Primer cuaderno: El camino de la podredumbre
La central de Caen
«Apenas llegamos, nos hacen pasar al despacho del director quien alardea
de su superioridad desde detrás de un mueble “Imperio”. Sobre un estrado de un
metro de alto.
—¡Firmes! El director os va a hablar.
—Condenados, estáis aquí en calidad de depósito en espera de vuestra
salida para el presidio. Esto es una cárcel. Silencio obligatorio en todo
momento, ninguna visita que esperar, ni carta de nadie. O se obedece o se
revienta. Hay dos puertas a vuestra disposición: una para conduciros al
presidio si os portáis bien; otra para el cementerio. En caso de mala conducta,
sabed que la más pequeña falta será castigada con sesenta días de calabozo a
pan y agua. Nadie ha aguantado dos penas de calabozo consecutivas. A buen
entendedor, pocas palabras bastan.
Se dirige a Pierrot el Loco,
cuya extradición había sido pedida, y concedida, de España:
—¿Cuál era su profesión en la vida?
—Torero, señor director.
Furioso por la respuesta, el director grita: —¡Llevaos a ese hombre,
militarmente!
En un abrir y cerrar de ojos, el torero es golpeado, aporreado por
cuatro o cinco guardianes y llevado rápidamente lejos de nosotros. Se le oye
gritar:
—So maricas, os atrevéis cinco contra uno y, además, con porras.
¡Canallas!
Un “¡ay!”, de bestia mortalmente herida y,
luego, nada más. Sólo el roce sobre el cemento de algo que es arrastrado por el
suelo.
Después de esta escena, si no se ha comprendido, nunca se comprenderá.
Dega está a mi lado. Mueve un dedo, sólo uno para tocarme el pantalón.
Comprendo lo que quiere decirme: “Aguanta firme, si quieres llegar al presidio
con vida”. Diez minutos después, cada uno de nosotros (salvo Pierrot el Loco, quien ha sido encerrado en un
infame calabozo de los sótanos) se encuentra en una celda del pabellón
disciplinario de la Central.
La suerte ha querido que Dega ocupe la celda lindante con la mía. Antes,
hemos sido presentados a una especie de monstruo pelirrojo de un metro noventa
o más, tuerto, que lleva un vergajo nuevo, flamante, en la mano derecha. Es el
cabo de vara, un preso que ejerce la función de verdugo a las órdenes de los
vigilantes. Es el terror de los condenados. Los vigilantes, con él tienen la
ventaja de poder apalear y flagelar a los hombres, de una parte sin cansarse y,
si hay muertes, eximiendo de responsabilidades a la Administración.
Posteriormente, durante una breve estancia en la enfermería conocí la
historia de esa bestia humana. Felicitemos al director de la Central por haber
sabido escoger tan bien a su verdugo. El individuo en cuestión era cantero de
oficio. Un buen día, en la pequeña ciudad del Norte donde vivía, decidió
suicidarse suprimiendo al mismo tiempo a su mujer. Para ello, utilizó un cartucho
de dinamita bastante grande. Se acuesta al lado de su mujer, que está
descansando en el segundo piso de un edificio de seis. Su mujer duerme. El
enciende un cigarrillo y, con este, prende fuego a la mecha del cartucho de
dinamita que sostiene en la mano izquierda, entre su cabeza y la de su mujer.
La explosión fue espantosa. Resultado: su mujer queda hecha papilla y casi hay
que recogerla con cuchara. Una parte del edificio se derrumba y tres niños
perecen aplastados por los escombros, así como una anciana de setenta años. Los
demás quedan, más o menos, gravemente heridos.
En cuanto a Tribouillard, ha perdido parte de la mano izquierda, de la
que sólo le queda el dedo meñique y medio pulgar, y el ojo y la oreja
izquierdos. Tiene una herida en la cabeza lo suficientemente grave para
necesitar que se la trepanen. Desde su condena, es cabo de vara de las celdas
disciplinarias de la Central. Ese semiloco puede disponer como le venga en gana
de los desventurados que van a parar a sus dominios. Un, dos, tres, cuatro,
cinco…, media vuelta… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta… y comienza el
incesante ir y venir de la pared a la puerta de la celda.
No tenemos derecho a acostarnos durante el
día. A las cinco de la mañana, un toque de silbato estridente despierta a todo
el mundo. Hay que levantarse, hacer la cama, lavarse, y o bien andar o sentarse
en un taburete fijado a la pared. No tenemos derecho a acostarnos durante el
día. Como colmo del refinamiento del sistema penitenciario, la cama se levanta contra
la pared y queda colgada. Así, el preso no puede tumbarse y puede ser vigilado
mejor.
