miércoles, 10 de enero de 2018

El arquitecto.- Mario Soldati (1906-1999)


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«Para proyectar, es mejor la noche. Pero, para repasar un proyecto y dejarlo listo, son mucho mejor el silencio, el frescor y la lucidez que hay desde las cinco hasta las siete de la mañana.
 ¡Ah! Pero esta vez el proyecto que me interesaba era un proyecto privado, destinado solamente a mí, inarticulado, sin párrafos, sin codicilos y sin un fin siquiera del cual tuviese consciencia. Hasta el punto de que no me preocupaba cómo ni cuándo hablarte. No se trataba de hablar, sino solamente de obrar: más bien, de no obrar. Bastaba con que, en la cama, en la oscuridad, no te buscara, no alargara ya la mano para acariciarte. Sí, porque desde la lejanísima noche de Padua (en el hotel, tú eras una muchacha, una chiquilla), desde aquella vez, quien comenzaba era siempre yo. Había sido siempre yo, hasta que dieciocho o diecinueve horas después de haber hecho sonar el timbre de la casa de los Filipputti, me acosté a tu lado en nuestra cama de Milán. A partir de aquel momento, durante muchas noches, la cosa fue así: había adquirido la costumbre de no comenzar, de no alargar más la mano. Y debo decirte que, por extraño que parezca, ni siquiera pensaba en ello: no era necesario que me acordase de mi decisión. Fue algo repentino, desde la primera noche, algo natural, como un reflejo condicionado, fisiológico: no tenía ya ningún deseo de hacer el amor. Debo añadir también, por sinceridad, que no tenía ningún deseo de hacer el amor en general, esto es, ni siquiera con otras mujeres. Y eso yo que, desgraciadamente, te he traicionado siempre, durante toda mi vida; pues bien, durante aquel período, digamos, de las "sanciones", no hice el amor contigo, ni lo hice con nadie. Y no era por cálculo. Era instinto animal. ¡De otro modo, hubiera sido demasiado sencillo! Como si, haciendo el amor con otras, perdiera todo el gusto que sentía al no hacerlo contigo. No era solamente la decisión tomada en la Via Ripamonti, no era solamente una justa vendetta, un modo de reprenderte, castigarte, condenarte, hacerte comprender tu error. Era también, para mí, una profunda, misteriosa y dura voluptuosidad. ¿A qué tendían las sensaciones, aquella protesta mía de obstinada castidad? A nada. Ya lo he dicho: instinto animal. Simplemente, no quería. Y cuando, tras unas cuantas noches, tú comenzaste a estirar la mano, a acariciarme la primera, yo me daba la vuelta brusca y distraídamente hacia el otro lado, como un perro que ha dormido demasiado y tan sólo quiere dormir.
 Dormía, verdaderamente. Pero me despertaba a altas horas de la noche. Encendía la lamparita de la mesilla de noche, veía que dormías, la apagaba, y entonces, durante largo rato, seguía despierto. Hacia la recapitulación de todas tus traiciones: en su gran mayoría pertenecían, por fortuna, a aquel período en que habíamos vivido juntos antes de casarnos y antes de tener hijos. El camisero de la Via della Spiga, ¿cómo se llamaba, cómo? Bernardi. ¿Y aquel fabricante de bicicletas? Pellegrini. ¿Y aquel otro, aquel alto, moreno, tan elegante, que se daba la gran vida porque era hijo único de un multimillonario? Tommasino Sampieri. Había aparecido ante mi vista cuando, un año antes de casarnos, alquilamos el pequeño apartamento de la Via del Conservatorio, y me tropezaba con aquel individuo en la escalera porque iba a visitar (eso se decía) a su amiga, que moraba en la planta de encima, una famosa cantante.
 Aquel tipo, Tommasino, al encontrarse conmigo en la escalera me saludaba siempre con exageradas sonrisas. Luego me enteré de que iba habitualmente a nuestra casa cuando yo estaba ausente de Milán: a ver a la cantante iba solamente en calidad de conocido, o precisamente para eludir mis sospechas. Y entonces comprendí la impune y bellaca ofensa de la sonrisa con que me saludaba, diciéndose: "¡Mira, ahí viene ese cornudo!" Naturalmente, en casos de este género jamás te llegué a sorprender mientras hacías el amor: cada vez me quedaba con fuertes sospechas pero nunca con una prueba; y tú siempre lo has negado, lo has negado todo. En fin, algún que otro engaño debe de haber habido incluso después del nacimiento de los hijos; pero en menos ocasiones, y mis sospechas, entonces, eran más inciertas. Pienso que nuestros cinco hijos, todos ellos, son míos. Se me parecen. Pero tú, tú, eras capaz de cualquier cosa, aunque siempre me hayas querido.
 Entretanto, en el mismo período de las sanciones, poco a poco, reflexionando noche tras noche acerca de tantos, de todos, incluso los más mínimos, los más inestables y menos justificados momentos de celos que habías sido lo bastante maliciosa y lo bastante astuta de hacerme sufrir, se me había ocurrido una idea. Quizá mi instintiva abstinencia pudiera tener un fin, aunque nunca me lo había propuesto. Eso es, quizá tuvieras que decirme solamente un sí.
 Cierto, ¡cuántos "sí" tendría que haberte dicho yo! En efecto, tú me habías acusado una infinidad de veces: nunca habías perdido la menor ocasión de demostrarme que estabas al corriente de mis infidelidades. Pero, y por eso te he estado siempre agradecido, nunca me has puesto entre la espada y la pared, para obtener de mí una confesión categórica, como la que ahora quizás exigía yo de ti. Me habías mandado al hospital, me habías roto en la cabeza una botella de Chianti: pero, precisamente, en aquella ocasión no era justo, era simbólica. También esto te lo agradezco. Tú, instintivamente, has sido siempre contraria al feminismo. Tú crees, contra todas las feministas del mundo, que las relaciones sexuales son muy importantes para la mujer, y un poco menos para el hombre. El hombre es un cuerpo veloz, decía Giacomo Noventa. La mujer mantiene y hace crecer en sí misma la simiente de la vida durante nueve meses. 
 Hasta que una noche, después de que, una vez más, hubieras alargado la mano para acariciarme,  y yo, como de costumbre, me hubiera dado la vuelta hacia el otro lado, tú, de repente, me dijiste furiosa:
 -¡Divorciémonos, entonces! ¿Por qué no nos divorciamos?
 ¿Recuerdas lo que te respondí? No creo que lo hayas olvidado. Te respondí que, a mi parecer, era imposible que nos divorciásemos, por el simple hecho de que teníamos cinco hijos, para los que queríamos, tanto tú como yo, un bien inmenso. Hoy te digo algo más. El matrimonio, a mi juicio, es indisoluble: pero sólo es indisoluble el verdadero matrimonio, y el verdadero matrimonio no siempre coincide con el matrimonio religioso o con el matrimonio civil.  El verdadero matrimonio es un fenómeno personal, y casi fisiológico, que atañe exclusivamente a dos personas, cada una de las cuales cree poder amar, en la vida y en la muerte, solamente a la otra. La ley, las leyes, el sacramento, las ceremonias, no tienen nada que ver con ello. Se trata de nuestra intimidad, de una inclinación natural que tenemos en nosotros mismos, una inclinación firme e inquebrantable. No sacra, no mágica, no jurídica. Sabemos que muchas especies de animales siguen por instinto esta norma: las parejas, mientras viven, no se separan nunca.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Paradigma, 1990, en traducción de César Astor. ISBN: 84-01-80051-X.]
 

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