Primera parte. Capítulo I
«El viajero después de haber atravesado sabanas inmensas
donde la vista se pierde en los dos horizontes que forman el cielo y la tierra,
y prados coronados de palmas y gigantescas ceibas, tocaba por fin en un
cercado, anuncio de propiedad. En efecto, divisábase a lo lejos la fachada
blanca de una casa de campo, y al momento el joven dirigió su caballo hacia
ella; pero lo detuvo repentinamente y apostándole a la vereda del camino
pareció dispuesto a esperar a un paisano del campo que se adelantaba a pie
hacia aquel sitio, con mesurado paso, y cantando una canción del país cuya
última estrofa pudo entender perfectamente el viajero:
Una morena me mata, / tened de mí compasión,
Pues no la tiene la ingrata / que adora mi corazón.
El
campesino estaba ya a tres pasos del extranjero y viéndole en actitud de
aguardarle detúvose frente a él y ambos se miraron un momento antes de hablar.
Acaso la notable hermosura del extranjero causó cierta suspensión al campesino,
el cual por su parte atrajo indudablemente las miradas de aquél.
Era el recién llegado un joven
de alta estatura y regulares proporciones, pero de una fisonomía particular. No
parecía un criollo blanco, tampoco era negro ni podía creérsele descendiente de
los primeros habitadores de las Antillas. Su rostro presentaba un compuesto
singular en que se descubría el cruzamiento de dos razas diversas, y en que se
amalgamaban, por decirlo así, los rasgos de la casta africana con los de la
europea, sin ser no obstante un mulato perfecto.
Era su color de un blanco
amarillento con cierto fondo oscuro; su ancha frente se veía medio cubierta con
mechones desiguales de un pelo negro y lustroso como las alas del cuervo; su
nariz era aguileña pero sus labios gruesos y amoratados denotaban su
procedencia africana. Tenía la barba un poco prominente y triangular, los ojos
negros, grandes, rasgados, bajo cejas horizontales, brillando en ellos el fuego
de la primera juventud, no obstante que surcaban su rostro algunas ligeras
arrugas. El conjunto de estos rasgos formaba una fisonomía característica; una
de aquellas fisonomías que fijan las miradas a primera vista y que jamás se
olvidan cuando se han visto una vez.
El traje de este hombre no se
separaba en nada del que usan generalmente los labriegos en toda la provincia
de Puerto Príncipe, que se reduce a un pantalón de cotín de anchas rayas
azules, y una camisa de hilo, también listada, ceñida a la cintura por una
correa de la que pende un ancho machete, y cubierta la cabeza con un sombrero de
Yarey bastante alicaído:
traje demasiado ligero pero cómodo y casi necesario en un clima abrasador.
El extranjero rompió el
silencio y hablando en castellano con una pureza y facilidad que parecían
desmentir su fisonomía septentrional, dijo al labriego:
-Buen amigo, tendrá Vd. la bondad
de decirme si la casa que desde aquí se divisa es la del ingenio
de Bellavista, perteneciente a don Carlos de B...
El campesino hizo una
reverencia y contestó:
-Sí señor, todas las tierras
que se ven allá abajo, pertenecen al señor don Carlos.
-Sin duda es Vd. vecino de ese
caballero y podrá decirme si ha llegado ya a su ingenio con su familia.
-Desde esta mañana están aquí
los dueños, y puedo servir a Vd. de guía si quiere visitarlos.
El extranjero manifestó con un
movimiento de cabeza que aceptaba el ofrecimiento, y sin aguardar otra
respuesta el labriego se volvió en ademán de querer conducirle a la casa, ya
vecina. Pero tal vez no deseaba llegar tan pronto el extranjero, pues haciendo
andar muy despacio a su caballo volvió a entablar con su guía la conversación,
mientras examinaba con miradas curiosas el sitio en que se encontraba.
-¿Dice Vd. que pertenecen al
señor de B... todas estas tierras?
-Sí señor.
-Parecen muy feraces.
-Lo son en efecto.
-Esta finca debe producir mucho
a su dueño.
-Tiempos ha habido, según he
llegado a entender -dijo el labriego deteniéndose para echar una ojeada hacia
las tierras objeto de la conversación-, en que este ingenio daba a su dueño
doce mil arrobas de azúcar cada año, porque entonces más de cien negros
trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario
actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros, ni excede su Zafra
de seis mil panes de azúcar.
-Vida muy fatigosa deben de
tener los esclavos en estas fincas -observó el extranjero-, y no me admira se
disminuya tan considerablemente su número.
