domingo, 21 de enero de 2018

El gran Meaulnes.- Alain-Fournier (1886-1914)


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Capítulo 12: La carga

«El día siguiente era el día de la apertura de curso. A las siete había ya dos o tres chiquillos en el patio. Dudé largamente en bajar, en presentarme. Y cuando al fin aparecí, dando la vuelta a la llave de la clase enmohecida, que estaba cerrada desde hacía dos meses, sucedió lo que más temía del mundo: vi al mayor de los escolares separarse del grupo que jugaba bajo el cobertizo y acercarse a mí. Venía a decirme que "la joven señora de las Sablonnières había muerto ayer al anochecer".
 Todo se enreda para mí, todo se confunde en ese dolor. Ahora me parece que jamás tendré el valor de volver a empezar la clase. Sólo atravesar el árido patio de la escuela me resulta tan fatigoso, que las piernas se me van a romper. Todo es penoso, todo es amargo, ya que ella ha muerto. El mundo está vacío, las vacaciones se han terminado. Terminadas las largas carreras perdidas en coche; terminada la fiesta misteriosa... Todo vuelve a ser la pena que era.
 Digo a los niños que no habrá clase esta mañana. Se van en grupitos a llevar la noticia a los demás a través de los campos. En cuanto a mí, cojo mi sombrero negro, una chaqueta ribeteada que tengo y me voy con abatimiento hacia las Sablonnières...
 ¡Ya estoy delante de la casa que tanto buscamos hace tres años! En esta casa Yvonne de Galais, la mujer de Augustin Meaulnes, murió ayer por la noche. Un extraño la tomaría por una capilla, de tan silencioso como está este lugar desolado desde ayer.
 Aquí está, pues, lo que nos reservaba esta hermosa mañana de apertura, este pérfido sol de otoño que se desliza bajo las ramas. ¿Cómo luchar contra esta horrible rebelión, contra esta sofocante explosión de lágrimas? Habíamos encontrado a la hermosa joven. La habíamos conquistado. Era la mujer de mi compañero y yo la quería con ese cariño profundo y secreto que jamás se dice. La miraba y estaba contento como un niño. Quizá me casaría un día con otra joven y sería ella la primera a la que le habría confiado la gran noticia secreta...
 Cerca de la campanilla, en el rincón de la puerta, han dejado el letrero de ayer. Ya han traído el ataúd al vestíbulo, abajo. En la habitación del primero me recibe la nodriza de la niña y me cuenta el final y me entreabre suavemente la puerta... Ahí está. Ya no hay fiebre ni lucha. Ya no hay enrojecimiento ni espera... Sólo el silencio y, rodeado de guata, un duro rostro insensible y blanco, una frente muerta, de donde salen los cabellos recios y duros.
 El señor de Galais, acurrucado en un rincón, dándonos la espalda, está en calcetines, sin zapatos, y hurga con terrible obstinación en unos cajones desordenados sacados de un armario. De cuando en cuando saca, con una crisis de sollozos que le sacude los hombros como una crisis de risa, una fotografía antigua, amarillenta ya, de su hija.
 El entierro es a mediodía. El médico teme la descomposición rápida que sigue a veces a las embolias. Por ello el rostro, como el resto del cuerpo, está rodeado de guata empapada en fenol.
 Acabado el amortajamiento -le han puesto su admirable traje de terciopelo azul oscuro, salpicado en algunas partes de estrellitas de plata, pero han tenido que aplanar y arrugar las bellas mangas de jamón, ahora pasadas de moda-, en el momento de hacer subir el ataúd se han dado cuenta de que no podría dar la vuelta en el pasillo demasiado estrecho. Habría que subirlo con una cuerda desde fuera por la ventana y bajarlo luego de la misma manera... Pero el señor de Galais, inclinado siempre sobre las viejas cosas entre las que busca quién sabe qué recuerdos perdidos, interviene entonces con una vehemencia terrible.
 -Antes de hacer una cosa tan horrible -dice con voz entrecortada por las lágrimas y la ira-, la cogeré y la bajaré en mis brazos...
 ¡Y así lo haría, con riesgo de caerse de debilidad a medio camino y de desplomarse con ella!
 Pero entonces me adelanto y tomo la única determinación posible: con ayuda del médico y de una mujer, pasando un brazo por debajo de la espalda de la muerta extendida y el otro bajo sus piernas, la cargo contra mi pecho. Sentada en mi brazo izquierdo, los hombros apoyados contra mi brazo derecho, su cabeza colgando vuelta hacia mi barbilla, pesa terriblemente sobre mi corazón. Bajo lentamente, escalón por escalón, la larga escalera empinada, mientras abajo lo preparan todo.
 Pronto tengo los dos brazos rotos de cansancio. A cada escalón, con tal peso en el pecho, estoy un poco más sofocado. Agarrado al cuerpo inerte y pesado, inclino la cabeza sobre la cabeza de la que llevo. Respiro fuertemente y, al aspirar, sus cabellos rubios me entran en la boca, cabellos muertos que tienen sabor a tierra. Ese sabor a tierra y a muerte, ese peso sobre el corazón, es todo lo que me queda de la gran aventura, y de ti, Yvonne de Galais, la joven tan buscada y tan amada...»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Anaya, en traducción de Claudio Galindo. ISBN: 84-207-3411-X.]
 

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