Capítulo 2: Lo íntimo y lo privado
«La Edad media no sólo produjo libros miniados sino también las gafas, no sólo la catedral sino también la mina de carbón. Ocurrieron cambios revolucionarios tanto en la industria primaria como en la manufactura. El primer caso registrado de producción en serie -de herraduras- se produjo durante la Edad Media. Entre los siglos X y XIII una explosión tecnológica produjo el reloj mecánico, la bomba de succión, el telar horizontal, la noria, el molino de viento e incluso, a ambos lados del Canal de la Mancha, el molino movido por las mareas. La base económica de toda esta actividad técnica estaba formada por las innovaciones en la agricultura. El arado de vertedera y la idea de la rotación de los cultivos aumentaron la productividad en nada menos que un 400% de forma que los rendimientos agrícolas del siglo XIII no se superarían hasta después de transcurridos 500 años. En lugar de ser un Agujero Negro tecnológico, la Edad Media señaló el auténtico comienzo de la industrialización en Europa. La influencia del período se sintió por lo menos hasta el siglo XVIII en todos los aspectos de la vida cotidiana, comprendidas las actitudes hacia la casa.
Todo comentario sobre la vida doméstica durante este período debe incluir una importante advertencia: no puede referirse a la mayor parte de la población, que era pobre. Al hablar del otoño de la Edad Media, el historiador J. H. Huizinga hablaba de un mundo de grandes contrastes, en el cual la salud, el dinero y el amor (el viejo brindis) se apreciaban tanto por lo raros que eran como por sus beneficios. "En la actualidad, difícilmente podemos comprender con qué avidez se disfrutaba de un abrigo de piel, un buen fuego en la chimenea, una cama blanda, un vaso de vino". También señala que el arte popular medieval, que nosotros apreciamos por su sencilla belleza, era apreciado por sus creadores por su esplendor y pompa. Su suntuosidad sobredecorada, que solemos pasar por alto, es una prueba de lo que hacía falta para impresionar a un público cuya sensibilidad estaba apagada por las horribles condiciones en las que vivía. Los desfiles dispendiosos y los festivales religiosos que caracterizaron aquella época no pueden comprenderse sólo como festejos sino también como un antídoto contra la miseria de la vida cotidiana.
Los pobres tenían unas viviendas malísimas. No tenían agua corriente ni saneamiento, casi ningún mueble y pocas posesiones, situación que, al menos en Europa, continuó hasta principios del siglo XX. En las ciudades, sus casas eran tan pequeñas que la vida familiar corría peligro; aquellas zahúrdas diminutas de una sola habitación eran poco más que refugios en los que dormir. Sólo había espacio para los recién nacidos: a los hijos mayores se los separaba de sus padres y se los enviaba a trabajar como aprendices o sirvientes. El resultado de aquellas privaciones, según algunos historiadores, fue que para aquellos miserables no existían conceptos como el de "casa" y "familia". El hablar de confort o de incomodidad en esas circunstancias es absurdo; se trataba meramente de existir.
Si bien los pobres no compartían la prosperidad medieval, había una clase diferente de personas que sí: los que vivían en las ciudades. La ciudad libre fue una de las innovaciones más importantes y más originales de todas las ocurridas en el Medievo. Otras sociedades podrían haber inventado los molinos de viento y las norias, y los inventaron, pero la ciudad libre, separada del campo predominantemente feudal, era algo exclusivamente europeo. Sus habitantes -los francs bourgeois, los burghers, los borghese, los burgueses- crearían una nueva civilización urbana. La palabra bourgeois apareció por primera vez en Francia a principios del siglo XI. Se refería a los mercaderes y los vendedores que vivían en ciudades amuralladas, se gobernaban mediante concejos elegidos y en la mayor parte de los casos sólo debían lealtad al rey (que estableció la ciudad libre o franca), en lugar de a un señor. Esos "ciudadanos" (la idea de la ciudadanía nacional es muy posterior) se distinguían del resto de la sociedad, que era feudal, eclesiástica o agrícola. Eso significaba que, al mismo tiempo que se arrastraba a los vasallos a alguna guerra local, los burgueses de las ciudades gozaban de un grado considerable de independencia y podían beneficiarse de la prosperidad económica. Lo que sitúa al burgués en el centro de mi análisis del confort doméstico es que, al contrario que el aristócrata, que vivía en un castillo fortificado, o el clérigo, que vivía en un monasterio, o el siervo, que vivía en una choza, el burgués vivía en una casa. Aquí empieza nuestro examen de la casa.
La casa urbana burguesa típica del siglo XIV combinaba la residencia con el trabajo. Los solares para viviendas tenían fachadas limitadas a la calle, dado que la ciudad medieval fortificada tenía por fuerza una gran densidad de construcción. Aquellos edificios largos y estrechos solían tener dos pisos sobre un sótano que se utilizaba como almacén. El piso principal de la casa, o por lo menos la parte que daba a la calle, era una tienda o -si el propietario era un artesano- un lugar de trabajo. La parte residencial no consistía, como cabría prever, en una serie de habitaciones; por el contrario, no había más que una gran cámara que ascendía hasta el cielo raso. La gente cocinaba, comía, recibía y dormía en este espacio. Sin embargo, los interiores de las casas medievales reconstruidas siempre parecen vacíos. Las grandes habitaciones tienen sólo unos cuantos muebles, un tapiz en la pared, un taburete junto a la gran chimenea. Este minimalismo no es una afectación moderna; las casas medievales tenían pocos muebles. Los que había eran un poco complicados. Los bancos servían tanto para guardar cosas como para sentarse en ellos. Los menos acomodados utilizaban a veces un arca (truhe) como una especie de cama; dentro de ella se guardaba la ropa que por la noche servía del colchón. Eran comunes los bancos, los taburetes y las mesas de tijeras desmontables. Las camas también eran abatibles, aunque a fines de la Edad Media los personajes más importantes dormían en grandes camas permanentes, por lo general arrimadas a un rincón. Las camas también servían de asiento, pues la gente se sentaba, se tumbaba y se acuclillaba donde pudiera, en bancos, taburetes, cojines, escalones y a veces el suelo. A juzgar por las pinturas contemporáneas, en la Edad Media cada uno adoptaba la postura que le apetecía.
Donde no solía sentarse mucho la gente era en sillas. Los egipcios de la era faraónica habían utilizado sillas y los griegos antiguos las llevaron a la perfección en cuanto a elegancia y comodidad en el siglo V a. de C. Los romanos las introdujeron en Europa, pero tras el derrumbamiento de su imperio se olvidó la silla. Resulta difícil saber exactamente cuándo reapareció, pero en el siglo XV ya volvían a utilizarse las sillas. ¡Pero qué sillas más diferentes! [...] Durante la Edad Media, las sillas -incluso las butacas, que tenían forma de cajas- no tenían por objeto ser confortables, eran símbolos de autoridad. Había que ser importante para sentarse en una silla: la gente sin importancia se sentaba en bancos. Como ha dicho un historiador, si uno tenía derecho a silla, se sentaba tieso en ella, nadie se repantigaba jamás.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Nerea, 2003, en traducción de Fernando Santos Fontenla. ISBN: 84-89569-14-2.]
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