domingo, 30 de octubre de 2022

El fin de un primitivo.- Chester B. Himes (1909-1984)


Chester Himes - Wikipedia
Capítulo cinco


   «Jesse ya estaba vestido a las seis en punto; así tendría tiempo de pararse en un bar chino para tomar algunos tragos de ginebra y algunas cervezas que le relajasen y pusieran a tono su estado de ánimo. Kriss no podía soportar una compañía tensa y silenciosa; quería que sus hombres negros fueran alegres, entretenidos, ardientes e incluso frenéticos.
 “¿Para qué otra condenada cosa quería ella a un negro? —pensó—. Por supuesto que no lo querría para su árbol genealógico.” Y él sabía que a veces acompañando a mujeres blancas le obsesionaba la futilidad de su posición, sumergiéndole en un estado de ánimo de oscura desesperación, durante la cual no podía decir ni una palabra, no podía sonreír, perdía el deseo y se retiraba en un hosco silencio. Si le sucediera esto, Kriss se pondría furiosa, y él lo sabía; probablemente lo echaría fuera de su casa.
 Se había puesto un traje nuevo de franela azul-Oxford, comprado la semana anterior en una tienda de empeños de la Avenida Columbus, que ofrecía saldos de fábrica y modelos con algún pequeño defecto a mitad de precio. Era un precioso traje de una tela muy suave, y con él, llevaba unos zapatos de fabricación inglesa lisos y negros, comprados en las rebajas de primavera de la casa Wanamaker, una camisa blanca enteramente abrochada de tela de Oxford y una corbata de seda gris y blanca con dibujo abstracto; ambas las había sacado de las gangas de Gimbel.
 “Todo lo que ahora necesitas es un paraguas, un sombrero hongo, una chuleta de cordero, un vaso de clarete, los cabellos algo más largos y una piel blanca, y estarías camino de civilizar al mundo, hijo —se dijo en un tono de indiferencia, y añadió después—: de todas maneras tienes buenas inclinaciones”.
 Dio una ojeada al tiempo. Caía una ligera llovizna. Se puso el sombrero y la descolorida trinchera que Kriss había admirado hacía siete años, cuando era nueva, y también ellos eran nuevos el uno para el otro; se puso una botella de bourbon bajo el brazo, preguntándose de pronto qué necesidad tenía de ir a los barrios bajos de la ciudad a buscar lo que abundaba en los barrios altos.
 Encontró su nombre, “Mrs. Kristina W. Cummings”, bajo el buzón del vestíbulo, y apretó el timbre que había a su lado. Al cabo de un momento Kriss desde su casa apretó el botón del lado del teléfono de la salita posterior, abriendo la puerta de entrada. Él entró rápidamente y caminó por el embaldosado pasillo, agradeciendo el encontrarlo vacío, y al llegar al fondo fue hacia la izquierda dirigiéndose a la puerta del apartamento de ella.
 Kriss abrió la puerta antes de que él tocara el timbre otra vez, y por un instante se quedaron mirándose el uno al otro con la sonrisa helada en un ligero estremecimiento. Vestida con un sencillo traje de cóctel negro, sin mangas, el escote cuadrado y adornado con un collar de plata y un par de magníficos brazaletes también de plata, pareció una hermosa mujer. Pero no era la mujer que él recordaba; no encontró ni rastro de la maliciosa muchacha que le había gustado tanto; en su lugar vio lo que a primera vista parecía una mujer segura, sin humor, ligeramente aburrida, arropada e impregnada de respetabilidad.
 Por su parte, ella no encontró nada en él del irresponsable cazador de mujeres, de atenta sonrisa y ojos brillantes, con el que pasó aquellos tres exquisitos días, que devoraron con frenética sexualidad, como una llama afrodisíaca; ni tampoco nada de aquel repulsivo borracho que tanto la había enfurecido cuatro años antes, pero que al menos poseía una cierta y amarga efervescencia que le hacía interesante. El hombre que tenía ante ella, vestido con la vieja trinchera que reconoció inmediatamente, estaba muerto; la humillación se había apoderado tan profundamente de su interior, que había llegado a formar parte de su metabolismo. Su aspecto exterior no había cambiado mucho, ni notó tanta diferencia como ella esperaba. Por fuera parecía el mismo; en su cara, las mismas facciones juveniles y su misma figura atlética quizá algo más delgada, pero su cabeza parecía mucho más pequeña, con los cabellos tan cortos y finos como una cebolla, y a ella le gustaban los hombres con pelo, montones de pelo, incluso aunque parecieran lanudos. Pero era su luz interior la que le había abandonado.
 Los dos se recobraron inmediatamente.
 —Estoy gorda —le saludó ella, sonriendo tentadora, mientras él le notó alrededor de sus ojos azules un vago borde rojo, como si hubiera llorado recientemente.
