"Acto I, Escena III
Laertes: Pero allí viene mi
padre; y, pues la ocasión es oportuna, me despediré de él otra vez. Su
bendición repetida será un nuevo consuelo para mí.
Polonio: ¿Aún estás aquí?
¡Qué pereza! A bordo, a bordo; el viento impele ya por la popa las velas, y a
ti solo aguardan. Recibe mi bendición y procura imprimir en la memoria estos
pocos preceptos. No publiques con facilidad lo que pienses, ni ejecutes cosa
bien premeditada primero. Debes ser afable, pero no vulgar en el trato. Une a
tu alma, con vínculos de acero, los amigos que adoptaste después de examinada
su conducta, pero no acaricies con mano pródiga a los que acaban de salir del
cascarón y aún están sin plumas. Huye siempre de mezclarte en disputas pero,
una vez metido en ellas, obra de manera que tu contrario huya de ti. Presta el
oído a todos y a pocos la voz. Oye las censuras de los demás pero reserva tu
propia opinión. Sea tu vestido tan costoso cuanto tus facultades lo permitan,
pero no afectado en su hechura; rico, no extravagante; porque el traje dice por
lo común quién es el sujeto, y los caballeros y principales señores franceses
tienen el gusto muy delicado en esta materia. Procura no dar ni pedir prestado
a nadie, porque el que presta suele perder a un tiempo el dinero y el amigo, y
el que se acostumbra a pedir prestado falta al espíritu de economía y buen
orden que nos es tan útil. Pero, sobre todo, usa de ingenuidad contigo mismo y
así no podrás ser falso con los demás, consecuencia tan precisa como que la
noche suceda al día. Adiós, y él permita que mi bendición haga fructificar en
ti estos consejos.
[…]
Acto III, Escena I
Hamlet: Ser o no ser: he
aquí el problema. ¿Cuál es más digna acción del ánimo: sufrir los tiros
penetrantes de la fortuna injusta u oponer los brazos a este torrente de
calamidades y darles fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. No más. Y
con un sueño las aflicciones se acaban y los dolores sin número, patrimonio de
nuestra débil naturaleza… Éste es un término que deberíamos solicitar con
ansia. Morir es dormir… y tal vez soñar. He aquí el gran obstáculo; porque al
considerar qué sueños pueden desarrollarse en el silencio del sepulcro, cuando
hayamos abandonado este despojo mortal, se siente un motivo harto poderoso para
detenerse. Ésta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga,
haciéndonos amar la vida. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de
los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías qye recibe el
pacífico, el mérito con que se ven agraciados los hombres más indignos, las
angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la
violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios, cuando el que todo
esto sufre pudiera evitárselo y procurarse la quietud con sólo un puñal? ¿Quién
podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida
molesta, si no fuese porque el temor de que existe alguna cosa más allá de la muerte (país desconocido, de cuyos
límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los
males que nos cercan, antes de ir a buscar otros de que no tenemos seguro
conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes; así, la natural tintura
del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia. Las empresas de
mayor importancia, por esta sola consideración, mudan camino, no se ejecutan, y
se reducen a designios vanos. Pero… ¿qué veo? ¡La hermosa Ofelia! Graciosa
niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones”.
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