, por favor... ¿Seguro que no lo oye? Entre los traqueteos del tren. Es como si alguien hubiese encendido, justo donde usted se sienta, un walkman y estuviese siguiendo una lección de inglés. ¿Que usted continúa sin oírlo? Pues yo, le advierto, me precio de tener un oído excelente. Rock and roll aparte, soy de los que escuchan respirar a una mosca. Inténtelo otra vez, si no le supone mucha molestia... Una lección de inglés; débil y lejana, pero una lección de inglés. ¿No lo ha oído? “I am Carmelo. This is my dog”, acaba de decir. ¿Nada...? ¿Absolutamente nada...?
 Si usted insiste... Olvidémonos del asunto. ¿Quién iba a ponerse —reflexionando un poco— a seguir una lección de inglés en este compartimento, que sólo ocupamos usted y yo? A no dudar, el rumor ha de proceder del compartimento vecino y mi confusión tiene su origen en un ligero trastorno personal. Un trastorno físico, por supuesto; no vaya usted a pensar. ¡Este tren sale a una hora tan perversa...! O se resigna uno a almorzar en el abominable restaurante de la estación o se ve obligado a romper con todo horario racional de comidas. Se opte por la solución que se opte, ¿cuál es el resultado? Más o menos el mismo, se lo digo por experiencia: un viaje al ochenta por ciento de nuestra plenitud física, como mucho. Un desarreglo de las facultades sensoriales, producto de una baja o un exceso de azúcar, según los casos, no debe, por tanto, descartarse.
 ¿Que usted también ha comido en el restaurante de la estación y, sin embargo, se siente perfectamente? Otra cosa sería preocupante. Usted se encuentra en la flor de la vida. A usted aún le quedan muchos viajes hasta que comience a reparar en los nocivos efectos secundarios de la baja calidad de la comida que se sirve en ese antro criminal. Pero yo tengo ya mis años. A los suyos, un estofado más o menos infame tampoco me habría hecho localizar erradamente la procedencia de ningún “I am Carmelo”. Mi estómago ha sido el de un verdadero avestruz. Pero los años no pasan en balde. Cuando uno supera los cincuenta, tiene que empezar a meditar sobre el aceite que le pone a la máquina. Ya no sirve, como a su edad, cualquier cosa. Menos en un caso como el mío, obligado por tantas razones a una vida demasiado sedentaria. Se impone una cierta disciplina en las comidas. Y cuando esa disciplina se quebranta, el cuerpo nos advierte de inmediato la infracción. “Por hoy pase —nos dice—; pero cuidado, que ya no tienes veinte años, y los excesos, al final, siempre se acaban pagando.” Ya oirá usted también esa voz, ya. Sin caer en el fundamentalismo dietético (eso tampoco), una cierta precaución con lo que nos echamos al estómago es esencial. El cochinillo, la olla podrida o los callos, por sólo citar tres notables ejemplos de nuestra recia gastronomía nacional, no pueden sentarle bien a nadie. El organismo humano no está hecho para eso, nos pongamos como nos pongamos.
 La frugalidad en la comida y el ejercicio moderado han sido reconocidos desde la antigüedad como los mejores aliados de la salud. No es cosa de anteayer. El propio Sócrates lo apunta en más de una ocasión. Hipócrates y Galeno lo repiten hasta la saciedad. Y cuando, como sucede por desgracia en mi caso, las posibilidades de realizar ejercicio físico son muy reducidas, todo el hincapié que se haga en la moderación, equilibrio y orden de la dieta es poco. Las modernas técnicas pedagógicas han roto con muchas barreras y tabúes. Las nuevas generaciones de ciegos juegan incluso al fútbol. Pero a mí tales innovaciones ya me cogieron un poco tarde. En mi época, bastante afortunado se podía considerar uno si contaba con un tío dominico que nos adentrase en los pormenores demoníacos del dualismo bogomilista. En el fútbol ni se soñaba. Y eso se nota en la obstinada tendencia que tienen las grasas a crearnos problemas.
 Yo procuro no relacionarme más que lo imprescindible con el mundo de los ciegos. Mi relativa prominencia social, sin embargo, me ha obligado a mantener ciertos contactos con determinados círculos organizados en torno o con motivo de esta enojosa deficiencia que nos afecta. Pues bien, ¿sabe usted una cosa?, la preocupación por las grasas ha acabado siempre tendiendo puentes para la comunicación con una serie de individuos con los que no creo tener mucho en común. La grasa nos trae a maltraer a todos, con independencia de credo, talante o condición. Los tres últimos entierros de ciegos a los que me he visto obligado a asistir, por sólo referirme a hechos muy concretos, han estado presididos por el colesterol. No es ninguna broma. Una tromboflebitis, una hemorragia cerebral y un infarto, respectivamente.