Un, dos, tres, cuatro, cinco… Catorce horas de
caminata. Para adquirir el automatismo de ese movimiento continuo, hay que
aprender a bajar la cabeza, poner las manos a la espalda, no andar ni demasiado
deprisa ni demasiado despacio, dar los pasos exactamente iguales y girar
automáticamente, en un extremo de la celda, sobre el pie izquierdo, y en el
otro extremo, sobre el pie derecho.
Un, dos, tres, cuatro, cinco… Las celdas están
mejor alumbradas que en la Conciergerie y se oyen los ruidos exteriores, los
del pabellón disciplinario y también algunos procedentes del campo. Por la
noche, se perciben los silbidos o las canciones de los labradores que vuelven a
sus casas contentos de haber bebido un buen trago de sidra.
He recibido mi regalo de Navidad: por un
resquicio de las tablas que tapan las ventanas, percibo el campo, todo nevado y
algunos árboles altos, negros, iluminados por la luna llena. Diríase una de
esas postales típicas de Navidad. Agitados por el viento, los árboles se han
despojado de su manto de nieve y, gracias a esto, se les distingue bien. Se
recortan en grandes manchas oscuras sobre todo lo demás. Es Navidad para todo
el mundo, hasta es Navidad en una parte de la prisión. Para los presidiarios en
depósito, la Administración ha hecho un esfuerzo: hemos tenido derecho a
comprar dos tabletas de chocolate. Digo dos tabletas, no dos barras. Estos dos
pedazos de chocolate de Aiguebelle han sido mi cena de Nochebuena de 1931.
… Un, dos, tres, cuatro, cinco… La represión de la justicia me ha
convertido en péndola, el ir y venir en una celda es todo mi universo. Todo
está matemáticamente calculado. En la celda no debe haber nada, absolutamente
nada. Sobre todo, es menester que el condenado no pueda distraerse. Si me
sorprendieran mirando por esa hendidura de los maderos de la ventana, recibiría
un severo castigo. Sin embargo, ¿acaso no tienen razón, puesto que para ellos
no soy más que un muerto en vida? ¿Con qué derecho podría permitirme gozar de
la contemplación de la naturaleza?
Vuela una mariposa; tiene un color azul claro, con una pequeña lista
negra; una abeja zumba no lejos de ella, junto a la ventana. ¿Qué vienen a
buscar esos bichos en este lugar? Parece como si estuviesen locas por ese sol
de invierno, a menos que tengan frío y quieran entrar en la prisión. Una
mariposa en invierno es una resucitada. ¿Cómo no ha muerto todavía? Y esa
abeja, ¿por qué ha abandonado su colmena? ¡Qué inconsciente atrevimiento
acercarse aquí! Afortunadamente, el cabo de vara no tiene alas, de lo contrario
no vivirían mucho tiempo.
Ese Tribouillard es un horrible sádico y presiento que algo me ocurrirá
con él. Por desgracia, no me había equivocado. El día siguiente de la visita de
los dos encantadores insectos, me declaro enfermo. No puedo más, me ahoga la
soledad, necesito ver una cara, oír una voz, aunque sea desagradable, pero en
suma una voz, oír alguna cosa.
Completamente desnudo en el frío glacial del
pasillo, cara a la pared, con la nariz a cuatro dedos de esta, era el penúltimo
de una fila de ocho, en espera de mi turno de pasar ante el doctor. ¿Quería ver
gente? ¡Pues ya lo he conseguido! El cabo de vara nos sorprende en el momento
en que le murmuraba unas palabras a Julot, conocido como el hombre del martillo. La reacción de
aquel salvaje pelirrojo fue terrible. De un puñetazo en la nuca, me dejó casi
sin sentido y, como no había visto venir el golpe, me di de narices contra la
pared. Empecé a manar sangre y, tras haberme incorporado, pues me había caído,
me rehago y trato de comprender lo ocurrido. Cuando hago un ademán de protesta,
el coloso, que no esperaba otra cosa, de una patada en el vientre me tumba otra
vez en el suelo y comienza a golpearme con su vergajo. Julot ya no puede
aguantarse. Se echa encima de él, se entabla una terrible pelea y, como Julot
lleva todas las de perder, los vigilantes asisten, impasibles, a la batalla.
