Sección V.- El Estado Capitalista, a medida que se integra, pierde estabilidad
«El Estado Capitalista es inestable, y a decir verdad, más que un Estado propiamente dicho, constituye una fase transitoria entre dos estados permanentes y estables de la sociedad.
Con el fin de comprender por qué es así, recordemos la definición del Estado Capitalista: "Llamamos capitalista a una sociedad en la cual la posesión de los medios de producción está limitada a cierto número de ciudadanos libres, no lo suficientemente grande como para hacer de la propiedad el carácter general de la misma, mientras que los restantes carecen de tales medios de producción y son, por consiguiente, proletarios".
Obsérvense los diversos puntos de tal orden de cosas. Hay propiedad privada; pero no es propiedad privada distribuida en muchas manos y, por tanto, familiar como institución al conjunto de la sociedad. Luego, tenemos una gran mayoría de desposeídos, que son, al mismo tiempo, ciudadanos, es decir políticamente libres para obrar en una forma u otra, aunque impotentes desde el punto de vista económico; además, si bien sólo es una inferencia de nuestra definición, es una inferencia necesaria que bajo el capitalismo haya una explotación consciente, directa y planificada de la mayoría (los ciudadanos libres que no poseen) por la minoría de poseedores. Como la riqueza tiene que ser producida, la comunidad íntegra debe vivir, y los poseedores pueden convenir tales condiciones con los no poseedores, para asegurarse de que una parte de lo que éstos produzcan vaya a parar a sus manos.
Una sociedad así constituida no puede perdurar. Y no puede porque se halla sujeta a dos tensiones muy severas, las cuales crecen en severidad a medida que esa sociedad se vuelve más íntegramente capitalista. La primera de ellas nace de la diferencia entre las teorías morales en que se asienta el Estado y los hechos sociales que esas teorías morales tratan de regir. La segunda proviene de la inseguridad a que el capitalismo condena a la gran masa de la sociedad y de la sensación general de ansiedad y zozobra que produce en todos los ciudadanos, pero singularmente en la mayoría, compuesta, en el capitalismo, de hombres libres desposeídos.
Es imposible decidir cuál de estas dos tensiones es más grave. Cualquiera bastaría para destruir un régimen social en que se prolongara durante largo tiempo. Las dos conjugadas hacen tal destrucción segura: y no queda ya duda alguna de que la sociedad capitalista debe transformarse en algún otro régimen más estable. Estas páginas tienen por objeto averiguar cuál será probablemente ese régimen estable.
Decimos que hay una tensión moral ya intolerablemente dura y que adhiere mayor dureza a medida que se integra el capitalismo.
Esta tensión moral proviene de una contradicción entre la realidad de la sociedad capitalista y el fundamento moral de nuestras leyes y tradiciones. El fundamento moral conforme al cual se administran todavía nuestras leyes y se establecen nuestras convenciones presupone un Estado compuesto por ciudadanos libres. Nuestra ley defiende la propiedad como una institución normal, con la que están familiarizados todos los ciudadanos y a la que todos éstos respetan. Castiga el robo como un incidente anormal que sólo ocurre cuando, por motivos perversos, un ciudadano libre adquiere la propiedad de otro sin su conocimiento y contra su voluntad. Castiga la defraudación como otro incidente anormal en que, por motivos malignos, un ciudadano libre induce a otro a ceder su propiedad en virtud de falsas manifestaciones. Impone el cumplimiento de los contratos, cuya única base moral es la libertad de ambas partes contratantes, y la facultad de una y otra de no cerrar, si no quiere, un contrato que, una vez cerrado, debe ser cumplido. Concede a un propietario la facultad de dejar a otro su propiedad mediante testamento, entendiendo que tal transferencia de la misma (a los herederos naturales, según la regla, pero excepcionalmente también a cualquier otra persona que indique el testador) es la operación normal de una sociedad ampliamente familiarizada con tales cosas, y considerando que éstas forman parte de la vida doméstica que vive la totalidad de sus ciudadanos. Imputa además daños y perjuicios a un ciudadano si mediante una acción deliberada causó una pérdida a otro, pues da por supuesto que puede pagar.
La sanción sobre la cual se asienta la vida social es, en nuestra teoría moral, el castigo de ley susceptible de aplicarse mediante los tribunales, y la base preestablecida para la seguridad y felicidad material de nuestros ciudadanos es la posesión de bienes que nos aseguren contra la zozobra y nos permitan actuar libremente en medio de nuestros semejantes.
Confrontemos ahora todo esto, la teoría moral de acuerdo con la cual todavía es peligrosamente gobernada la sociedad, la teoría moral a la cual hasta el capitalismo recurre en procura de auxilio cuando se ve atacado, confrontemos, digo, sus fórmulas y presupuestos, por un lado, y por otro la realidad social de un Estado Capitalista como es Inglaterra hoy día.
La propiedad perdura quizás como instinto en la mayor parte de los ciudadanos, pero como experiencia y como realidad es desconocida para el noventa y cinco por ciento. No se castigan, o no se pueden castigar, las cien formas de fraude que se producen como consecuencia necesaria de la competencia desenfrenada entre unos pocos, por una parte, y de la desenfrenada avaricia, erigida en motivo regulador de la producción, por otra; las leyes pueden entender en los casos de pequeños hurtos acompañados de violencia, y de fraudes realizados con mayor o menor astucia, pero nada más que en éstos. Nuestro mecanismo legal se ha convertido en poco más que una máquina de protección de los pocos poseedores contra las necesidades, las exigencias, o el odio de la masa de sus conciudadanos desposeídos. La gran mayoría de los llamados contratos "libres" son hoy día meros contratos leoninos: convenios que uno es libre de contraer o cancelar, pero el otro no, pues en tal caso no tiene otra alternativa que morirse de hambre.
Lo más importante de todo, el hecho social en que se funda nuestro movimiento, mucho más importante que cualquier género de seguridad que puedan otorgar las leyes, o que cualquier mecanismo que el Estado pueda poner en funcionamiento, es el hecho de que los medios de vida se hallan librados al albedrío de los poseedores, quienes se los pueden proporcionar, o no proporcionar a los desposeídos. La verdadera sanción que existe en nuestra sociedad respecto a las disposiciones por las cuales se rige no es la pena que puede hacerse efectiva mediante los tribunales, sino la decisión de los poseedores de negar la subsistencia a los desposeídos. La mayor parte de los hombres actualmente temen más la pérdida de empleo que las penalidades de la ley, y la disciplina que los mantiene quietos en sus formas modernas de actividad en Inglaterra es el temor al despido. Quien manda realmente en Inglaterra hoy día no es el soberano, ni los funcionarios del Estado, ni, salvo indirectamente, la ley; sino el capitalista.
Todo el mundo está enterado de estas verdades capitales; y todos los que se dedican a negarlas proceden así hoy día con riesgo de su reputación de honestidad o de inteligencia.»
[El extracto pertenece a la edición en español de la editorial El Buey Mudo, 2010, en traducción de Bruno Jacovella. ISBN: 978-84-937789-2-7.]
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