sábado, 13 de enero de 2018

La princesa de Clèves.- Madame de La Fayette (1634-1693)


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Primera parte

«Su hijo no temía su odio ni su ira y nada pudo obligarle a ahogar ni aun a ocultar su enamoramiento; por último, el rey tuvo que acostumbrarse a sufrirlo. La oposición de su hijo a su voluntad le alejó más aún de él e hizo que se estrecharan más todavía sus lazos con el duque de Orleans, su tercer hijo. Era este príncipe un joven de buena presencia, hermoso, lleno de fogosidad y ambición, de una ardiente juventud que tenía necesidad de ser reprimida, pero que hubiera hecho de él un gran príncipe si los años hubiesen madurado su inteligencia. La jerarquía que la edad concedía al Delfín y la preferencia que el rey demostraba hacia el duque de Orleans, producía entre ambos una especie de rivalidad rayana en el odio. Esta rivalidad había empezado en su infancia y se había mantenido sin interrupción. Cuando el emperador se trasladó a Francia, concedió por entero su preferencia al duque de Orleans, en detrimento del Delfín, quien se resintió de tal manera que, hallándose el emperador en Chantilly, quiso obligar al condestable a detenerle sin esperar la orden del rey. Negóse a ello el condestable; el rey le reprochó después no haber seguido el consejo de su hijo y fue ésta una de las causas principales de su destierro de la corte. La rivalidad entre los dos hermanos sugirió a la duquesa de Etampes la idea de buscar el apoyo del duque de Orleans, para ayudarla cerca del rey contra Madame de Valentinois. Consiguió su propósito: este príncipe, sin llegar a enamorarse, no intervino menos en sus asuntos de lo que el Delfín intervenía en los de Madame de Valentinois. Esto, como podéis imaginar, fue causa de que se formaran en la corte dos partidos opuestos: pero estas intrigas no se limitaron solamente a manejos femeninos. El emperador, que había conservado su amistad hacia el duque de Orleans, habíale ofrecido varias veces el ducado de Milan. En las proposiciones que luego se formularon para firmar la paz, se insinuaba el propósito de concederle las diecisiete provincias y asimismo la mano de su hija. El Delfín no deseaba ni la paz ni este casamiento. Sirvióse del condestable, a quien siempre quiso, para hacer ver al rey la importancia que tenía el hecho de no dar a su sucesor un hermano tan poderoso como lo sería el duque de Orleans con la alianza del emperador y las diecisiete provincias. El condestable no solamente encontró muy acertada la opinión del Delfín, sino que se aprovechó de ella, ya que se oponía a los deseos de su enemiga declarada Madame de Etampes, la cual deseaba ardientemente el encumbramiento del duque de Orleans. El Delfín mandaba a la sazón el ejército del rey en Champagne, y tenía cercado del tal manera al del emperador, que hubiera sido éste aniquilado por completo si la duquesa de Etampes, temiendo que tan grandes ventajas nos hiciesen rehusar la paz y la alianza del emperador con el duque de Orleans, no hubiese advertido secretamente al enemigo para caer sobre Epernay y Chateau-Thierry, que se hallaban repletas de víveres. Así lo hicieron, salvando de esta manera todo su ejército. Esta duquesa no gozó mucho tiempo de los frutos de su traición. El duque de Orleans murió poco después en Faremoutier, a consecuencia de una enfermedad contagiosa. Estaba enamorado de una de las más hermosas damas de la corte y era por ella correspondido. No os diré su nombre porque ha llevado una vida tan discreta y recatada, y ha ocultado con tanto cuidado la pasión que sintió por este príncipe, que bien merece conservar intacta su reputación. Quiso el azar que recibiese la noticia de la muerte de su marido junto con la del duque de Orleans, de suerte que pudo ocultar su verdadera aflicción sin necesidad de disimular su dolor. El rey no sobrevivió mucho tiempo al príncipe, su hijo; murió dos años después. Recomendó al Delfín aconsejarse del cardenal de Tournon y del almirante de Annebauld, sin hablar para nada del condestable, que en aquel entonces se hallaba en su residencia de Chantilly. Sin embargo la primera cosa que hizo el rey, su hijo, fue llamarle a su lado y entregarle por completo las riendas del gobierno. Madame de Etampes cayó en desgracia, recibiendo toda clase de malos tratos, como era de esperar de una enemiga tan poderosa: la duquesa de Valentinois pudo vengarse cumplidamente de esa duquesa y de todos aquellos que la habían disgustado. Su ascendiente sobre el rey pareció entonces mayor aún que cuando aquél era sólo Delfín. En los doce años que reina este príncipe, la duquesa es dueña absoluta de todo; distribuye cargos y soluciona los asuntos; ha expulsado al cardenal de Tournon, al canciller Ollivier y a Villeroy. Los que se han atrevido a abrir los ojos al rey respecto a su conducta, han perecido en el intento. El conde de Taix, gran maestre de artillería, que era opuesto a ella, no se recató de hablar de sus galanterías, sobre todo en lo que se refería al conde de Brissac, del cual estaba ya celoso el rey; sin embargo, la duquesa se manejó con tal habilidad que el conde de Taix cayó en desgracia; fue desposeído de su cargo y, lo que parece increíble, éste fue otorgado al conde de Brissac, a quien ha hecho posteriormente mariscal de Francia. Los celos del rey aumentaron, sin embargo, de tal modo que no pudo avenirse a que el mariscal permaneciese en la corte; pero los celos del rey, que tan ásperos y violentos son cuando se trata de otros, son tan dulces y moderados tratándose de él, a causa del gran respeto que siente por su amante, que no se atrevió a alejar a su rival más que con el pretexto de hacerle gobernador del Piamonte, donde ha pasado varios años. Regresó del allí el invierno pasado, con el pretexto de solicitar tropas y otras cosas necesarias para el ejército que manda. El deseo de volver a ver a Madame de Valentinois y el temor de ser por ella olvidado eran quizá las verdaderas causas de este viaje. Fue recibido fríamente por el rey. Los señores de Guisa, que no sentían por él simpatía alguna, pero que no osaban exteriorizarlo por temor a Madame de Valentinois, se sirvieron de Monsieur el vídamo, que es un enemigo declarado, para impedir que obtuviese nada de lo que había venido a pedir. No era muy difícil perjudicarle; el rey le odiaba y su presencia le tenía inquieto, de modo que se vio obligado a regresar sin haber obtenido otro fruto de su viaje que el haber quizá reavivado en el corazón de Madame de Valentinois los sentimientos que la ausencia comenzaba a extinguir. El rey ha tenido asimismo otros motivos de celos, pero, o los ha ignorado, o no se ha atrevido a lamentarse de ellos. Yo no sé, hija mía -añadió Madame de Chartres-, si podréis quejaros de que os haya contado cosas que no deseabais saber.
 -Muy lejos estoy, señora, de quejarme de ello -respondió Madame de Clèves-, y si no pecase de importuna me atrevería a pediros que me contarais más detalles que aún ignoro.»

 [El extracto pertenece a la edición en español de Planeta, en traducción de Ricardo Permanyer. ISBN: 84-320-3891-1.]

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