Veinticuatro
«-Háblame más de la India -dije.
Apoyó una mejilla sobre las manos y me miró. Sus ojos eran oscuros, no parpadeaban, y cuando habló, su voz sonó suave, casi como un susurro:
-La casa en la que vivíamos era la casa donde yo habría nacido si mi familia no se hubiese venido a Inglaterra. Habría crecido allí. Habría restregado cazuelas y sartenes con ceniza y habría encendido el fuego con estiércol de vaca. Se trabaja sin parar. Cortan el agua y la electricidad cada pocas horas. Te sientes cubierto de polvo todo el tiempo. A mí me pasaba. La vida allí es muy dura; hay que trabajar mucho.
-Aquí también hay que trabajar mucho -dije.
-Pero tú no te tomas la molestia de hacerlo -replicó. Me encogí de hombros y ella dijo-: Nunca habría sabido lo que es un condón. No habría tenido novios, ni nada. Seguramente no me dejarían salir y mucho menos como salgo aquí, sin que nadie sepa dónde estoy -el brazalete se le clavaba en la mejilla. Levantó la barbilla y movió la muñeca.
-En ese caso estás mejor aquí.
-Tal vez -dijo, frunciendo el ceño-. Pero tampoco sería tan horrible. Es cuestión de costumbre, ¿no crees? Tomábamos leche fresca de buey todos los días y yogur y kilos de fruta. Y las mujeres tienen mucha más responsabilidad allí; se las respeta mucho más, de modo que haces lo que te dicen. Los hombres no se hacen tanto los machitos como aquí.
-¿A quién te refieres?
Se incorporó sobre los codos y se sacó el brazalete de la mano:
-A ti, por ejemplo.
-Yo no soy un machito.
Surinder sonrió. Hizo girar el aro de acero entre sus dedos, frotando el metal donde estaba sucio.
-Probablemente ya me habría casado.
-Con ese pobre gordo.
-Es posible -se puso el brazalete alrededor de un ojo y me miró a través del aro-. A lo mejor salía bien. Nunca se sabe. Las cosas serían distintas. Después de vivir con él durante años y años podría acabar enamorada de él. Se supone que eso es lo que pasa; al cabo de cien años no te importa que sea feo.
Se sentó en el borde del colchón, con un pie debajo del cuerpo y el otro sobre el suelo polvoriento. Parecía cohibida, se apartó el pelo de la cara, evitando mis ojos.
-Ven -dijo, y sacó mi brazo de debajo de mi cuerpo. Intentó ponerme el brazalete en la mano, estrechándome los dedos entre los suyos. Pero el aro era demasiado pequeño y no pasaba de los nudillos.
-Déjame a mí -dije. Me senté frente a ella. Mis manos eran grandes y el brazalete se me clavaba en la base del pulgar. Lo empujé poco a poco, primero por un lado y luego por otro, metiendo las uñas por debajo del metal. Surinder me observaba-. ¿Cómo se llama? -pregunté.
-Kara -dijo, como con desgana y lanzando un suspiro-. Sirve para proteger el brazo con el que sostienes la espada.
-¿Sí?
-Al parecer representa la unidad de Dios -sus ojos se encontraron con los míos y sonrió-. Algo así.
El aro se deslizó de pronto y entró fácilmente hasta la muñeca. Me chupé los arañazos de los nudillos.
-La espada se llama kirpan -dije.
-¡Muy bien!
-Cuéntame más cosas.
-¿Sobre qué?
-Háblame del matrimonio.
Surinder se estiró para coger la ropa y la arrastró hacia sí.
-Algunos matrimonios concertados salen bien -dijo-. A veces funcionan -metió los brazos en las mangas de la camiseta y se la pasó por la cabeza. Luego continuó-: Mi hermano no quería casarse al principio, pero es un asunto de interés común, eso dicen todos... une a todo el mundo porque el matrimonio es compartido por todos, no es sólo cosa de la pareja. Es cosa de dos familias. Y ahora está muy feliz, se alegra de haberse casado -dijo para concluir, separando las perneras de sus vaqueros de los míos.
El brazalete era mucho más ligero de lo que pensaba. Moví el brazo y lo admiré. Tenía marcas azuladas en el dorso de la mano.
-¿Vendrás conmigo a ver a mi abuelo? -pregunté.
Surinder deslizó los vaqueros sobre los tobillos y se los subió hasta las caderas al tiempo que se levantaba. El aire era más fresco, más oscuro. Cogió la jarra de flores y fue hasta la ventana.
-Tal vez -dijo. La lluvia empezó a golpear con fuerza sobre el tejado, inesperadamente. Vació la jarra en el jardín y cerró la ventana. Mientras se daba la vuelta, dijo-: Ya no podrás quitarte el brazalete. ¿Y si tu abuelo te pregunta por él?
-Le diré que es un kara y que sirve para proteger el brazo con el que luchas, y que significa la unidad de Dios.
-¿Y si te pregunta por mí?
-Le diré que me lo regalaste.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Siruela, 1997, en traducción de Catalina Martínez Muñoz. ISBN: 84-7844-343-6.]
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