 Restringido el disfrute de otra serie de placeres hasta extremos que a usted le resultaría difícil imaginar, los ciegos propendemos a la glotonería. De los siete pecados capitales, el de la gula es el cebo (nunca mejor dicho) con el que nos tienta el Maligno. En el infierno de Dante, nos hemos de encontrar en el círculo tercero, el de la pertinaz lluvia de nieve y agua sucia. Si otra cosa acontece, atribúyalo usted a la licencia o impericia poéticas. Yo mismo, pese a todas mis aprensiones, no siempre logro sobreponerme a la tentación. Con la plástica tostada con margarina en la boca y el exinanido aroma del descafeinado impregnando sin convicción alguna mis pituitarias, no es infrecuente que, ya a la temprana hora del desayuno, una rebeldía momentánea me lleve a exclamar: “¡Pero qué vida es ésta!”. La ensaimada con nata, el croissant con mantequilla normanda, el castizo chocolate con churros son ideas que atropelladamente se me vienen en esos momentos a mi soliviantada cabeza. Eso entiendo yo por vida sin matices, frente a la devaluada “vida esta” del descafeinado y la margarina sin sal. Pero, amigo mío, hay que saber contenerse.
 La mía es una edad crítica en el curso vital de las arterias. Un descuido, y adiós. El corazón no da tiempo a arrepentirse. Le fallan a usted el hígado, los riñones y el sistema respiratorio al unísono, y aún tendrá probablemente una segunda oportunidad en este mundo. Con el corazón, no; con el corazón se ven siempre las orejas al lobo cuando ya es demasiado tarde. De pronto un día le parece a uno percibir una pequeña molestia en la región torácica y, antes de que le dé tiempo a decir: “Mañana, sin falta, dejo de fumar”, ¡zas!, se acabó lo que se daba. No hay pieza menos caritativa en el engranaje humano. El corazón es a la biología lo que el calvinismo es a la historia de las religiones, el emblema sin compromisos de la inmisericordia, la intransigencia y la beligerancia radical con las debilidades de la carne. Un cigarrillo, unos buñuelos, unas manitas de cordero de más..., y olvídese usted del pacto, de las componendas, de los tiras y aflojas de última hora, siempre posibles con otros órganos y vísceras más esencialmente católicos de nuestra anatomía.
El Orador Cautivo: Amazon.es: Carlos Eugenio Lopez: Libros Según mi médico, en mi caso particular concurren circunstancias más favorables de lo que yo quiero creer. En mi familia, por fortuna, no abundan los precedentes de dolencias cardíacas. Habría que remontarse a un tío abuelo materno para encontrar un antecedente, y ni siquiera es seguro. Mis cuatro abuelos, mis ocho bisabuelos, murieron todos, con una sola y lamentable excepción, octogenarios. Mi madre, a sus setenta y nueve años, tiene aún la tensión arterial de una niña. Todo ello, al parecer de mi médico, ha de considerarse a la hora de ponderar el riesgo. Los factores hereditarios representan un papel notable que yo, en su opinión, no parezco valorar adecuadamente. «La naturaleza del juicio coronario —me repite— no es tan sumaria como usted supone.» Forma educada, como otra cualquiera, de acusarme olímpicamente de hipocondría. Los médicos, ya lo comprobará usted, y le deseo con toda sinceridad que lo haga tarde, son así. Lo que en cualquier otra disciplina de la ciencia se llama humildemente «ignorancia propia», en la medicina se denomina con indignante prepotencia «hipocondría ajena». Pero es lo que yo le digo al médico: “Doctor, tampoco mis bisabuelos fueron ciegos”. Circunstancia que, me concederá usted, debiera dar que pensar. Mi pobre madre hace aún hoy cuatro veces más ejercicio que yo a mis veinte años, descontando mi fugaz y malaventurado coqueteo con el rock and roll.