Nadie se fija en mí, que acabo de ponerme en pie. Miro a mi alrededor, tratando
de descubrir algún arma. De golpe, percibo al doctor, inclinado sobre su
sillón, que trata de ver desde la sala de visita lo que ocurre en el pasillo y,
al mismo tiempo, la tapadera de una marmita que brinca empujada por el vapor.
Esa gran marmita esmaltada está encima de la estufa de carbón que calienta la
sala del doctor. Su vapor debe purificar el aire.
Entonces, con un rápido reflejo, agarro la
marmita por las asas, me quemo, pero no la suelto y, de una sola vez, arrojo el
agua hirviendo a la cara del cabo de vara, quien no me había visto, ocupado
como estaba con Julot. De su garganta sale un grito espantoso. Ha cobrado lo
suyo. Se revuelca en el suelo y, como lleva tres jersey s de lana, se los quita
con dificultad, uno después de otro. Cuando llega al tercero, la piel salta con
este. El cuello del jersey es estrecho y, en su esfuerzo por hacerlo pasar, la
piel del pecho, parte de la del cuello y toda la de la mejilla siguen pegadas
al jersey. También tiene quemado su único ojo y, ahora está ciego. Por fin, se
pone en pie, repelente, sanguinolento, en carne viva, y Julot aprovecha el
momento para asestarle una terrible patada en los testículos. El gigante se
derrumba y empieza a vomitar y a babear. Ha recibido su merecido Nosotros nada
perdemos con esperar.
Los dos vigilantes que han asistido a la escena no tienen suficientes
arrestos para atacarnos. Tocan la alarma para pedir refuerzos. Llegan de todos
lados. Los porrazos llueven sobre nosotros como una fuerte granizada. Tengo la
suerte de perder pronto el sentido, lo cual no me impide recibir más golpes.
Despierto dos pisos más abajo, completamente desnudo, en un calabozo
inundado de agua. Lentamente recobro los sentidos. Recorro con la mano mi
cuerpo dolorido. En la cabeza tengo por lo menos doce o quince chichones. ¿Qué
hora será? No lo sé. Aquí no es de día ni de noche, no hay luz. Oigo golpes en
la pared, vienen de lejos.
Pam, pam, pam, pam, pam, pam. Estos
golpes son la llamada del
« teléfono» . Debo dar dos golpes en la pared si quiero recibir la
comunicación. Golpear, pero ¿con qué? En la oscuridad, no distingo nada que
pueda servirme. Con los puños es inútil, los golpes no repercuten bastante. Me
acerco al lado donde supongo que está la puerta, pues hay un poco menos de
oscuridad. Topo con barrotes que no había visto. Tanteando, me doy cuenta de
que el calabozo está cerrado por una puerta que dista más de un metro de mí, a
la cual la reja que toco me impide llegar. Así, cuando alguien entra donde hay
un preso peligroso, este no puede tocarle, pues está enjaulado. Pueden
hablarle, escupirle, tirarle comida e insultarle sin el menor peligro. Pero hay
una ventaja: no pueden pegarle sin correr peligro, pues, para pegarle, hay que
abrir la reja.
Los golpes se repiten de vez en cuando. ¿Quién
puede llamarme? Quien sea merece que le conteste, pues arriesga mucho, si le
pillan. Al caminar, por poco me rompo la crisma. He puesto el pie sobre algo
duro y redondo. Palpo, es una cuchara de palo. En seguida, la agarro y me
dispongo a contestar. Con la oreja pegada a la pared, aguardo. Pam, pam, pam,
pam, pam, stop, pam, pam. Contesto: pam, pam. Estos dos golpes quieren decir a
quien llama: “Adelante, tomo la comunicación”. Empiezan los golpes: pam, pam,
pam… las letras del alfabeto desfilan rápidamente… abcchdefghijklmnñop, stop.
Se para en la letra p. Doy un golpe fuerte: pam. Así, él sabe que he registrado
la letra p, luego viene una a, otra p, una i, etc. Me dice: “Papi, ¿qué tal? Tú
has recibido lo tuyo, yo tengo un brazo roto”. Es Julot. Nos “telefoneamos”
durante dos horas sin preocuparnos de si pueden sorprendernos. Estamos
literalmente rabiosos por cruzarnos frases. Le digo que no tengo nada roto, que
mi cabeza está llena de chichones, pero que no tengo heridas.»
[El libro pertenece a la edición
en español de Editorial Plaza & Janés, 1973, en traducción de Domingo Pruna
y Vicente Villacampa. ISBN: 9788401350474.]
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