-Es una vida terrible a la
verdad -respondió el labrador arrojando a su interlocutor una mirada de
simpatía-: bajo este cielo de fuego el esclavo casi desnudo trabaja toda la
mañana sin descanso, y a la hora terrible del mediodía jadeando, abrumado bajo
el peso de la leña y de la caña que conduce sobre sus espaldas, y abrasado por
los rayos del sol que tuesta su cutis, llega el infeliz a gozar todos los
placeres que tiene para él la vida: dos horas de sueño y una escasa ración.
Cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar a la tierra
abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar con su sudor y
con sus lágrimas al recinto donde la noche no tiene sombras, ni la brisa
frescura: porque allí el fuego de la leña ha sustituido al fuego del sol, y el
infeliz negro girando sin cesar en torno de la máquina que arranca a la caña su
dulce jugo, y de las calderas de metal en las que este jugo se convierte en
miel a la acción del fuego, ve pasar horas tras horas, y el sol que torna le
encuentra todavía allí... ¡Ah!, sí; es un cruel espectáculo la vista de la
humanidad degradada, de hombres convertidos en brutos, que llevan en su frente
la marca de la esclavitud y en su alma la desesperación del infierno.
El labriego se detuvo de
repente como si echase de ver que había hablado demasiado, y bajando los ojos,
y dejando asomar a sus labios una sonrisa melancólica, añadió con prontitud:
-Pero no es la muerte de los
esclavos causa principal de la decadencia del ingenio de Bellavista: se han
vendido muchos, como también tierras, y sin embargo aún es una finca de
bastante valor.
Dichas estas palabras tornó a andar con
dirección a la casa, pero detúvose a pocos pasos notando que el extranjero no
le seguía, y al volverse hacia él, sorprendió una mirada fija en su rostro con
notable expresión de sorpresa. En efecto, el aire de aquel labriego parecía
revelar algo de grande y noble que llamaba la atención, y lo que acababa de
oírle el extranjero, en un lenguaje y con una expresión que no correspondían a
la clase que denotaba su traje pertenecer, acrecentó su admiración y
curiosidad. Habíase aproximado el joven campesino al caballo de nuestro viajero
con el semblante de un hombre que espera una pregunta que adivina se le va a
dirigir, y no se engañaba, pues el extranjero no pudiendo reprimir su
curiosidad le dijo:
-Presumo que tengo el gusto de
estar hablando con algún distinguido propietario de estas cercanías. No ignoro
que los criollos cuando están en sus haciendas de campo, gustan vestirse como
simples labriegos, y sentiría ignorar por más tiempo el nombre del sujeto que
con tanta cortesía se ha ofrecido a guiarme. Si no me engaño es usted amigo y
vecino de D. Carlos de B...
El rostro de aquel a quien se
dirigían estas palabras no mostró al oírlas la menor extrañeza, pero fijó en el
que hablaba una mirada penetrante: luego, como si la dulce y graciosa fisonomía
del extranjero dejase satisfecha su mirada indagadora, respondió bajando los ojos:
-No soy propietario, señor
forastero, y aunque sienta latir en mi pecho un corazón pronto siempre a
sacrificarse por D. Carlos no puedo llamarme amigo suyo. Pertenezco -prosiguió
con sonrisa amarga-, a aquella raza desventurada sin derechos de hombres... soy
mulato y esclavo.
-¿Conque eres mulato? -dijo el
extranjero tomando, oída la declaración de su interlocutor, el tono de
despreciativa familiaridad que se usa con los esclavos-: bien lo sospeché al
principio; pero tienes un aire tan poco común en tu clase, que luego mudé de
pensamiento.
El esclavo continuaba
sonriéndose; pero su sonrisa era cada vez más melancólica y en aquel momento
tenía también algo de desdeñosa.
-Es -dijo volviendo a fijar los
ojos en el extranjero-, que a veces es libre y noble el alma, aunque el cuerpo
sea esclavo y villano. Pero ya es de noche y voy a conducir a su merced
al ingenio ya próximo.
La observación del mulato era
exacta. El sol, como arrancado violentamente del hermoso cielo de Cuba, había
cesado de alumbrar aquel país que ama, aunque sus altares estén ya destruidos,
y la luna pálida y melancólica se acercaba lentamente a tomar posesión de sus
dominios.
El extranjero siguió a su guía
sin interrumpir la conversación:
-¿Conque eres esclavo de don
Carlos?
-¿Cómo te llamas?