 —Yo estoy delgado —dijo devolviéndole la sonrisa. Y luego algo forzado, puesto que ella no se parecía al tipo que él había imaginado, añadió—: Traje bourbon en lugar de flores.
 Por primera vez ella sonrió a la manera de los viejos tiempos.
 —Bien, nos beberemos las flores.
 Entró en la salita, mientras ella preparaba las bebidas, escocés para ella y bourbon para él, y cuando las trajo dijo con sincera admiración:
 —Tienes una casa maravillosa, Kriss. Es realmente encantadora —y entonces añadió, mirándola francamente—: Ya sabes que tú también eres maravillosa.
 Se sentó en su silla favorita de tres patas, satisfecha momentáneamente por el cumplido.
 —Mi ayudante, Anne, me ayudó en la decoración. Está estudiando decoración interior y en los almacenes le hacen un descuento.
 —¿Tienes aún el mismo empleo?
 —Sí, todavía estoy en el Instituto —entonces su voz se llenó de orgullo—, pero ahora soy una personalidad, soy la ayudante del director.
 También había algo de venganza en el tono, y él se preguntó vagamente qué le habría sucedido.
 —¿Sigues viendo a Maud?
 —La vi por las Navidades en la fiesta de Ed Jones. Al principio intentó ignorarme, pero cuando vio lo amables que Ed y los demás se portaban conmigo, se me acercó mostrándose exageradamente efusiva, pretendiendo no haberme visto hasta entonces. Había oído hablar de que yo tenía algo que ver con el envío de personal a la India y quería utilizarme otra vez. Yo estuve fría como el hielo.
 —¿Qué tal Ed? —preguntó cortésmente. «No es que me importe un comino», pensó. Ed Jones era un artista negro con mucho éxito que había asistido a una escuela de arte privada.
El fin de un primitivo - Epub y PDF | Novelas, Primitivo —Bien, Julia me gusta mucho; ¡es tan dulce y sincera!
 —Es una chica estupenda —dijo, aunque nunca la había visto, sintiendo la necesidad de ser agradable.
 —Acudí a la fiesta mortalmente asustada —confesó Kriss—. Era la primera vez durante años que iba a una fiesta de negros, y no sabía la clase de historias que Maud habría contado de mí. Pero Ed fue muy amable y yo conocía a la mayoría de los asistentes. Y hasta Dinky Bloom dijo: “Oh, Kriss es como uno de nosotros. Ha estado entre negros tanto tiempo y ha convivido con nosotros lo suficiente como para ser medio negra”.
 Ella sonrió con su sonrisa sensual secreta, pensando en lo que implicaba tal declaración.
 Él, medio divertido, pensaba en lo mismo, pero no insistió en ello.
 —¿Qué sucedió entre tú y Maud? Yo no la he visto desde que tuvimos aquel encontronazo.
 —¡Dios, esa mujer me ofende! —la ofensa se traslució en su voz—. Viví con ellos cuando vine por primera vez a Nueva York.
 —No lo sabía.
 —Prácticamente les pagaba el alquiler y las cuentas de la bebida. Yo tenía la pequeña salita donde tú estuviste, y cuando ellos tenían invitados —que era en realidad cada noche— se bebían mi alcohol y no podía acostarme hasta que los invitados se iban, aunque Joe se fuera a su habitación dejándolos a todos por allí. Y yo tenía que levantarme antes que nadie. Luego, cuando rompí con Ted, Maud realmente me echó. Eso que habíamos sido como hermanas durante años.
 —Ya sé —dijo pensando—: amantes, querida, no hermanas. A Maud no le gusta nadie con quien no pueda acostarse, hombre o mujer. La conozco. —Al cabo de un momento preguntó—: ¿Por qué lo hizo? No era de su incumbencia, ¿verdad?
 —¡Oh, ella quería que me casara con Ted!, así podría acostarse con él cuando Joe y yo nos fuéramos a trabajar.
 Cogió su vaso vacío y cuando ella se dirigió a la cocina a buscar nuevas bebidas, él la siguió, preguntándose si la besaría entonces o era mejor esperar. Ella no parecía estar en situación de ánimo propicio para besos, de manera que le dijo:
 —Es una cocina muy bonita, todo está muy bien arreglado. —Y cuando volvieron a la salita—: Realmente me gusta tu casa —esta vez ella no contestó y él la miró pensativamente. “Lo malo —pensó— es que no recuerdo absolutamente nada de aquel fin de semana que estuve borracho todo el tiempo y que no puedo acordarme más que de cuando la besé por primera vez”.
 En voz alta preguntó:
 —¿Qué pasó entre tú y Ted? La última vez, y de hecho la única vez que os vi juntos fue en una fiesta de Brooklyn. Creo que es la única vez que he visto a Ted, por lo menos la única que recuerdo. Era un muchacho muy elegante.
 —Prácticamente siempre estuve soportando su bajeza —dijo con súbita inquina—, siempre andaba tras la gente blanca barata, con la esperanza de que le harían rico. Él creía que yo no sabía nada, y yo le estaba soportando.
 —¿Y ahora qué hace?
 —Espero que esté muerto.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Júcar, 1989, en traducción de S.I. González, pp. 59-62. ISBN: 978-8433490025.]

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