martes, 16 de enero de 2018

Supremas visiones de Oriente.- Pierre Loti (1850-1923)


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Carta abierta al señor ministro de negocios extranjeros
Diciembre de 1920

«La angustiosa incertidumbre sobre la situación de nuestra Francia en Oriente parece tocar, por fin, a su término. Favorable o desastrosa, la decisión del Supremo Consejo de los Aliados no está muy lejos de ser adoptada. Que un latido de buen sentido y de equidad pueda inspirar a los árbitros de nuestro porvenir en aquellas regiones una solución que sea duradera, por moderada y por justa; una solución que asegure la paz en el Islam, salvaguardando un poco aún nuestros seculares intereses, tan amenazados, ¡ay!, por rivales implacables... Creo firmemente en el partido francés verdaderamente patriota; ya casi no hay un diplomático talentoso y sincero cuyos ojos no hayan acabado por abrirse a la necesidad de mantener una Turquía fuerte y amiga, para conservar en Oriente vestigios, al menos, de nuestra preponderancia de antaño, que era casi vital, y -consideración novísima- para formar en Europa una vigilante y sin duda suficiente barrera de vanguardia contra el desbordamiento del salvajismo ruso.
 No quiero repetir eternamente las mismas verdades que tantas veces me he visto obligado a proclamar, a pesar del prejuicio de denegación de ciertos periódicos; pero estas verdades, a las cuales se han rendido ahora la mayor parte de los hombres de buena fe, creo que es un deber repetirlas aún, en pocas palabras, ya que nos encontramos en el momento supremo.
 Acerca de las "matanzas de Armenia", creo haber dicho con sobrados testimonios y pruebas en mi apoyo casi todo cuanto había que decir: la reciprocidad en el matar, la loca exageración en las quejas de esos armenios que desde hace siglos explotan tan vilmente a sus vecinos los turcos y que, incansables calumniadores, no cesan de hacer valer su título de cristianos para azuzar contra Turquía el fanatismo occidental.
 En cuanto a los griegos, me parece que no es menester ya revisar su proceso. Gracias a Dios, su causa está juzgada. Ha sido para ellos un castigo del cielo que la guerra nos haya permitido conocerlos de sobra. Los testimonios de nuestros miles de soldados sobre sus engaños y su odio hacia Francia, los relatos de nuestros jefes sobre el horror de si invasión en Anatolia son abrumadores y decisivos. Por otra parte, aquí están los términos del dictamen oficial de la Comisión de Investigaciones de los Aliados, acerca del comportamiento de los griegos en Pérgamo y en Menemén: "El enervamiento, la fatiga y el miedo les han hecho cometer, sin provocación, una verdadera carnicería de hombres civiles turcos, indefensos. Los oficiales griegos, presentes, han faltado completamente a su deber." Es cosa de preguntarse cómo franceses de buena fe pueden estar cegados aún por el prestigio de la antigua Grecia, hasta el punto de apoyarlos.
 Mis pobres amigos turcos, por el contrario, ¡cómo han ganado al ser conocidos un poco más de cerca! Todos los que de nosotros se han acercado a ellos, aun como enemigos, han sentido desvanecerse sus prejuicios, que han caído a tierra como castillos de naipes. En todos nuestros ejércitos de Oriente, se cantan con ardiente simpatía sus alabanzas y su particularísimo afecto hacia nosotros.
 [...] Quiero terminar estas lamentaciones con un juramento solemne a mis amigos, conocidos y desconocidos, pues aunque ahora soy injuriado, calumniado y aborrecido, sé, por el contrario, que tengo amigos, amigos a miles, con los que marcho acompañado por la vida. Desde todos los rincones del mundo siento llegar a mí su simpatía ardiente y pura. Todos los correos me traen pruebas de ello, a menudo exquisitas, y siempre emocionantes. Por regla general, me falta tiempo para contestarlas; pero bien saben estos hermanos lejanos que su pensamiento llega casi diariamente a mi corazón. Pues bien, quiero, desde aquí, conjurarlos a todos a creerme. Quiero gritar a todos: sí, creedme, fiaos de mi lealtad, hasta me atrevo a decir que de mi clarividencia. Si desde tantos años como hace que me he impuesto el deber de defender hasta la muerte al pueblo turco -levantando con ello en mi camino un clamor de insultos y de amenazas, asalariados o sencillamente imbéciles- es porque sé muy bien lo que digo. Por otra parte, tengo conciencia de la responsabilidad que esto acarrea y la acepto, inclinando así a la opinión hacia los pobres calumniados de Estambul, pues la opinión es incontestable. Por mi parte, he contribuido a esclarecerla y éste es quizá el único acto de mi vida que me honra, en vísperas ya del momento en que mi modesto papel terrestre llega a su fin. Sí, sé lo que digo. He vivido largo tiempo en Oriente y allí me he mezclado con todas las clases sociales y he adquirido la más íntima certidumbre de que sólo los turcos, en esta amalgama de razas irreconciliables, tienen honradez arraigada, delicadeza, tolerancia, valentía no exenta de piedad y que sólo ellos nos aman con un afecto hereditario, que permanece firme a pesar de todo nuestra tibieza, a pesar de las sublevantes injurias de algunos de nosotros.
 Antes de afirmar esto y con esta energía a mis amigos, he tenido que interrogarme profundamente: ¿no estaré deslumbrado por ciertos espejismos, por el hechizo, por el color, por los radiantes recuerdos de mi juventud? Pues bien, ¡no! Mi adhesión y mi aprecio a los turcos reconocen causas mucho menos personales. Tengo la convicción de que sería no solamente inicuo sino funesto aniquilar a este pueblo leal, contemplativo y religioso que sirve de contrapeso a nuestros desequilibrios, a nuestro cinismo, a nuestras fiebres. Y además, hace quinientos años que allí está en su casa, lo que constituye un título de propiedad, y bajo todos sus cipreses, altos como torres, el suelo de sus adorables cementerios está infiltrado de la sustancia de sus muertos. [...]
 Es cierto que sería un atentado irreparable contra la belleza del mundo desterrar a los turcos de su Constantinopla, tan impregnada de su genio oriental, y cuyo encanto se llevarán con ellos. Pero, para nosotros los franceses ya había motivos más graves para no suscribir su expulsión -admitiendo que esto fuese posible incluso derramando torrentes de sangre que enrojecieran el Mármara-, y es que los últimos destellos de nuestra influencia, antes soberana, desaparecerían de allí, al mismo tiempo. [...] Hoy, ante la amenaza de una sublevación general del Islam, que se desencadenaría al mismo tiempo que se extiende el bolcheviquismo hacia el Oeste como una gangrena, ¿qué se haría?...»

 [El extracto pertenece a la edición en español de José J. de Olañeta, en traducción de Vicente Díez de Tejada. ISBN: 84-7651-954-0.]
 

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