3.-Cada uno en su lugar
«A pesar de su
reciente occidentalización, el Japón es todavía una sociedad aristocrática.
Cada saludo, cada contacto personal, debe indicar el tipo y grado de la
distancia social que existe entre unos y otros. Cuando una persona dice a otra
“come” o “siéntate”, utiliza palabras diferentes si se dirige a un familiar, si
habla a un inferior o a un superior. Existe un “tú” o un “usted” diferente que debe
utilizarse en cada caso, y los verbos tienen formas distintas para cada uno de
ellos. En otras palabras, los japoneses tienen lo que se llama un “lenguaje de respeto”,
como lo tienen muchos otros pueblos del Pacífico, y lo acompañan con reverencias
e inclinaciones adecuadas. Este comportamiento se rige por meticulosas normas y
convencionalismos. No basta saber ante quién se inclina uno, sino que es
necesario saber cuánto se tiene uno que inclinar. Un saludo que sería adecuado
para determinada persona podrá ser considerado como un insulto por otra que se hallase en una relación
ligeramente distinta con el que saluda. Y la gama de las reverencias va desde
la postura de rodillas en que se inclina el cuerpo hasta tocar con la frente
las palmas de las manos, colocadas sobre el suelo, a la simple inclinación de
la cabeza y los hombros. Uno debe aprender, y desde edad muy temprana, la
reverencia adecuada para cada caso particular. No se trata sólo de tener
siempre presentes las diferencias de clase — en todo caso, importantísimas—;
también deben tenerse en cuenta el sexo, la edad, los lazos familiares y
cualquier clase de relación previa entre dos personas.
Incluso entre las
mismas dos personas se requieren diversos grados de respeto en diferentes
ocasiones: un civil puede tratar familiarmente a otra persona y no inclinarse
ante ella; pero cuando lleva uniforme militar, su amigo, si viste de paisano,
se inclinará ante él. Cumplir con las normas establecidas por la jerarquía es
un arte que requiere el equilibrio de innumerables factores, algunos de los
cuales pueden excluir a los otros en un determinado caso, o bien añadirse a
ellos.
Existen,
naturalmente, personas que se tratan con poca ceremonia. En Estados Unidos,
esto se aplica a las personas del círculo familiar. Nosotros abandonamos
incluso las más simples formalidades de la etiqueta cuando entramos en el seno
de nuestra familia. En el Japón es precisamente en la familia donde las normas
de respeto se aprenden y observan más meticulosamente. Cuando la madre todavía
lleva al niño atado a la espalda, ya le obliga —apoyando su propia mano en la
cabeza del hijo— a inclinarse, y las primeras lecciones del pequeño consisten
en aprender a comportarse respetuosamente con su padre y su hermano mayor.
La mujer se inclina
ante su marido; el niño, ante su padre; los hermanos menores, ante los mayores,
y la hermana se inclina ante todos sus hermanos, cualquiera que sea la edad de
éstos. No se trata de un gesto vacío de sentido; significa que el que se
inclina reconoce el derecho del otro a actuar como desee respecto a cosas de
las cuales quizá prefiera hacerse cargo él mismo, y el que recibe el cumplido
reconoce a su vez ciertas responsabilidades que le incumben en razón del puesto
que ocupa. La jerarquía basada en el sexo, en la edad y en la primogenitura
forma parte integrante de la vida familiar.
La piedad filial
es, naturalmente, una de las normas éticas más importantes del Japón, que
comparte con China. La formulación china de este principio fue adoptada en
época temprana por el Japón, junto con el budismo, la ética confucionista y la
antiquísima cultura china, en los siglos VI y VII después de Cristo. Pero el
carácter de la piedad filial hubo necesariamente de sufrir modificaciones para
poder adaptarse a la estructura peculiar de la familia japonesa. En China,
incluso hoy, uno debe lealtad al enorme y ramificado clan al que pertenece. A
veces se trata de un clan con jurisdicción sobre cientos de miles de personas,
de las cuales recibe apoyo. Las circunstancias varían según las diversas partes
de este extenso país, pero en muchos lugares de China todas las personas de una
aldea son miembros de un mismo clan. Entre los 450 millones de habitantes que
ahora tiene China, no
hay más de 470 apellidos, y todas las personas que llevan el mismo patronímico
se consideran en cierto grado hermanos de clan. En una zona determinada puede
suceder que todos los habitantes sean de un mismo clan y que, además,
pertenezcan a él familias que viven en ciudades muy apartadas. En zonas
populosas como Kwangtung, todos los miembros del clan contribuyen a sostener
grandes santuarios y en determinados días veneran hasta mil tablillas
ancestrales de los miembros fallecidos que descienden de un antepasado común.
Los clanes poseen propiedades, tierras y templos, y administran fondos que se
utilizan para pagar la educación de alguno de los niños del clan que parece
prometer más. Se mantienen en contacto con los miembros dispersos y publican
complicadas genealogías que son puestas al día cada diez años, aproximadamente,
a fin de dar a conocer los nombres de aquellos que tienen derecho a compartir
sus privilegios. Tienen leyes ancestrales que llegan incluso a prohibirles
entregar al Estado a alguien de la familia acusado de un crimen, si el clan no
está de acuerdo con las autoridades. En la época imperial, estas grandes
comunidades de clanes semiautónomos eran gobernados, no muy rígidamente, en
nombre del Estado, mediante mandarinatos encabezados por funcionarios estatales
rotatorios que no eran de la región.