 Un análisis de sangre y un electrocardiograma mensual, que es cuanto yo le pido al médico, no constituye, habida cuenta de mi crónico sedentarismo, ninguna extravagancia cuyo visado contravenga el juramento hipocrático. Al colesterol hay que seguirle los pasos muy de cerca. Y, por otra parte, ¡qué cuernos!, los electrocardiogramas me los pago yo. Si quiero hacerme uno al mes, como si se me antoja hacerme dos docenas. ¡Será posible el país en que vivimos! Mate uno a cuchilladas al amante de su mujer, y no habrán de faltar voces que justifiquen, con las razones más peregrinas, el acto; quiera  usted hacerse un electrocardiograma mensual, pagado a precio de oro de su libérrimo bolsillo, y hasta su propio médico se le entigrece. ¿Así queremos hacernos un hueco en el concierto de las naciones civilizadas?
 Y no le pido su opinión. Usted preferirá tal vez no pronunciarse tampoco sobre este particular. Permítame, no obstante, que le apunte (sin ánimo de forzar su hermetismo, eso sí) que hay quien considera el silencio una peligrosísima fuente de endomorfinas. Dicho sea, por descontado, con carácter nada más que general e informativo. No es que yo subscriba o deje de subscribir tales teorías. Mucho menos que insinúe que quepa referirlas, ni siquiera indirectamente, a su persona. Ni por un momento me atrevería yo a dudar de su excelente condición mental. Como no dudo que ese “I am Carmelo”, que tan nítidamente vuelvo a oír, procede de otro compartimento. El que usted prefiera no manifestarse sobre mi particular arquetipo de civilización no es motivo para suponerle ni debilidad cerebral alguna ni, cuánto menos, la grosería de iniciarse en la lengua de la pérfida Albión al amparo de mi ceguera. Cada cual es como es, y no se hable más.
 Usted puede incluso preferir no manifestar su opinión a impulsos de una esmerada cortesía, que le impide contradecir abiertamente mis tesis. Delicadeza innecesaria, pues, insisto una vez más, habla usted con un hombre plenamente consciente de la naturaleza multiforme de la verdad. Pero delicadeza no, por carente de razón objetiva de ser, menos exquisita y digna de encendido aplauso. Cuánto mejor nos iría a todos si, a la hora de calibrar el grado de consideración que le debemos al prójimo, errásemos, como usted, por exceso y no por defecto.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Lengua de Trapo, 1997, pp. 51-55. ISBN: 84-89618-14-3]

domingo, 16 de octubre de 2022

El crisantemo y la espada. Patrones de la cultura japonesa.- Ruth Benedict (1887-1948)


Ruth Benedict - Wikipedia, la enciclopedia libre
3.-Cada uno en su lugar


 «A pesar de su reciente occidentalización, el Japón es todavía una sociedad aristocrática. Cada saludo, cada contacto personal, debe indicar el tipo y grado de la distancia social que existe entre unos y otros. Cuando una persona dice a otra “come” o “siéntate”, utiliza palabras diferentes si se dirige a un familiar, si habla a un inferior o a un superior. Existe un “tú” o un “usted” diferente que debe utilizarse en cada caso, y los verbos tienen formas distintas para cada uno de ellos. En otras palabras, los japoneses tienen lo que se llama un “lenguaje de respeto”, como lo tienen muchos otros pueblos del Pacífico, y lo acompañan con reverencias e inclinaciones adecuadas. Este comportamiento se rige por meticulosas normas y convencionalismos. No basta saber ante quién se inclina uno, sino que es necesario saber cuánto se tiene uno que inclinar. Un saludo que sería adecuado para determinada persona podrá ser considerado como un insulto por otra que se hallase en una relación ligeramente distinta con el que saluda. Y la gama de las reverencias va desde la postura de rodillas en que se inclina el cuerpo hasta tocar con la frente las palmas de las manos, colocadas sobre el suelo, a la simple inclinación de la cabeza y los hombros. Uno debe aprender, y desde edad muy temprana, la reverencia adecuada para cada caso particular. No se trata sólo de tener siempre presentes las diferencias de clase — en todo caso, importantísimas—; también deben tenerse en cuenta el sexo, la edad, los lazos familiares y cualquier clase de relación previa entre dos personas.
 Incluso entre las mismas dos personas se requieren diversos grados de respeto en diferentes ocasiones: un civil puede tratar familiarmente a otra persona y no inclinarse ante ella; pero cuando lleva uniforme militar, su amigo, si viste de paisano, se inclinará ante él. Cumplir con las normas establecidas por la jerarquía es un arte que requiere el equilibrio de innumerables factores, algunos de los cuales pueden excluir a los otros en un determinado caso, o bien añadirse a ellos.
