viernes, 26 de enero de 2018

El nadador.- John Cheever (1912-1982)


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El océano

«Ah, mundo, mundo, mundo maravilloso y desconcertante, ¿cuándo empezaron mis problemas? Escribo esto en mi casa de Bullet Park. Son las diez de la mañana. Estamos a martes. Se me podría preguntar con toda razón qué estoy haciendo en Bullet Park un día de trabajo. Los únicos varones que quedamos por aquí son tres clérigos, dos enfermos crónicos y un viejo excéntrico de Turner Street que está completamente loco. Todo el barrio disfruta de la serenidad, de la quietud de un lugar donde las tensiones entre los sexos han quedado suspendidas: excepto las mías con mi mujer, por supuesto, y las de los tres clérigos. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Qué es lo que estoy haciendo? ¿Por qué no tomo el tren para ir a Nueva York? Tengo cuarenta y seis años, disfruto de buena salud, me visto bien y sé más acerca de la fabricación y venta de Dynaflex que ninguna otra de las personas que trabajan en el ramo. Una de mis dificultades es que parezco más joven de lo que soy. Mi cintura no pasa de los setenta y cinco centímetros y tengo el pelo completamente negro; de manera que cuando le digo a la gente que era vicepresidente encargado de ventas y ayudante ejecutivo del presidente de Dynaflex -cuando le digo esto a un extraño en un bar o en el tren-, nunca me creen porque parezco demasiado joven.
 Míster Estabrook, el presidente de Dynaflex y en cierto sentido mi protector, era un entusiasta de la jardinería. Una tarde, mientras contemplaba sus flores, le picó un abejorro y murió antes de que pudieran llevarlo al hospital. Yo podría haber sido el nuevo presidente, pero prefería seguir ocupándome de las ventas y de la producción. Poco después, los miembros del consejo de administración -entre los que me encontraba- votamos en favor de una fusión con Milltonium Ltd., colocando a Eric Penumbra, el jefe de Milltonium, al timón. Yo voté por la fusión con ciertos recelos, pero los oculté y me ocupé de llevar a cabo la porción más importante del trabajo previo. Tenía que conseguir la aprobación de una serie de accionistas conservadores y desconfiados y, uno a uno, los fui convenciendo a todos. El hecho de que yo hubiese trabajado únicamente para Dynaflex desde que salí de la Universidad les inspiraba confianza. Pocos días después de que la fusión fuese una realidad, Penumbra me llamó a su despacho.
 -Bien -dijo-, lo ha conseguido.
 -Así es, efectivamente -respondí.
 Pensé que me estaba felicitando por el resultado de mi gestión. Había viajado por todos los estados de la Unión y hecho dos visitas a Europa. Ningún otro podría haberlo conseguido.
 -Lo ha logrado -dijo Penumbra con aspereza-. ¿Cuánto tiempo necesitará para marcharse?
 -No le entiendo -respondí.
 -¡Demonios! ¡Que cuánto tiempo le hará falta para irse! -gritó-. Está usted anticuado. No podemos permitirnos el lujo de tener gente como usted en este negocio. Le estoy preguntando cuánto tiempo necesita para marcharse.
 -Creo que una hora será suficiente -dije.
 -Bien, voy a darle hasta el final de la semana -dijo él-. Si quiere mandarme a su secretaria, yo me encargaré de despedirla. Realmente es usted un hombre afortunado. Con el retiro, la gratificación por el despido y el paquete de acciones de la compañía que posee seguirá cobrando casi el mismo dinero que yo y no tendrá que mover un dedo. -Después se levantó de la mesa y vino adonde yo estaba. Me pasó el brazo por encima del hombro y me dio un abrazo-. No se preocupe -dijo-. Estar anticuado es algo con lo que todos tenemos que enfrentarnos. Confío en que sabré conservar la calma tan bien como usted cuando me llegue la hora.
 -Así lo espero, desde luego -dije, y salí del despacho.
 Me fui a los lavabos, me encerré en uno de los retretes y lloré. Lloré por la deshonestidad de Penumbra, por el futuro de Dynaflex y por el porvenir de mi secretaria, una soltera de mediana edad, muy inteligente, que escribe narraciones breves en sus ratos libres; lloré amargamente por mi propia ingenuidad y por mi falta de doblez; lloré por dejarme abrumar por los hechos más básicos de la existencia. Al cabo de media hora me sequé las lágrimas y me lavé la cara. Recogí todas las cosas personales que tenía en el despacho, tomé el tren para volver a casa, y le conté a Cora lo que había sucedido. Yo estaba enfadado, por supuesto, y ella pareció asustarse. Empezó a llorar y se fue al tocador, que es el lugar que ha venido utilizando como muro de las lamentaciones desde que nos casamos.
 -En realidad no hay ningún motivo para llorar -dije-. Quiero decir que tenemos mucho dinero. Grandes cantidades de dinero. Nos podemos ir al Japón. O a la India. Podemos visitar las catedrales inglesas.
 Cora siguió llorando y llorando, y después de cenar llamé a nuestra hija Flora, que vive en Nueva York.
 -Lo siento, papá -dijo cuando le conté las noticias-. Lo siento muchísimo e imagino lo mal que lo estás pasando; me gustaría verte dentro de algún tiempo, pero no ahora mismo. Recuerda tu promesa..., prometiste dejarme en paz.
 El próximo personaje que entra en escena es mi suegra, que se llama Minnie. Minnie es una rubia de unos setenta años, con voz ronca y cuatro cicatrices en la cara, consecuencia de una operación de cirugía estética. Se la puede ver zascandileando alrededor de Neiman-Marcus, o en el vestíbulo de todos los grandes hoteles. Minnie usa la expresión "estar de moda" con gran flexibilidad. Cuando habla del suicidio de su marido en 1932 suele decir que "tirarse por la ventana estaba muy de moda". Cuando expulsaron del instituto a su hijo único por conducta inmoral y se fue a vivir a París con un hombre de más edad, Minnie dijo: "Me doy cuenta de que es repugnante, pero parece que está terriblemente de moda." Acerca de su atroz forma de arreglarse, suele decir: "No puedes figurarte lo incómodo que es, pero ¡está tan de moda!" Minnie es cruel y perezosa y Cora, su única hija, la odia. Mi esposa ha orientado su manera de ser por caminos que son diametralmente opuestos a los de Minnie. Cora es afectuosa, responsable, sobria y amable. Tengo la impresión de que para salvaguardar sus virtudes -para no perder la esperanza, en realidad-, se ha visto obligada a inventar una historia fantástica según la cual Minnie no es en realidad su madre; su madre es una señora prudente y muy simpática que se entretiene haciendo bordados.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de la Editorial Bruguera, en traducción de José Luis López Muñoz. ISBN: 84-02-09013-3.]

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