-Mi nombre de bautismo es
Bernabé, mi madre me llamó siempre Sab, y así me han llamado luego mis amos.
-¿Tu madre era negra, o mulata
como tú?
-Mi madre vino al mundo en un
país donde su color no era un signo de esclavitud: mi madre -repitió con cierto
orgullo-, nació libre y princesa. Bien lo saben todos aquellos que fueron como
ella conducidos aquí de las costas del Congo por los traficantes de carne
humana. Pero princesa en su país fue vendida en éste como esclava.
El caballero sonrió con
disimulo al oír el título de princesa que Sab daba a su madre, pero como al
parecer le interesase la conversación de aquel esclavo, quiso prolongarla:
-Tu padre sería blanco
indudablemente.
-¡Mi padre!... yo no le he
conocido jamás. Salía mi madre apenas de la infancia cuando fue vendida al
señor don Félix de B... padre de mi amo actual, y de otros cuatro hijos. Dos
años gimió inconsolable la infeliz sin poder resignarse a la horrible mudanza
de su suerte; pero un trastorno repentino se verificó en ella pasado este
tiempo, y de nuevo cobró amor a la vida porque mi madre amó. Una pasión
absoluta se encendió con toda su actividad en aquel corazón africano. A pesar
de su color era mi madre hermosa, y sin duda tuvo correspondencia su pasión
pues salí al mundo por entonces. El nombre de mi padre fue un secreto que jamás
quiso revelar.
-Tu suerte, Sab, será menos
digna de lástima que la de los otros esclavos, pues el cargo que desempeñas en
Bellavista prueba la estimación y afecto que te dispensa tu amo.
-Sí, señor, jamás he sufrido el
trato duro que se da generalmente a los negros, ni he sido condenado a largos y
fatigosos trabajos. Tenía solamente tres años cuando murió mi protector don
Luis el más joven de los hijos del difunto don Félix de B... pero dos horas
antes de dejar este mundo aquel excelente joven tuvo una larga y secreta
conferencia con su hermano don Carlos, y según se conoció después, me dejó
recomendado a su bondad. Así hallé en mi amo actual el corazón bueno y piadoso
del amable protector que había perdido. Casose algún tiempo después con una
mujer... ¡un ángel! y me llevó consigo. Seis años tenía yo cuando mecía la cuna
de la señorita Carlota, fruto primero de aquel feliz matrimonio. Más tarde fui
el compañero de sus juegos y estudios, porque hija única por espacio de cinco
años, su inocente corazón no medía la distancia que nos separaba y me concedía
el cariño de un hermano. Con ella aprendí a leer y a escribir, porque nunca
quiso recibir lección alguna sin que estuviese a su lado su pobre mulato Sab.
Por ella cobré afición a la lectura, sus libros y aun los de su padre han
estado siempre a mi disposición, han sido mi recreo en estos páramos, aunque
también muchas veces han suscitado en mi alma ideas aflictivas y amargas
cavilaciones.
Interrumpíase el esclavo no
pudiendo ocultar la profunda emoción que a pesar suyo revelaba su voz. Mas
hízose al momento señor de sí mismo; pasose la mano por la frente, sacudió
ligeramente la cabeza, y añadió con más serenidad:
-Por mi propia elección fui algunos
años calesero, luego quise dedicarme al campo, y hace dos que asisto en este
ingenio.
El extranjero sonreía con
malicia desde que Sab habló de la conferencia secreta que tuviera el difunto
don Luis con su hermano, y cuando el mulato cesó de hablar le dijo:
-Es extraño que no seas libre,
pues habiéndote querido tanto don Luis de B... parece natural te otorgase su
padre la libertad, o te la diese posteriormente don Carlos.
-¡Mi libertad!... sin duda es
cosa muy dulce la libertad... pero yo nací esclavo: era esclavo desde el
vientre de mi madre, y ya...
-Estás acostumbrado a la
esclavitud -interrumpió el extranjero, muy satisfecho con acabar de expresar el
pensamiento que suponía al mulato-.
No le contradijo éste; pero se
sonrió con amargura, y añadió a media voz y como si se recrease con las
palabras que profería lentamente:
-Desde mi infancia fui
escriturado a la señorita Carlota: soy esclavo suyo, y quiero vivir y morir en
su servicio.
El extranjero picó un poco con
la espuela a su caballo: Sab andaba delante apresurando el paso a proporción
que caminaba más de prisa el hermoso alazán de raza normanda en que iba su
interlocutor.»
[El extracto pertenece a la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]
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