 Existen, naturalmente, personas que se tratan con poca ceremonia. En Estados Unidos, esto se aplica a las personas del círculo familiar. Nosotros abandonamos incluso las más simples formalidades de la etiqueta cuando entramos en el seno de nuestra familia. En el Japón es precisamente en la familia donde las normas de respeto se aprenden y observan más meticulosamente. Cuando la madre todavía lleva al niño atado a la espalda, ya le obliga —apoyando su propia mano en la cabeza del hijo— a inclinarse, y las primeras lecciones del pequeño consisten en aprender a comportarse respetuosamente con su padre y su hermano mayor.
 La mujer se inclina ante su marido; el niño, ante su padre; los hermanos menores, ante los mayores, y la hermana se inclina ante todos sus hermanos, cualquiera que sea la edad de éstos. No se trata de un gesto vacío de sentido; significa que el que se inclina reconoce el derecho del otro a actuar como desee respecto a cosas de las cuales quizá prefiera hacerse cargo él mismo, y el que recibe el cumplido reconoce a su vez ciertas responsabilidades que le incumben en razón del puesto que ocupa. La jerarquía basada en el sexo, en la edad y en la primogenitura forma parte integrante de la vida familiar.
 La piedad filial es, naturalmente, una de las normas éticas más importantes del Japón, que comparte con China. La formulación china de este principio fue adoptada en época temprana por el Japón, junto con el budismo, la ética confucionista y la antiquísima cultura china, en los siglos VI y VII después de Cristo. Pero el carácter de la piedad filial hubo necesariamente de sufrir modificaciones para poder adaptarse a la estructura peculiar de la familia japonesa. En China, incluso hoy, uno debe lealtad al enorme y ramificado clan al que pertenece. A veces se trata de un clan con jurisdicción sobre cientos de miles de personas, de las cuales recibe apoyo. Las circunstancias varían según las diversas partes de este extenso país, pero en muchos lugares de China todas las personas de una aldea son miembros de un mismo clan. Entre los 450 millones de habitantes que ahora tiene China, no hay más de 470 apellidos, y todas las personas que llevan el mismo patronímico se consideran en cierto grado hermanos de clan. En una zona determinada puede suceder que todos los habitantes sean de un mismo clan y que, además, pertenezcan a él familias que viven en ciudades muy apartadas. En zonas populosas como Kwangtung, todos los miembros del clan contribuyen a sostener grandes santuarios y en determinados días veneran hasta mil tablillas ancestrales de los miembros fallecidos que descienden de un antepasado común. Los clanes poseen propiedades, tierras y templos, y administran fondos que se utilizan para pagar la educación de alguno de los niños del clan que parece prometer más. Se mantienen en contacto con los miembros dispersos y publican complicadas genealogías que son puestas al día cada diez años, aproximadamente, a fin de dar a conocer los nombres de aquellos que tienen derecho a compartir sus privilegios. Tienen leyes ancestrales que llegan incluso a prohibirles entregar al Estado a alguien de la familia acusado de un crimen, si el clan no está de acuerdo con las autoridades. En la época imperial, estas grandes comunidades de clanes semiautónomos eran gobernados, no muy rígidamente, en nombre del Estado, mediante mandarinatos encabezados por funcionarios estatales rotatorios que no eran de la región.
 En el Japón todo esto era distinto. Hasta mediados del siglo XIX, solamente las familias nobles y los guerreros (samurai) tenían derecho a utilizar apellidos. Los apellidos eran fundamentales en el sistema de clanes del pueblo chino, y sin ellos, o sin un equivalente, no puede desarrollarse la organización del clan. En algunas tribus, el equivalente podía ser el mantenimiento de una genealogía. Pero en el Japón solamente la clase alta mantenía genealogías, e incluso en estas familias el registro se llevaba, como hacen las Hijas de la Revolución Americana en Estados Unidos, desde el momento presente hacia atrás, es decir, partiendo de la persona viva para retroceder en el tiempo, y no desde el pasado hacia el presente para incluir a todos los contemporáneos procedentes de un antepasado común, lo cual es muy distinto. Además, el Japón era un país feudal. La lealtad no se debía a un nutrido número de parientes, sino a un señor feudal, amo supremo y perpetuo, y la diferencia entre éste y los mandarines burocráticos temporales de China, que eran siempre extranjeros en sus distritos, no podía ser mayor. Lo importante en el Japón era pertenecer al feudo de Satsuma o al de Hizen. Cada persona estaba ligada a su feudo.
