II
«Nada lamentaría más que inducirle a pensar que pretendo, de un modo
solapado, faltar a mi palabra. Yo me tengo por un hombre de honor. He prometido
dejarle disfrutar en paz del paisaje, y mi intención es cumplir a rajatabla mi
promesa. Pero... ¿no escucha usted como un murmullo? Preste atención... Cuando
nos callamos... ¿Lo oye usted? (...) ¿No? Aguce el oído, por favor... ¿Seguro
que no lo oye? Entre los traqueteos del tren. Es como si alguien hubiese encendido,
justo donde usted se sienta, un walkman y estuviese siguiendo una lección de
inglés. ¿Que usted continúa sin oírlo? Pues yo, le advierto, me precio de tener
un oído excelente. Rock and roll aparte, soy de los que escuchan respirar a una
mosca. Inténtelo otra vez, si no le supone mucha molestia... Una lección de
inglés; débil y lejana, pero una lección de inglés. ¿No lo ha oído? “I am
Carmelo. This is my dog”, acaba de decir. ¿Nada...? ¿Absolutamente nada...?
Si usted insiste... Olvidémonos del asunto. ¿Quién
iba a ponerse —reflexionando un poco— a seguir una lección de inglés en este
compartimento, que sólo ocupamos usted y yo? A no dudar, el rumor ha de
proceder del compartimento vecino y mi confusión tiene su origen en un ligero
trastorno personal. Un trastorno físico, por supuesto; no vaya usted a pensar.
¡Este tren sale a una hora tan perversa...! O se resigna uno a almorzar en el
abominable restaurante de la estación o se ve obligado a romper con todo
horario racional de comidas. Se opte por la solución que se opte, ¿cuál es el
resultado? Más o menos el mismo, se lo digo por experiencia: un viaje al
ochenta por ciento de nuestra plenitud física, como mucho. Un desarreglo de las
facultades sensoriales, producto de una baja o un exceso de azúcar, según los
casos, no debe, por tanto, descartarse.
¿Que usted también ha comido en el restaurante
de la estación y, sin embargo, se siente perfectamente? Otra cosa sería
preocupante. Usted se encuentra en la flor de la vida. A usted aún le quedan
muchos viajes hasta que comience a reparar en los nocivos efectos secundarios
de la baja calidad de la comida que se sirve en ese antro criminal. Pero yo
tengo ya mis años. A los suyos, un estofado más o menos infame tampoco me
habría hecho localizar erradamente la procedencia de ningún “I am Carmelo”. Mi
estómago ha sido el de un verdadero avestruz. Pero los años no pasan en balde.
Cuando uno supera los cincuenta, tiene que empezar a meditar sobre el aceite
que le pone a la máquina. Ya no sirve, como a su edad, cualquier cosa. Menos en
un caso como el mío, obligado por tantas razones a una vida demasiado
sedentaria. Se impone una cierta disciplina en las comidas. Y cuando esa
disciplina se quebranta, el cuerpo nos advierte de inmediato la infracción.
“Por hoy pase —nos dice—; pero cuidado, que ya no tienes veinte años, y los
excesos, al final, siempre se acaban pagando.” Ya oirá usted también esa voz,
ya. Sin caer en el fundamentalismo dietético (eso tampoco), una cierta
precaución con lo que nos echamos al estómago es esencial. El cochinillo, la
olla podrida o los callos, por sólo citar tres notables ejemplos de nuestra
recia gastronomía nacional, no pueden sentarle bien a nadie. El organismo
humano no está hecho para eso, nos pongamos como nos pongamos.