En el Japón todo
esto era distinto. Hasta mediados del siglo XIX, solamente las familias nobles
y los guerreros (samurai) tenían derecho a utilizar apellidos. Los apellidos
eran fundamentales en el sistema de clanes del pueblo chino, y sin ellos, o sin
un equivalente, no puede desarrollarse la organización del clan. En algunas
tribus, el equivalente podía ser el mantenimiento de una genealogía. Pero en el
Japón solamente la clase alta mantenía genealogías, e incluso en estas familias
el registro se llevaba, como hacen las Hijas de la Revolución Americana en
Estados Unidos, desde el momento presente hacia atrás, es decir, partiendo de
la persona viva para retroceder en el tiempo, y no desde el pasado hacia el
presente para incluir a todos los contemporáneos procedentes de un antepasado
común, lo cual es muy distinto. Además, el Japón era un país feudal. La lealtad
no se debía a un nutrido número de parientes, sino a un señor feudal, amo
supremo y perpetuo, y la diferencia entre éste y los mandarines burocráticos
temporales de China, que eran siempre extranjeros en sus distritos, no podía
ser mayor. Lo importante en el Japón era pertenecer al feudo de Satsuma o al de
Hizen. Cada persona estaba ligada a su feudo.
Otra forma de
institucionalizar los clanes es la adoración de los antepasados remotos o de
los dioses del clan en santuarios o lugares sagrados. Esto habría sido posible
para el “pueblo bajo” japonés, incluso al no contar con apellidos ni
genealogías. Pero en el Japón no existe el culto a los antepasados remotos. En
los santuarios en que el pueblo se reúne, todos los campesinos acuden juntos
sin necesidad de probar la existencia de antepasados comunes. Se les llama “hijos”
del dios del santuario, pero son “hijos” porque viven en su territorio. Estos
campesinos están, naturalmente, ligados entre sí, como les ocurre a los
campesinos de cualquier parte del mundo tras la residencia en el mismo lugar de
innumerables generaciones, pero no son por ello un grupo cohesivo de un mismo
clan que desciende de un antepasado común.
La veneración
debida a los antepasados se presta en un santuario muy diferente, situado en el
cuarto de estar de la familia, donde se honra solamente la memoria de los seis
o siete últimos miembros de la familia fallecidos. En las familias japonesas de
todas las clases sociales, se rinde diariamente homenaje ante este altar, y se
coloca comida para los padres y los abuelos, así como para los parientes
próximos a quienes se recuerda en vida y que están representados sobre el altar
con lápidas en miniatura. En los cementerios nadie se ocupa de las tumbas de
sus tatarabuelos, y la identidad de la tercera generación ancestral cae rápidamente
en el olvido. Las relaciones familiares en el Japón se reducen casi a las
mismas proporciones occidentales, siendo tal vez la familia francesa el equivalente
más próximo.
La “piedad filial”
en el Japón es, pues, una cuestión limitada a los familiares más íntimos.
Significa ocupar cada uno el sitio que le corresponde según la generación, el
sexo y la edad, dentro de un grupo que incluye poco más que el propio padre, el
padre del padre y sus hermanos y descendientes. Incluso cuando se trata de
linajes importantes en los que a veces se incluyen grupos mayores, la familia
se divide en líneas independientes y los hijos más jóvenes establecen
ramificaciones familiares. Dentro de este limitado grupo familiar, las normas
que regulan “el sitio correspondiente” son muy meticulosas. Se guarda una estricta obediencia a los
mayores, hasta que éstos deciden “retirarse” formalmente (inkyo).
Aun en nuestros
días, un hombre con hijos ya mayores no realizará transacción alguna sin que
haya sido aprobada por el abuelo, si éste no se ha retirado. Los padres deciden
sobre el casamiento o el divorcio de sus hijos, incluso cuando éstos tienen
treinta o cuarenta años. Al padre, como cabeza de familia, se le sirve el
primero en las comidas, entra el primero en el baño familiar y recibe con una
simple inclinación de cabeza las profundas reverencias de su familia. Hay en el
Japón un acertijo popular que podría traducirse de esta forma: “¿Por qué un
hijo que quiere dar consejos a sus padres se parece a un sacerdote budista que
quiere tener pelos en la coronilla?”. (Los sacerdotes budistas van tonsurados.)
La respuesta es: “Porque por mucho que quiera, no puede”.
Ocupar el propio
puesto significa tener en cuenta no sólo las diferencias generacionales, sino
también las diferencias de edad. Cuando los japoneses desean expresar una
confusión total, dicen que “no es ni hermano mayor ni hermano menor”, en el sentido
en que nosotros decimos “no es ni carne ni pescado”, pues para los japoneses el
hermano mayor debe mantenerse fiel a su condición con el mismo rigor con que un
pez debe permanecer en el agua. El hermano mayor es el heredero. Los viajeros
hablan de “ese aire de responsabilidad que el hijo mayor adquiere tan pronto en
el Japón”. Comparte en alto grado las prerrogativas del padre. Antiguamente, su
hermano menor dependía totalmente de él; ahora, especialmente en pueblos y
aldeas, es el mayor quien se queda en casa aferrado a la rutina de siempre,
mientras sus hermanos menores, en ocasiones, salen de ella para conseguir una
educación más completa y mayores ingresos. Pero los antiguos hábitos impuestos
por la jerarquía son muy fuertes.»
[El texto pertenece a la edición en español de
Alianza Editorial, 2004, en traducción de Javier Alfaya Bula, pp. 41-45. ISBN:
978-84-2065-585-7.]
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