 Otra forma de institucionalizar los clanes es la adoración de los antepasados remotos o de los dioses del clan en santuarios o lugares sagrados. Esto habría sido posible para el “pueblo bajo” japonés, incluso al no contar con apellidos ni genealogías. Pero en el Japón no existe el culto a los antepasados remotos. En los santuarios en que el pueblo se reúne, todos los campesinos acuden juntos sin necesidad de probar la existencia de antepasados comunes. Se les llama “hijos” del dios del santuario, pero son “hijos” porque viven en su territorio. Estos campesinos están, naturalmente, ligados entre sí, como les ocurre a los campesinos de cualquier parte del mundo tras la residencia en el mismo lugar de innumerables generaciones, pero no son por ello un grupo cohesivo de un mismo clan que desciende de un antepasado común.
 La veneración debida a los antepasados se presta en un santuario muy diferente, situado en el cuarto de estar de la familia, donde se honra solamente la memoria de los seis o siete últimos miembros de la familia fallecidos. En las familias japonesas de todas las clases sociales, se rinde diariamente homenaje ante este altar, y se coloca comida para los padres y los abuelos, así como para los parientes próximos a quienes se recuerda en vida y que están representados sobre el altar con lápidas en miniatura. En los cementerios nadie se ocupa de las tumbas de sus tatarabuelos, y la identidad de la tercera generación ancestral cae rápidamente en el olvido. Las relaciones familiares en el Japón se reducen casi a las mismas proporciones occidentales, siendo tal vez la familia francesa el equivalente más próximo.
 La “piedad filial” en el Japón es, pues, una cuestión limitada a los familiares más íntimos. Significa ocupar cada uno el sitio que le corresponde según la generación, el sexo y la edad, dentro de un grupo que incluye poco más que el propio padre, el padre del padre y sus hermanos y descendientes. Incluso cuando se trata de linajes importantes en los que a veces se incluyen grupos mayores, la familia se divide en líneas independientes y los hijos más jóvenes establecen ramificaciones familiares. Dentro de este limitado grupo familiar, las normas que regulan “el sitio correspondiente” son muy meticulosas. Se guarda una estricta obediencia a los mayores, hasta que éstos deciden “retirarse” formalmente (inkyo).
 Aun en nuestros días, un hombre con hijos ya mayores no realizará transacción alguna sin que haya sido aprobada por el abuelo, si éste no se ha retirado. Los padres deciden sobre el casamiento o el divorcio de sus hijos, incluso cuando éstos tienen treinta o cuarenta años. Al padre, como cabeza de familia, se le sirve el primero en las comidas, entra el primero en el baño familiar y recibe con una simple inclinación de cabeza las profundas reverencias de su familia. Hay en el Japón un acertijo popular que podría traducirse de esta forma: “¿Por qué un hijo que quiere dar consejos a sus padres se parece a un sacerdote budista que quiere tener pelos en la coronilla?”. (Los sacerdotes budistas van tonsurados.) La respuesta es: “Porque por mucho que quiera, no puede”.
 Ocupar el propio puesto significa tener en cuenta no sólo las diferencias generacionales, sino también las diferencias de edad. Cuando los japoneses desean expresar una confusión total, dicen que “no es ni hermano mayor ni hermano menor”, en el sentido en que nosotros decimos “no es ni carne ni pescado”, pues para los japoneses el hermano mayor debe mantenerse fiel a su condición con el mismo rigor con que un pez debe permanecer en el agua. El hermano mayor es el heredero. Los viajeros hablan de “ese aire de responsabilidad que el hijo mayor adquiere tan pronto en el Japón”. Comparte en alto grado las prerrogativas del padre. Antiguamente, su hermano menor dependía totalmente de él; ahora, especialmente en pueblos y aldeas, es el mayor quien se queda en casa aferrado a la rutina de siempre, mientras sus hermanos menores, en ocasiones, salen de ella para conseguir una educación más completa y mayores ingresos. Pero los antiguos hábitos impuestos por la jerarquía son muy fuertes.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2004, en traducción de Javier Alfaya Bula, pp. 41-45. ISBN: 978-84-2065-585-7.]