La frugalidad en la comida y el ejercicio
moderado han sido reconocidos desde la antigüedad como los mejores aliados de
la salud. No es cosa de anteayer. El propio Sócrates lo apunta en más de una
ocasión. Hipócrates y Galeno lo repiten hasta la saciedad. Y cuando, como sucede
por desgracia en mi caso, las posibilidades de realizar ejercicio físico son
muy reducidas, todo el hincapié que se haga en la moderación, equilibrio y
orden de la dieta es poco. Las modernas técnicas pedagógicas han roto con
muchas barreras y tabúes. Las nuevas generaciones de ciegos juegan incluso al
fútbol. Pero a mí tales innovaciones ya me cogieron un poco tarde. En mi época,
bastante afortunado se podía considerar uno si contaba con un tío dominico que
nos adentrase en los pormenores demoníacos del dualismo bogomilista. En el
fútbol ni se soñaba. Y eso se nota en la obstinada tendencia que tienen las
grasas a crearnos problemas.
Yo procuro no relacionarme más que lo
imprescindible con el mundo de los ciegos. Mi relativa prominencia social, sin
embargo, me ha obligado a mantener ciertos contactos con determinados círculos
organizados en torno o con motivo de esta enojosa deficiencia que nos afecta.
Pues bien, ¿sabe usted una cosa?, la preocupación por las grasas ha acabado
siempre tendiendo puentes para la comunicación con una serie de individuos con
los que no creo tener mucho en común. La grasa nos trae a maltraer a todos, con
independencia de credo, talante o condición. Los tres últimos entierros de
ciegos a los que me he visto obligado a asistir, por sólo referirme a hechos
muy concretos, han estado presididos por el colesterol. No es ninguna broma.
Una tromboflebitis, una hemorragia cerebral y un infarto, respectivamente.
Restringido el disfrute de otra serie de
placeres hasta extremos que a usted le resultaría difícil imaginar, los ciegos
propendemos a la glotonería. De los siete pecados capitales, el de la gula es
el cebo (nunca mejor dicho) con el que nos tienta el Maligno. En el infierno de
Dante, nos hemos de encontrar en el círculo tercero, el de la pertinaz lluvia
de nieve y agua sucia. Si otra cosa acontece, atribúyalo usted a la licencia o
impericia poéticas. Yo mismo, pese a todas mis aprensiones, no siempre logro
sobreponerme a la tentación. Con la plástica tostada con margarina en la boca y
el exinanido aroma del descafeinado impregnando sin convicción alguna mis
pituitarias, no es infrecuente que, ya a la temprana hora del desayuno, una
rebeldía momentánea me lleve a exclamar: “¡Pero qué vida es ésta!”. La
ensaimada con nata, el croissant con mantequilla normanda, el castizo chocolate
con churros son ideas que atropelladamente se me vienen en esos momentos a mi
soliviantada cabeza. Eso entiendo yo por vida sin matices, frente a la
devaluada “vida esta” del descafeinado y la margarina sin sal. Pero, amigo mío,
hay que saber contenerse.
La mía es una edad crítica en el curso vital
de las arterias. Un descuido, y adiós. El corazón no da tiempo a arrepentirse.
Le fallan a usted el hígado, los riñones y el sistema respiratorio al unísono, y
aún tendrá probablemente una segunda oportunidad en este mundo. Con el corazón,
no; con el corazón se ven siempre las orejas al lobo cuando ya es demasiado
tarde. De pronto un día le parece a uno percibir una pequeña molestia en la
región torácica y, antes de que le dé tiempo a decir: “Mañana, sin falta, dejo
de fumar”, ¡zas!, se acabó lo que se daba. No hay pieza menos caritativa en el
engranaje humano. El corazón es a la biología lo que el calvinismo es a la
historia de las religiones, el emblema sin compromisos de la inmisericordia, la
intransigencia y la beligerancia radical con las debilidades de la carne. Un
cigarrillo, unos buñuelos, unas manitas de cordero de más..., y olvídese usted
del pacto, de las componendas, de los tiras y aflojas de última hora, siempre
posibles con otros órganos y vísceras más esencialmente católicos de nuestra
anatomía.