domingo, 9 de octubre de 2022

Papillon.- Henry Charriére (1906-1973)


Henri Charrière | Discografía | Discogs
Primer cuaderno: El camino de la podredumbre

La central de Caen

 «Apenas llegamos, nos hacen pasar al despacho del director quien alardea de su superioridad desde detrás de un mueble “Imperio”. Sobre un estrado de un metro de alto.
  —¡Firmes! El director os va a hablar.
  —Condenados, estáis aquí en calidad de depósito en espera de vuestra salida para el presidio. Esto es una cárcel. Silencio obligatorio en todo momento, ninguna visita que esperar, ni carta de nadie. O se obedece o se revienta. Hay dos puertas a vuestra disposición: una para conduciros al presidio si os portáis bien; otra para el cementerio. En caso de mala conducta, sabed que la más pequeña falta será castigada con sesenta días de calabozo a pan y agua. Nadie ha aguantado dos penas de calabozo consecutivas. A buen entendedor, pocas palabras bastan.
  Se dirige a Pierrot el Loco, cuya extradición había sido pedida, y concedida, de España:
  —¿Cuál era su profesión en la vida?
  —Torero, señor director.
  Furioso por la respuesta, el director grita: —¡Llevaos a ese hombre, militarmente!
  En un abrir y cerrar de ojos, el torero es golpeado, aporreado por cuatro o cinco guardianes y llevado rápidamente lejos de nosotros. Se le oye gritar:
  —So maricas, os atrevéis cinco contra uno y, además, con porras. ¡Canallas!
 Un “¡ay!”, de bestia mortalmente herida y, luego, nada más. Sólo el roce sobre el cemento de algo que es arrastrado por el suelo.
  Después de esta escena, si no se ha comprendido, nunca se comprenderá. Dega está a mi lado. Mueve un dedo, sólo uno para tocarme el pantalón. Comprendo lo que quiere decirme: “Aguanta firme, si quieres llegar al presidio con vida”. Diez minutos después, cada uno de nosotros (salvo Pierrot el Loco, quien ha sido encerrado en un infame calabozo de los sótanos) se encuentra en una celda del pabellón disciplinario de la Central.
  La suerte ha querido que Dega ocupe la celda lindante con la mía. Antes, hemos sido presentados a una especie de monstruo pelirrojo de un metro noventa o más, tuerto, que lleva un vergajo nuevo, flamante, en la mano derecha. Es el cabo de vara, un preso que ejerce la función de verdugo a las órdenes de los vigilantes. Es el terror de los condenados. Los vigilantes, con él tienen la ventaja de poder apalear y flagelar a los hombres, de una parte sin cansarse y, si hay muertes, eximiendo de responsabilidades a la Administración.
  Posteriormente, durante una breve estancia en la enfermería conocí la historia de esa bestia humana. Felicitemos al director de la Central por haber sabido escoger tan bien a su verdugo. El individuo en cuestión era cantero de oficio. Un buen día, en la pequeña ciudad del Norte donde vivía, decidió suicidarse suprimiendo al mismo tiempo a su mujer. Para ello, utilizó un cartucho de dinamita bastante grande. Se acuesta al lado de su mujer, que está descansando en el segundo piso de un edificio de seis. Su mujer duerme. El enciende un cigarrillo y, con este, prende fuego a la mecha del cartucho de dinamita que sostiene en la mano izquierda, entre su cabeza y la de su mujer. La explosión fue espantosa. Resultado: su mujer queda hecha papilla y casi hay que recogerla con cuchara. Una parte del edificio se derrumba y tres niños perecen aplastados por los escombros, así como una anciana de setenta años. Los demás quedan, más o menos, gravemente heridos.
  En cuanto a Tribouillard, ha perdido parte de la mano izquierda, de la que sólo le queda el dedo meñique y medio pulgar, y el ojo y la oreja izquierdos. Tiene una herida en la cabeza lo suficientemente grave para necesitar que se la trepanen. Desde su condena, es cabo de vara de las celdas disciplinarias de la Central. Ese semiloco puede disponer como le venga en gana de los desventurados que van a parar a sus dominios. Un, dos, tres, cuatro, cinco…, media vuelta… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta… y comienza el incesante ir y venir de la pared a la puerta de la celda.
 No tenemos derecho a acostarnos durante el día. A las cinco de la mañana, un toque de silbato estridente despierta a todo el mundo. Hay que levantarse, hacer la cama, lavarse, y o bien andar o sentarse en un taburete fijado a la pared. No tenemos derecho a acostarnos durante el día. Como colmo del refinamiento del sistema penitenciario, la cama se levanta contra la pared y queda colgada. Así, el preso no puede tumbarse y puede ser vigilado mejor.
 Un, dos, tres, cuatro, cinco… Catorce horas de caminata. Para adquirir el automatismo de ese movimiento continuo, hay que aprender a bajar la cabeza, poner las manos a la espalda, no andar ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, dar los pasos exactamente iguales y girar automáticamente, en un extremo de la celda, sobre el pie izquierdo, y en el otro extremo, sobre el pie derecho.
 Un, dos, tres, cuatro, cinco… Las celdas están mejor alumbradas que en la Conciergerie y se oyen los ruidos exteriores, los del pabellón disciplinario y también algunos procedentes del campo. Por la noche, se perciben los silbidos o las canciones de los labradores que vuelven a sus casas contentos de haber bebido un buen trago de sidra.
 He recibido mi regalo de Navidad: por un resquicio de las tablas que tapan las ventanas, percibo el campo, todo nevado y algunos árboles altos, negros, iluminados por la luna llena. Diríase una de esas postales típicas de Navidad. Agitados por el viento, los árboles se han despojado de su manto de nieve y, gracias a esto, se les distingue bien. Se recortan en grandes manchas oscuras sobre todo lo demás. Es Navidad para todo el mundo, hasta es Navidad en una parte de la prisión. Para los presidiarios en depósito, la Administración ha hecho un esfuerzo: hemos tenido derecho a comprar dos tabletas de chocolate. Digo dos tabletas, no dos barras. Estos dos pedazos de chocolate de Aiguebelle han sido mi cena de Nochebuena de 1931.
  … Un, dos, tres, cuatro, cinco… La represión de la justicia me ha convertido en péndola, el ir y venir en una celda es todo mi universo. Todo está matemáticamente calculado. En la celda no debe haber nada, absolutamente nada. Sobre todo, es menester que el condenado no pueda distraerse. Si me sorprendieran mirando por esa hendidura de los maderos de la ventana, recibiría un severo castigo. Sin embargo, ¿acaso no tienen razón, puesto que para ellos no soy más que un muerto en vida? ¿Con qué derecho podría permitirme gozar de la contemplación de la naturaleza?
  Vuela una mariposa; tiene un color azul claro, con una pequeña lista negra; una abeja zumba no lejos de ella, junto a la ventana. ¿Qué vienen a buscar esos bichos en este lugar? Parece como si estuviesen locas por ese sol de invierno, a menos que tengan frío y quieran entrar en la prisión. Una mariposa en invierno es una resucitada. ¿Cómo no ha muerto todavía? Y esa abeja, ¿por qué ha abandonado su colmena? ¡Qué inconsciente atrevimiento acercarse aquí! Afortunadamente, el cabo de vara no tiene alas, de lo contrario no vivirían mucho tiempo.
  Ese Tribouillard es un horrible sádico y presiento que algo me ocurrirá con él. Por desgracia, no me había equivocado. El día siguiente de la visita de los dos encantadores insectos, me declaro enfermo. No puedo más, me ahoga la soledad, necesito ver una cara, oír una voz, aunque sea desagradable, pero en suma una voz, oír alguna cosa.
Papillon de Henri Charrière: Muy bien Encuadernación de tapa dura ...  Completamente desnudo en el frío glacial del pasillo, cara a la pared, con la nariz a cuatro dedos de esta, era el penúltimo de una fila de ocho, en espera de mi turno de pasar ante el doctor. ¿Quería ver gente? ¡Pues ya lo he conseguido! El cabo de vara nos sorprende en el momento en que le murmuraba unas palabras a Julot, conocido como el hombre del martillo. La reacción de aquel salvaje pelirrojo fue terrible. De un puñetazo en la nuca, me dejó casi sin sentido y, como no había visto venir el golpe, me di de narices contra la pared. Empecé a manar sangre y, tras haberme incorporado, pues me había caído, me rehago y trato de comprender lo ocurrido. Cuando hago un ademán de protesta, el coloso, que no esperaba otra cosa, de una patada en el vientre me tumba otra vez en el suelo y comienza a golpearme con su vergajo. Julot ya no puede aguantarse. Se echa encima de él, se entabla una terrible pelea y, como Julot lleva todas las de perder, los vigilantes asisten, impasibles, a la batalla. Nadie se fija en mí, que acabo de ponerme en pie. Miro a mi alrededor, tratando de descubrir algún arma. De golpe, percibo al doctor, inclinado sobre su sillón, que trata de ver desde la sala de visita lo que ocurre en el pasillo y, al mismo tiempo, la tapadera de una marmita que brinca empujada por el vapor. Esa gran marmita esmaltada está encima de la estufa de carbón que calienta la sala del doctor. Su vapor debe purificar el aire.