Según mi médico, en mi caso particular
concurren circunstancias más favorables de lo que yo quiero creer. En mi
familia, por fortuna, no abundan los precedentes de dolencias cardíacas. Habría
que remontarse a un tío abuelo materno para encontrar un antecedente, y ni
siquiera es seguro. Mis cuatro abuelos, mis ocho bisabuelos, murieron todos,
con una sola y lamentable excepción, octogenarios. Mi madre, a sus setenta y
nueve años, tiene aún la tensión arterial de una niña. Todo ello, al parecer de
mi médico, ha de considerarse a la hora de ponderar el riesgo. Los factores
hereditarios representan un papel notable que yo, en su opinión, no parezco
valorar adecuadamente. «La naturaleza del juicio coronario —me repite— no es
tan sumaria como usted supone.» Forma educada, como otra cualquiera, de
acusarme olímpicamente de hipocondría. Los médicos, ya lo comprobará usted, y
le deseo con toda sinceridad que lo haga tarde, son así. Lo que en cualquier
otra disciplina de la ciencia se llama humildemente «ignorancia propia», en la
medicina se denomina con indignante prepotencia «hipocondría ajena». Pero es lo
que yo le digo al médico: “Doctor, tampoco mis bisabuelos fueron ciegos”.
Circunstancia que, me concederá usted, debiera dar que pensar. Mi pobre madre
hace aún hoy cuatro veces más ejercicio que yo a mis veinte años, descontando
mi fugaz y malaventurado coqueteo con el rock and roll.
Un análisis de sangre y un electrocardiograma
mensual, que es cuanto yo le pido al médico, no constituye, habida cuenta de mi
crónico sedentarismo, ninguna extravagancia cuyo visado contravenga el
juramento hipocrático. Al colesterol hay que seguirle los pasos muy de cerca.
Y, por otra parte, ¡qué cuernos!, los electrocardiogramas me los pago yo. Si
quiero hacerme uno al mes, como si se me antoja hacerme dos docenas. ¡Será
posible el país en que vivimos! Mate uno a cuchilladas al amante de su mujer, y
no habrán de faltar voces que justifiquen, con las razones más peregrinas, el
acto; quiera usted hacerse un
electrocardiograma mensual, pagado a precio de oro de su libérrimo bolsillo, y
hasta su propio médico se le entigrece. ¿Así queremos hacernos un hueco en el
concierto de las naciones civilizadas?
Y no le pido su opinión. Usted preferirá tal
vez no pronunciarse tampoco sobre este particular. Permítame, no obstante, que
le apunte (sin ánimo de forzar su hermetismo, eso sí) que hay quien considera
el silencio una peligrosísima fuente de endomorfinas. Dicho sea, por
descontado, con carácter nada más que general e informativo. No es que yo
subscriba o deje de subscribir tales teorías. Mucho menos que insinúe que quepa
referirlas, ni siquiera indirectamente, a su persona. Ni por un momento me
atrevería yo a dudar de su excelente condición mental. Como no dudo que ese “I
am Carmelo”, que tan nítidamente vuelvo a oír, procede de otro compartimento.
El que usted prefiera no manifestarse sobre mi particular arquetipo de
civilización no es motivo para suponerle ni debilidad cerebral alguna ni,
cuánto menos, la grosería de iniciarse en la lengua de la pérfida Albión al
amparo de mi ceguera. Cada cual es como es, y no se hable más.
Usted puede incluso preferir no manifestar su
opinión a impulsos de una esmerada cortesía, que le impide contradecir
abiertamente mis tesis. Delicadeza innecesaria, pues, insisto una vez más,
habla usted con un hombre plenamente consciente de la naturaleza multiforme de
la verdad. Pero delicadeza no, por carente de razón objetiva de ser, menos
exquisita y digna de encendido aplauso. Cuánto mejor nos iría a todos si, a la
hora de calibrar el grado de consideración que le debemos al prójimo,
errásemos, como usted, por exceso y no por defecto.»
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