 Entonces, con un rápido reflejo, agarro la marmita por las asas, me quemo, pero no la suelto y, de una sola vez, arrojo el agua hirviendo a la cara del cabo de vara, quien no me había visto, ocupado como estaba con Julot. De su garganta sale un grito espantoso. Ha cobrado lo suyo. Se revuelca en el suelo y, como lleva tres jersey s de lana, se los quita con dificultad, uno después de otro. Cuando llega al tercero, la piel salta con este. El cuello del jersey es estrecho y, en su esfuerzo por hacerlo pasar, la piel del pecho, parte de la del cuello y toda la de la mejilla siguen pegadas al jersey. También tiene quemado su único ojo y, ahora está ciego. Por fin, se pone en pie, repelente, sanguinolento, en carne viva, y Julot aprovecha el momento para asestarle una terrible patada en los testículos. El gigante se derrumba y empieza a vomitar y a babear. Ha recibido su merecido Nosotros nada perdemos con esperar.
 Los dos vigilantes que han asistido a la escena no tienen suficientes arrestos para atacarnos. Tocan la alarma para pedir refuerzos. Llegan de todos lados. Los porrazos llueven sobre nosotros como una fuerte granizada. Tengo la suerte de perder pronto el sentido, lo cual no me impide recibir más golpes.
 Despierto dos pisos más abajo, completamente desnudo, en un calabozo inundado de agua. Lentamente recobro los sentidos. Recorro con la mano mi cuerpo dolorido. En la cabeza tengo por lo menos doce o quince chichones. ¿Qué hora será? No lo sé. Aquí no es de día ni de noche, no hay luz. Oigo golpes en la pared, vienen de lejos.
  Pam, pam, pam, pam, pam, pam. Estos golpes son la llamada del « teléfono» . Debo dar dos golpes en la pared si quiero recibir la comunicación. Golpear, pero ¿con qué? En la oscuridad, no distingo nada que pueda servirme. Con los puños es inútil, los golpes no repercuten bastante. Me acerco al lado donde supongo que está la puerta, pues hay un poco menos de oscuridad. Topo con barrotes que no había visto. Tanteando, me doy cuenta de que el calabozo está cerrado por una puerta que dista más de un metro de mí, a la cual la reja que toco me impide llegar. Así, cuando alguien entra donde hay un preso peligroso, este no puede tocarle, pues está enjaulado. Pueden hablarle, escupirle, tirarle comida e insultarle sin el menor peligro. Pero hay una ventaja: no pueden pegarle sin correr peligro, pues, para pegarle, hay que abrir la reja.
 Los golpes se repiten de vez en cuando. ¿Quién puede llamarme? Quien sea merece que le conteste, pues arriesga mucho, si le pillan. Al caminar, por poco me rompo la crisma. He puesto el pie sobre algo duro y redondo. Palpo, es una cuchara de palo. En seguida, la agarro y me dispongo a contestar. Con la oreja pegada a la pared, aguardo. Pam, pam, pam, pam, pam, stop, pam, pam. Contesto: pam, pam. Estos dos golpes quieren decir a quien llama: “Adelante, tomo la comunicación”. Empiezan los golpes: pam, pam, pam… las letras del alfabeto desfilan rápidamente… abcchdefghijklmnñop, stop. Se para en la letra p. Doy un golpe fuerte: pam. Así, él sabe que he registrado la letra p, luego viene una a, otra p, una i, etc. Me dice: “Papi, ¿qué tal? Tú has recibido lo tuyo, yo tengo un brazo roto”. Es Julot. Nos “telefoneamos” durante dos horas sin preocuparnos de si pueden sorprendernos. Estamos literalmente rabiosos por cruzarnos frases. Le digo que no tengo nada roto, que mi cabeza está llena de chichones, pero que no tengo heridas.»

  [El libro pertenece a la edición en español de Editorial Plaza & Janés, 1973, en traducción de Domingo Pruna y Vicente Villacampa. ISBN: 9788401350474.]